Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 29/04/08):
Durante la guerra fría y, sobre todo, en el período de distensión entre Estados Unidos y la URSS (1962-1989), muchos especialistas de las relaciones internacionales, incluyendo al maestro Charles Zorgbibe, conjeturaban que la división del mundo en dos bloques antagónicos, aunque fuera bajo el equilibrio del terror, no era necesariamente una maldición, sobre todo, en comparación con otras épocas históricas de conciertos, alianzas secretas y equilibrios que habían desembocado en la hecatombe de las guerras mundiales.
Tras el ocaso del comunismo y la desintegración de la URSS (1991), se impuso la realidad de un mundo unipolar, en el que EEUU actuaba como la potencia hegemónica o indispensable, según la expresión de Bill Clinton, cuyo triple poder económico, tecnológico y militar no tenía parangón en el mundo. Pero esa situación excepcional no podía perpetuarse. Para la teoría clásica, recogida en años recientes por Kenneth Waltz y Samuel Huntington, la primacía de una potencia conduciría inexorablemente a una coalición de las otras destinada a restablecer el equilibrio.
SIN NECESIDAD de que cuajara esa coalición, el momento unipolar resultó harto efímero. Los ataques terroristas del 11-S del 2001, la intervención en Afganistán y el desastre de Irak empezaron a marcar los límites del coloso. El economista Robert Samuelson consideró que el 2006 podía señalar el comienzo del fin de la pax americana, un proceso acelerado por otros factores: el ascenso de China, las amenazas de proliferación nuclear, el retroceso del liberalismo comercial, la contradicción entre los gastos sociales y los presupuestos militares, sin olvidar la debilidad de Europa y Japón, aliados tradicionales.
Las utopías milenaristas que profetizaban un hipotético “fin de la historia”, como escribió Francis Fukuyama, un triunfo definitivo del liberalismo y la democracia, han sido enterradas, coincidiendo con una pérdida de fuelle de la potencia hegemónica y el rechazo de su actuación como secuela de los errores y las torpezas del presidente George Bush, convertido en el policía malo y obstinado de un mundo en convulsión. Los dos aspirantes demócratas a la presidencia, los senadores Obama y Clinton, coinciden en la urgencia de restaurar el prestigio de su país y promover el consenso con los aliados –el llamado multilateralismo–, aunque guardan silencio sobre el mejor método para lograr tan plausible objetivo.
Los que creyeron en el poder de EEUU para hacer del Oriente Próximo un paraíso de paz y prosperidad ahora vaticinan “el fin de la dominación americana” (Richard Haass, en Foreign Affairs). Los profetas del ocaso de los imperios vuelven por sus fueros. Y el futurólogo Parag Khanna, en El Segundo mundo. Imperio e influencia en el nuevo orden global, tras pintar un cuadro sombrío de la superpotencia en 2016, cuya influencia en el mundo no deja de retroceder, llega a la conclusión de que “por primera vez en la historia moderna, asistimos a una batalla mundial que EEUU corre el riesgo de perder”, emparedada entre dos gigantes (China y Europa con Rusia).
Ahora le toca el turno de cantar la palinodia a los mesiánicos neoconservadores que creyeron posible la extensión de la democracia por el Oriente Próximo mediante el empleo de la fuerza militar. Uno de los más destacados, Robert Kagan, que ridiculizó a los europeos por pacifistas y pusilánimes, acaba de publicar un libro titulado El retorno de la historia y el fin de los sueños, en el que no solo contradice la hipótesis de Fukuyama, sino que asegura que el mundo no se encamina hacia una convergencia arcádica, sino a más conflictos. Los triunfos del liberalismo y la democracia no son inevitables. China subraya hasta qué punto la autocracia es compatible con la economía de mercado y la producción de riqueza, mientras Rusia confirma que un régimen autoritario y nacionalista puede obtener la confianza de los que anteponen la mejora de su nivel de vida a cualquier otra consideración.
El diagnóstico de Kagan es que “la emergencia de los grandes poderes autocráticos, junto con las fuerzas reaccionarias del radicalismo islámico”, han debilitado el orden liberal-democrático. La terapia consiste en que las democracias lleguen a un acuerdo para proteger sus intereses y hacer valer sus principios, aunque no dice cómo. Y en ese sentido están aconsejando al candidato republicano, John McCain, cuyo principal consejero en política exterior, Randy Scheunemann, está estrechamente vinculado a los neoconservadores, según la información del New York Times, que advierte de los peligros de un nuevo intervencionismo militar contra Irán.
SERÍA prematuro pensar que McCain va a estar sometido a una influencia peligrosa en el caso de que llegue a la Casa Blanca, pues cuenta con buenos amigos entre los llamados realistas, como Henry Kissinger y James Baker, que denigran a los neoconservadores y abogan por la concertación, el diálogo con el enemigo y la “diplomacia paciente” que Benedicto XVI defendió ante Bush. Las reflexiones que llegan de EEUU, coincidiendo con la campaña electoral, sugieren que se está gestando un cambio de dimensiones planetarias. El estrés imperial y el desequilibrio entre los fines y los medios aconsejan una revisión que podría tener efectos incalculables si la crisis económica despierta las dormidas corrientes aislacionistas.
Durante la guerra fría y, sobre todo, en el período de distensión entre Estados Unidos y la URSS (1962-1989), muchos especialistas de las relaciones internacionales, incluyendo al maestro Charles Zorgbibe, conjeturaban que la división del mundo en dos bloques antagónicos, aunque fuera bajo el equilibrio del terror, no era necesariamente una maldición, sobre todo, en comparación con otras épocas históricas de conciertos, alianzas secretas y equilibrios que habían desembocado en la hecatombe de las guerras mundiales.
Tras el ocaso del comunismo y la desintegración de la URSS (1991), se impuso la realidad de un mundo unipolar, en el que EEUU actuaba como la potencia hegemónica o indispensable, según la expresión de Bill Clinton, cuyo triple poder económico, tecnológico y militar no tenía parangón en el mundo. Pero esa situación excepcional no podía perpetuarse. Para la teoría clásica, recogida en años recientes por Kenneth Waltz y Samuel Huntington, la primacía de una potencia conduciría inexorablemente a una coalición de las otras destinada a restablecer el equilibrio.
SIN NECESIDAD de que cuajara esa coalición, el momento unipolar resultó harto efímero. Los ataques terroristas del 11-S del 2001, la intervención en Afganistán y el desastre de Irak empezaron a marcar los límites del coloso. El economista Robert Samuelson consideró que el 2006 podía señalar el comienzo del fin de la pax americana, un proceso acelerado por otros factores: el ascenso de China, las amenazas de proliferación nuclear, el retroceso del liberalismo comercial, la contradicción entre los gastos sociales y los presupuestos militares, sin olvidar la debilidad de Europa y Japón, aliados tradicionales.
Las utopías milenaristas que profetizaban un hipotético “fin de la historia”, como escribió Francis Fukuyama, un triunfo definitivo del liberalismo y la democracia, han sido enterradas, coincidiendo con una pérdida de fuelle de la potencia hegemónica y el rechazo de su actuación como secuela de los errores y las torpezas del presidente George Bush, convertido en el policía malo y obstinado de un mundo en convulsión. Los dos aspirantes demócratas a la presidencia, los senadores Obama y Clinton, coinciden en la urgencia de restaurar el prestigio de su país y promover el consenso con los aliados –el llamado multilateralismo–, aunque guardan silencio sobre el mejor método para lograr tan plausible objetivo.
Los que creyeron en el poder de EEUU para hacer del Oriente Próximo un paraíso de paz y prosperidad ahora vaticinan “el fin de la dominación americana” (Richard Haass, en Foreign Affairs). Los profetas del ocaso de los imperios vuelven por sus fueros. Y el futurólogo Parag Khanna, en El Segundo mundo. Imperio e influencia en el nuevo orden global, tras pintar un cuadro sombrío de la superpotencia en 2016, cuya influencia en el mundo no deja de retroceder, llega a la conclusión de que “por primera vez en la historia moderna, asistimos a una batalla mundial que EEUU corre el riesgo de perder”, emparedada entre dos gigantes (China y Europa con Rusia).
Ahora le toca el turno de cantar la palinodia a los mesiánicos neoconservadores que creyeron posible la extensión de la democracia por el Oriente Próximo mediante el empleo de la fuerza militar. Uno de los más destacados, Robert Kagan, que ridiculizó a los europeos por pacifistas y pusilánimes, acaba de publicar un libro titulado El retorno de la historia y el fin de los sueños, en el que no solo contradice la hipótesis de Fukuyama, sino que asegura que el mundo no se encamina hacia una convergencia arcádica, sino a más conflictos. Los triunfos del liberalismo y la democracia no son inevitables. China subraya hasta qué punto la autocracia es compatible con la economía de mercado y la producción de riqueza, mientras Rusia confirma que un régimen autoritario y nacionalista puede obtener la confianza de los que anteponen la mejora de su nivel de vida a cualquier otra consideración.
El diagnóstico de Kagan es que “la emergencia de los grandes poderes autocráticos, junto con las fuerzas reaccionarias del radicalismo islámico”, han debilitado el orden liberal-democrático. La terapia consiste en que las democracias lleguen a un acuerdo para proteger sus intereses y hacer valer sus principios, aunque no dice cómo. Y en ese sentido están aconsejando al candidato republicano, John McCain, cuyo principal consejero en política exterior, Randy Scheunemann, está estrechamente vinculado a los neoconservadores, según la información del New York Times, que advierte de los peligros de un nuevo intervencionismo militar contra Irán.
SERÍA prematuro pensar que McCain va a estar sometido a una influencia peligrosa en el caso de que llegue a la Casa Blanca, pues cuenta con buenos amigos entre los llamados realistas, como Henry Kissinger y James Baker, que denigran a los neoconservadores y abogan por la concertación, el diálogo con el enemigo y la “diplomacia paciente” que Benedicto XVI defendió ante Bush. Las reflexiones que llegan de EEUU, coincidiendo con la campaña electoral, sugieren que se está gestando un cambio de dimensiones planetarias. El estrés imperial y el desequilibrio entre los fines y los medios aconsejan una revisión que podría tener efectos incalculables si la crisis económica despierta las dormidas corrientes aislacionistas.
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