Por Anthony Giddens, sociólogo británico. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 06/05/08):
Corre mayo de 1968. No estoy en París sino a casi 10.000 kilómetros de distancia, en California, conduciendo de Vancouver a Los Ángeles. Acabo de poner fin a nueve meses de lectorado en la ciudad canadiense y voy a pasar un año y medio en un puesto similar en la Universidad de California-Los Ángeles. Dos días después de ponerme en camino, llego a mi destino a media tarde y me dirijo a Venice, una localidad costera en la que he alquilado un apartamento.
Al llegar al mar asisto a una escena como extraída de la Biblia. Hasta donde se pierde la vista, toda la playa está llena de personas con largas túnicas de múltiples colores, que sin embargo están gastadas y descuidadas. Todos son blancos, no se ven minorías étnicas. En lugar de respirarse aire puro, apesta a marihuana. Detrás de la multitud, sobre la acera, hay una fila de coches de policía y en cada uno de ellos un agente que saca su ametralladora por la ventana. En la atmósfera se palpa una incipiente violencia. Hasta ese día, del mismo modo que nunca me había topado con la marihuana, tampoco había escuchado la palabra hippies, que me dijo un transeúnte al preguntarle quién era esa gente. En ese momento, el término apenas se utilizaba en Gran Bretaña o Europa. Para mí fue la bienvenida a la revolución a la usanza californiana.
Desde una perspectiva europea podría parecer que París fue el foco principal de 1968, pero créanme que no fue así. En Europa los radicales eran bastante tradicionales. Se proclamaban heraldos de una nueva era, pero se comportaban de forma muy similar a la de los radicales de toda la vida. Eran estudiantes que asolaban todo a su paso y su radicalismo no profundizaba. En California, al menos para mucha gente, si eras radical tenías que serlo hasta el fondo, no sólo políticamente, sino en casi todos los aspectos de tu forma de vida. Incluyendo la educación. Lo que estaba de moda era no poner notas y concederle a todo el mundo la máxima calificación, porque cualquier otra práctica habría sido discriminatoria; mayormente, las lecciones se abandonaron y se optó por grupos de discusión abiertos.
Conocí a un estricto profesor de matemáticas, con su típica camisa de cuello abotonado, pelo bien cortado y saludable vida matrimonial, que desapareció del campus durante varios meses. Un buen día iba caminando a clase cuando una especie de Cristo apareció por encima de una colina. La melena rubia le caía por debajo de los hombros, lucía una larga barba y llevaba una túnica amplia y sandalias abiertas. Hasta que no se paró y me saludó no le reconocí. Había dejado las matemáticas y la universidad, también a su esposa y sus hijos, y se había trasladado al desierto de Nuevo México, donde trabajaba como artesano en una comuna. Muchos otros hicieron cosas parecidas.
Los experimentos con la forma de vida, la sexualidad, las relaciones, las comunas y las drogas también cundieron entre quienes pertenecían a grupos políticos más comprometidos. Sin embargo, en Estados Unidos los sesentayochistas eran un grupo muy diverso en lo tocante a sus credos o filiaciones de índole política. Fue una época en la que surgieron multitud de movimientos sociales; 1968 tuvo su origen en el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles, iniciado unos años antes, y también en el que abogaba por la libertad de expresión, cuyo epicentro fue la Universidad de California-Berkeley, situada al otro lado de la bahía de San Francisco.
Esos movimientos se continuaron o fundieron con el de oposición a la guerra de Vietnam, catalizador de muchas propuestas radicales. Se solaparon con el de los hippies, aunque éstos estuvieran en su mayoría en contra del poder político y de toda clase de autoridad. Había también grupos de maoístas, aunque tenían menos influencia que en Europa. Estaban además los Panteras Negras y otros grupos disidentes negros, que en ocasiones se habían convertido al islam. Y por supuesto el feminismo, de una tendencia mucho más incluyente que las vistas hasta entonces. Fue más una derivación de 1968 que una parte de él. Varias de las feministas más destacadas de esta nueva vertiente se radicalizaron al contacto con los sesentayochistas, aduciendo que la revolución se estaba haciendo por y para los hombres.
Diez años después recibí una carta del conocido que había experimentado la conversión. Había vuelto con su esposa, a su corte de pelo de siempre y a su ropa pija, también a su antigua casa, y buscaba trabajo en su antiguo departamento. ¿Cómo fue posible que todo ese radicalismo y las grandes esperanzas de 1968 desaparecieran tan pronto como habían surgido? Las razones son tan diversas como el propio fenómeno. El fin de la guerra de Vietnam privó a la disidencia de una importante fuerza motriz. A los Panteras Negras los disolvieron las autoridades por las buenas o por las malas. Se conoció el carácter represivo y homicida del maoísmo. Y en cuanto a los hippies, muchos de sus experimentos personales y sociales acabaron mal. La explotación sexual continuó existiendo bajo el nombre de amor libre; las comunas se disolvieron y sus integrantes se enfrentaron entre sí, y las drogas generaron más adicciones que vías de liberación del espíritu.
Lo más importante es que los sesentay-ochistas pasaron por alto, o trataron de eliminar, algunos de los rasgos principales que hacen civilizada a una sociedad y, dentro de límites bastante amplios, también justa y equitativa. Se envolvieron en un manto antiburocrático (que, contra toda lógica, retomó después la derecha), pero en las sociedades complejas es indispensable cierto grado de coordinación administrativa. Las universidades caerían en el caos si los trabajos y exámenes no recibieran calificaciones justas y rigurosas, y sin la autoridad que tienen los profesores en sus especialidades. Ninguna sociedad puede funcionar amparándose únicamente en los derechos por los que entonces pugnaban multitud de movimientos sociales. Para que la solidaridad social no zozobre, los derechos siempre deben compensarse con obligaciones.
De los movimientos que sobrevivieron a 1968, el principal fue el feminismo, y ello se debe a que ese momento histórico, más que integrarlo en su seno, lo provocó. Lo importante de 1968 no fueron sólo sus movimientos, sino la amplitud de los cambios soterrados que la sociedad venía experimentando desde finales de la década de 1950 y de los que dichos movimientos eran un reflejo. Hoy apreciamos en toda su extensión la profundidad de dichos cambios y seguimos tratando de lidiar con ellos. Afectan a la naturaleza de la familia, que ha dejado de girar en torno al matrimonio para hacer hincapié en la calidad de las relaciones, y conceden una renovada importancia a la sexualidad, que ahora, al tiempo que entra en decadencia el doble rasero, es un aspecto cardinal del proceso de cambio. También se manifiestan en una entrada masiva de la mujer en el mercado de trabajo, en un descenso de los índices de natalidad y en el fenómeno del “hijo más deseado”: los hijos ya no “vienen”, sino que ahora elegimos si los tenemos y cuántos queremos. Por último, está no sólo la posibilidad sino la necesidad de elegir una forma de vida, y no de heredarla, junto a la aparición de la política de la identidad, el declive de la deferencia y un enfoque más crítico de la elección política.
Para la izquierda 1968 tiene una mística que no se merece, pero los derechistas que le echan la culpa de todos nuestros males también se equivocan. De todos sus movimientos, los de más éxito fueron los que tenían más claro su objetivo; fue muy importante, por ejemplo, que hubiera protestas bien articuladas contra la guerra de Vietnam. Podríamos optar por detenernos aquí y dejar de lado a quienes querían radicalizarlo todo, considerándolos románticos estériles o incluso peligrosos. Sin embargo, yo les tengo algo más que una ligera simpatía. Su liberación era falaz, pero cuestionaba la vida cotidiana, algo que la mayoría dábamos por sentado. Hasta los que, como yo, discrepaban de sus ideas se vieron obligados a pensar y discutir algunos de sus presupuestos, y con frecuencia para defenderlos, aunque de otra manera.
Corre mayo de 1968. No estoy en París sino a casi 10.000 kilómetros de distancia, en California, conduciendo de Vancouver a Los Ángeles. Acabo de poner fin a nueve meses de lectorado en la ciudad canadiense y voy a pasar un año y medio en un puesto similar en la Universidad de California-Los Ángeles. Dos días después de ponerme en camino, llego a mi destino a media tarde y me dirijo a Venice, una localidad costera en la que he alquilado un apartamento.
Al llegar al mar asisto a una escena como extraída de la Biblia. Hasta donde se pierde la vista, toda la playa está llena de personas con largas túnicas de múltiples colores, que sin embargo están gastadas y descuidadas. Todos son blancos, no se ven minorías étnicas. En lugar de respirarse aire puro, apesta a marihuana. Detrás de la multitud, sobre la acera, hay una fila de coches de policía y en cada uno de ellos un agente que saca su ametralladora por la ventana. En la atmósfera se palpa una incipiente violencia. Hasta ese día, del mismo modo que nunca me había topado con la marihuana, tampoco había escuchado la palabra hippies, que me dijo un transeúnte al preguntarle quién era esa gente. En ese momento, el término apenas se utilizaba en Gran Bretaña o Europa. Para mí fue la bienvenida a la revolución a la usanza californiana.
Desde una perspectiva europea podría parecer que París fue el foco principal de 1968, pero créanme que no fue así. En Europa los radicales eran bastante tradicionales. Se proclamaban heraldos de una nueva era, pero se comportaban de forma muy similar a la de los radicales de toda la vida. Eran estudiantes que asolaban todo a su paso y su radicalismo no profundizaba. En California, al menos para mucha gente, si eras radical tenías que serlo hasta el fondo, no sólo políticamente, sino en casi todos los aspectos de tu forma de vida. Incluyendo la educación. Lo que estaba de moda era no poner notas y concederle a todo el mundo la máxima calificación, porque cualquier otra práctica habría sido discriminatoria; mayormente, las lecciones se abandonaron y se optó por grupos de discusión abiertos.
Conocí a un estricto profesor de matemáticas, con su típica camisa de cuello abotonado, pelo bien cortado y saludable vida matrimonial, que desapareció del campus durante varios meses. Un buen día iba caminando a clase cuando una especie de Cristo apareció por encima de una colina. La melena rubia le caía por debajo de los hombros, lucía una larga barba y llevaba una túnica amplia y sandalias abiertas. Hasta que no se paró y me saludó no le reconocí. Había dejado las matemáticas y la universidad, también a su esposa y sus hijos, y se había trasladado al desierto de Nuevo México, donde trabajaba como artesano en una comuna. Muchos otros hicieron cosas parecidas.
Los experimentos con la forma de vida, la sexualidad, las relaciones, las comunas y las drogas también cundieron entre quienes pertenecían a grupos políticos más comprometidos. Sin embargo, en Estados Unidos los sesentayochistas eran un grupo muy diverso en lo tocante a sus credos o filiaciones de índole política. Fue una época en la que surgieron multitud de movimientos sociales; 1968 tuvo su origen en el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles, iniciado unos años antes, y también en el que abogaba por la libertad de expresión, cuyo epicentro fue la Universidad de California-Berkeley, situada al otro lado de la bahía de San Francisco.
Esos movimientos se continuaron o fundieron con el de oposición a la guerra de Vietnam, catalizador de muchas propuestas radicales. Se solaparon con el de los hippies, aunque éstos estuvieran en su mayoría en contra del poder político y de toda clase de autoridad. Había también grupos de maoístas, aunque tenían menos influencia que en Europa. Estaban además los Panteras Negras y otros grupos disidentes negros, que en ocasiones se habían convertido al islam. Y por supuesto el feminismo, de una tendencia mucho más incluyente que las vistas hasta entonces. Fue más una derivación de 1968 que una parte de él. Varias de las feministas más destacadas de esta nueva vertiente se radicalizaron al contacto con los sesentayochistas, aduciendo que la revolución se estaba haciendo por y para los hombres.
Diez años después recibí una carta del conocido que había experimentado la conversión. Había vuelto con su esposa, a su corte de pelo de siempre y a su ropa pija, también a su antigua casa, y buscaba trabajo en su antiguo departamento. ¿Cómo fue posible que todo ese radicalismo y las grandes esperanzas de 1968 desaparecieran tan pronto como habían surgido? Las razones son tan diversas como el propio fenómeno. El fin de la guerra de Vietnam privó a la disidencia de una importante fuerza motriz. A los Panteras Negras los disolvieron las autoridades por las buenas o por las malas. Se conoció el carácter represivo y homicida del maoísmo. Y en cuanto a los hippies, muchos de sus experimentos personales y sociales acabaron mal. La explotación sexual continuó existiendo bajo el nombre de amor libre; las comunas se disolvieron y sus integrantes se enfrentaron entre sí, y las drogas generaron más adicciones que vías de liberación del espíritu.
Lo más importante es que los sesentay-ochistas pasaron por alto, o trataron de eliminar, algunos de los rasgos principales que hacen civilizada a una sociedad y, dentro de límites bastante amplios, también justa y equitativa. Se envolvieron en un manto antiburocrático (que, contra toda lógica, retomó después la derecha), pero en las sociedades complejas es indispensable cierto grado de coordinación administrativa. Las universidades caerían en el caos si los trabajos y exámenes no recibieran calificaciones justas y rigurosas, y sin la autoridad que tienen los profesores en sus especialidades. Ninguna sociedad puede funcionar amparándose únicamente en los derechos por los que entonces pugnaban multitud de movimientos sociales. Para que la solidaridad social no zozobre, los derechos siempre deben compensarse con obligaciones.
De los movimientos que sobrevivieron a 1968, el principal fue el feminismo, y ello se debe a que ese momento histórico, más que integrarlo en su seno, lo provocó. Lo importante de 1968 no fueron sólo sus movimientos, sino la amplitud de los cambios soterrados que la sociedad venía experimentando desde finales de la década de 1950 y de los que dichos movimientos eran un reflejo. Hoy apreciamos en toda su extensión la profundidad de dichos cambios y seguimos tratando de lidiar con ellos. Afectan a la naturaleza de la familia, que ha dejado de girar en torno al matrimonio para hacer hincapié en la calidad de las relaciones, y conceden una renovada importancia a la sexualidad, que ahora, al tiempo que entra en decadencia el doble rasero, es un aspecto cardinal del proceso de cambio. También se manifiestan en una entrada masiva de la mujer en el mercado de trabajo, en un descenso de los índices de natalidad y en el fenómeno del “hijo más deseado”: los hijos ya no “vienen”, sino que ahora elegimos si los tenemos y cuántos queremos. Por último, está no sólo la posibilidad sino la necesidad de elegir una forma de vida, y no de heredarla, junto a la aparición de la política de la identidad, el declive de la deferencia y un enfoque más crítico de la elección política.
Para la izquierda 1968 tiene una mística que no se merece, pero los derechistas que le echan la culpa de todos nuestros males también se equivocan. De todos sus movimientos, los de más éxito fueron los que tenían más claro su objetivo; fue muy importante, por ejemplo, que hubiera protestas bien articuladas contra la guerra de Vietnam. Podríamos optar por detenernos aquí y dejar de lado a quienes querían radicalizarlo todo, considerándolos románticos estériles o incluso peligrosos. Sin embargo, yo les tengo algo más que una ligera simpatía. Su liberación era falaz, pero cuestionaba la vida cotidiana, algo que la mayoría dábamos por sentado. Hasta los que, como yo, discrepaban de sus ideas se vieron obligados a pensar y discutir algunos de sus presupuestos, y con frecuencia para defenderlos, aunque de otra manera.
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