Por Manuel Mas, catedrático de Fisiología, director del Centro de Estudios Sexológicos (Cesex), Universidad de La Laguna. Vicepresidente de la Asociación Española de Andrología, Medicina Sexual y Reproductiva (LA VANGUARDIA, 27/04/08):
El concepto “medicina sexual” se viene usando de modo creciente desde la década de 1970. Varias sociedades y revistas científicas lo incluyen ahora en su denominación, se está desarrollando una titulación europea de experto en dicho campo y son muchos los centros de diagnóstico y tratamiento actualmente dedicados a su práctica. La medicina sexual se ocupa de los problemas de la sexualidad humana. Trata de mejorar la salud sexual mediante la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de enfermedades y trastornos que afectan a la función sexual, la identidad de género y las secuelas de los traumas sexuales. Reconoce que muchos de estos trastornos pueden ser causados por diversas enfermedades y/ o sus tratamientos y por problemas de relación interpersonal y con el entorno. Para ello tiene presente la dimensión individual y la de la pareja y emplea el conocimiento y métodos de las ciencias médicas, psicológicas y sociales. Es un campo multidisciplinar que conlleva la colaboración de profesionales con formación médica y psicológica adecuadamente entrenados.
Tradicionalmente, los problemas del funcionamiento sexual se solían atribuir, con poco o nulo fundamento, a causas como trastornos del desarrollo psíquico infantil o malos hábitos ( “masturbación excesiva”, enfermedades venéreas, etcétera). Durante la primera mitad del siglo XX eran ignorados o tratados, con resultados bastante pobres, mediante psicoanálisis. El desarrollo desde la década de 1960 de técnicas de “terapia sexual” (Masters y Johnson, Kaplan y otros) que hacen énfasis en la pareja como sujeto del tratamiento y combinan procedimientos conductuales y psicoterapéuticos fue un avance importante aunque limitado. Se debía esto a que muchas disfunciones sexuales pueden ser causadas o agravadas por problemas en el funcionamiento de los órganos sexuales (los genitales y el cerebro) y para aliviarlas se requiere su diagnóstico y adecuado tratamiento. Un buen ejemplo es el trastorno de la erección del pene o disfunción eréctil (DE). La constatación de que con frecuencia se debe a mal funcionamiento de sus vasos sanguíneos llevó a su abordaje, desde la década de 1980, con procedimientos médicos o quirúrgicos, inicialmente invasivos (como cirugía vascular, prótesis o inyecciones de vasodilatadores en el pene), ahora sólo usados en casos especiales.
El cambio de siglo vio la eclosión de nuevos fármacos orales muy eficaces y seguros (los inhibidores de la fosfodiesterasa 5, como Viagra, Cialis o Levitra) que conseguían restituir la respuesta de erección en muchos pacientes. También están apareciendo preparados de testosterona, hormona producida por los testículos y en menor, aunque importante, cantidad por los ovarios, a la que se atribuye un efecto facilitador del deseo sexual. Su empleo (en inyecciones, geles o parches cutáneos) en hombres o mujeres con déficit constatado, como el asociado al envejecimiento o por extirpación o mal funcionamiento de sus órganos productores mejora el deseo y el disfrute del sexo. Hay en desarrollo varios fármacos de diverso tipo enfocados al tratamiento de otros problemas de funcionamiento sexual, como la eyaculación rápida o la anorgasmia. Como estos medicamentos requieren de una prescripción médica (tras una cuidadosa evaluación de su necesidad y de la ausencia de contraindicaciones), su creciente demanda ha atraído a muchos médicos a este campo.
Tal evolución no ha estado exenta de polémica. Desde campos como algunos sectores de la psicología, el feminismo o los medios de comunicación se ha denunciado un creciente fenómeno de “medicalización de la sexualidad”. En su versión más radical este planteamiento denuncia una conspiración de la industria farmacéutica con médicos venales para inventar, donde no los hay, trastornos físicos de la función sexual tratables con medicamentos. Un argumento principal es que algunos estudios epidemiológicos muy citados describen altísimas tasas de “disfunción sexual” (30%-40% de la población). Sin embargo, autoridades del campo de la medicina sexual han criticado tales estadísticas argumentando que no basta que ocurra ocasionalmente algún fallo en la respuesta sexual (¿quién no lo ha tenido?) para que pueda computarse como “disfunción”. Para tal diagnóstico se requiere que sea reiterado y cause malestar personal. Así se especifica ahora en todas las guías y recomendaciones de práctica clínica de la medicina sexual. Por otra parte, se debe reconocer a la industria el desarrollo de eficaces fármacos ahora disponibles para el tratamiento de trastornos sexuales; sin ellos todavía estaríamos tratando la DE con psicoanálisis. La buena práctica de la medicina sexual, por su carácter multidisciplinar, no usa medicamentos de modo indiscriminado, sino que remite al paciente al psicoterapeuta cuando lo ve indicado.
El concepto “medicina sexual” se viene usando de modo creciente desde la década de 1970. Varias sociedades y revistas científicas lo incluyen ahora en su denominación, se está desarrollando una titulación europea de experto en dicho campo y son muchos los centros de diagnóstico y tratamiento actualmente dedicados a su práctica. La medicina sexual se ocupa de los problemas de la sexualidad humana. Trata de mejorar la salud sexual mediante la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de enfermedades y trastornos que afectan a la función sexual, la identidad de género y las secuelas de los traumas sexuales. Reconoce que muchos de estos trastornos pueden ser causados por diversas enfermedades y/ o sus tratamientos y por problemas de relación interpersonal y con el entorno. Para ello tiene presente la dimensión individual y la de la pareja y emplea el conocimiento y métodos de las ciencias médicas, psicológicas y sociales. Es un campo multidisciplinar que conlleva la colaboración de profesionales con formación médica y psicológica adecuadamente entrenados.
Tradicionalmente, los problemas del funcionamiento sexual se solían atribuir, con poco o nulo fundamento, a causas como trastornos del desarrollo psíquico infantil o malos hábitos ( “masturbación excesiva”, enfermedades venéreas, etcétera). Durante la primera mitad del siglo XX eran ignorados o tratados, con resultados bastante pobres, mediante psicoanálisis. El desarrollo desde la década de 1960 de técnicas de “terapia sexual” (Masters y Johnson, Kaplan y otros) que hacen énfasis en la pareja como sujeto del tratamiento y combinan procedimientos conductuales y psicoterapéuticos fue un avance importante aunque limitado. Se debía esto a que muchas disfunciones sexuales pueden ser causadas o agravadas por problemas en el funcionamiento de los órganos sexuales (los genitales y el cerebro) y para aliviarlas se requiere su diagnóstico y adecuado tratamiento. Un buen ejemplo es el trastorno de la erección del pene o disfunción eréctil (DE). La constatación de que con frecuencia se debe a mal funcionamiento de sus vasos sanguíneos llevó a su abordaje, desde la década de 1980, con procedimientos médicos o quirúrgicos, inicialmente invasivos (como cirugía vascular, prótesis o inyecciones de vasodilatadores en el pene), ahora sólo usados en casos especiales.
El cambio de siglo vio la eclosión de nuevos fármacos orales muy eficaces y seguros (los inhibidores de la fosfodiesterasa 5, como Viagra, Cialis o Levitra) que conseguían restituir la respuesta de erección en muchos pacientes. También están apareciendo preparados de testosterona, hormona producida por los testículos y en menor, aunque importante, cantidad por los ovarios, a la que se atribuye un efecto facilitador del deseo sexual. Su empleo (en inyecciones, geles o parches cutáneos) en hombres o mujeres con déficit constatado, como el asociado al envejecimiento o por extirpación o mal funcionamiento de sus órganos productores mejora el deseo y el disfrute del sexo. Hay en desarrollo varios fármacos de diverso tipo enfocados al tratamiento de otros problemas de funcionamiento sexual, como la eyaculación rápida o la anorgasmia. Como estos medicamentos requieren de una prescripción médica (tras una cuidadosa evaluación de su necesidad y de la ausencia de contraindicaciones), su creciente demanda ha atraído a muchos médicos a este campo.
Tal evolución no ha estado exenta de polémica. Desde campos como algunos sectores de la psicología, el feminismo o los medios de comunicación se ha denunciado un creciente fenómeno de “medicalización de la sexualidad”. En su versión más radical este planteamiento denuncia una conspiración de la industria farmacéutica con médicos venales para inventar, donde no los hay, trastornos físicos de la función sexual tratables con medicamentos. Un argumento principal es que algunos estudios epidemiológicos muy citados describen altísimas tasas de “disfunción sexual” (30%-40% de la población). Sin embargo, autoridades del campo de la medicina sexual han criticado tales estadísticas argumentando que no basta que ocurra ocasionalmente algún fallo en la respuesta sexual (¿quién no lo ha tenido?) para que pueda computarse como “disfunción”. Para tal diagnóstico se requiere que sea reiterado y cause malestar personal. Así se especifica ahora en todas las guías y recomendaciones de práctica clínica de la medicina sexual. Por otra parte, se debe reconocer a la industria el desarrollo de eficaces fármacos ahora disponibles para el tratamiento de trastornos sexuales; sin ellos todavía estaríamos tratando la DE con psicoanálisis. La buena práctica de la medicina sexual, por su carácter multidisciplinar, no usa medicamentos de modo indiscriminado, sino que remite al paciente al psicoterapeuta cuando lo ve indicado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario