Por Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia (EL PAÍS, 06/05/08):
Las sociedades para prosperar, según Aristóteles, necesitan leyes e instituciones justas, gobernantes prudentes y jueces honestos, pero también un ingrediente sin el que la vida pública no funciona con bien: la amistad cívica.
La amistad cívica no consiste en que los ciudadanos se vayan de tapas, porque éstas son cosas que se hacen con los amigos corrientes, con ésos a los que, según el diccionario, se tiene afecto personal desinteresado que se fortalece con el trato. La amistad cívica sería más bien la de los ciudadanos de un Estado que, por pertenecer a él, saben que han de perseguir metas comunes y por eso existe ya un vínculo que les une y les lleva a intentar alcanzar esos objetivos, siempre que se respeten las diferencias legítimas y no haya agravios comparativos.
Cuáles son esas metas comunes es fácil de aclarar. En el orden global, en que los Estados deberían estar comprometidos, erradicar el hambre y la pobreza extrema y los restantes Objetivos del Milenio son una orientación suficiente. En este sentido, es una buena noticia que España haya aumentado la ayuda al desarrollo, y no hay sino que progresar al máximo. En lo que se refiere al orden interno del Estado, bregar por la educación de calidad, la atención sanitaria eficiente y buena, el trabajo estable, y por hacer realidad que todos los ciudadanos puedan expresar sus ideas libremente, siempre que no atenten contra la libertad y la vida de otros, son metas suficientes para vincular a las personas en una tarea común.
Y, sin embargo, no parece que ese vínculo amistoso exista en nuestro país. Las últimas elecciones generales, endurecidas como pocas, han generado la sensación de una ciudadanía enfrentada en la solución de cada uno de los problemas comunes, como si para cada tema hubiera dos bandos: si unos dicen “blanco”, los otros han de decir “negro”. Las razones para cada posición parecen en principio irrelevantes, porque después ya vienen los “argumentadores” oficiales, que diseñan argumentarios para sostener hasta lo insostenible. Se divide entonces la ciudadanía en bandos, que parecen ser irreconciliables.
Cuando en realidad es mucho más lo que les une que lo que les separa. Cuando no se construye una vida pública justa desde la enemistad, porque entonces falta la argamasa que une los bloques de los edificios, falta la “mano intangible” de la amistad cívica. Junto a la mano visible del Estado y la presuntamente invisible del mercado, es necesaria la mano intangible de la amistad entre ciudadanos que se saben artesanos de una vida común.
Esto no significa abolir la diversidad y generar una sociedad de individuos homogéneos, porque existen diferencias de capacidades, de creencias religiosas, de sensibilidad política, de tendencia sexual, y tantas otras que componen una “ciudadanía compleja”, y no la ciudadanía simple, sin atributos, sin carne ni sangre humanas, que no existe más que en las mentes totalitarias.
Los grupos que luchan por el reconocimiento de las diferencias son un factor de progreso y, si las sociedades quieren ser justas, han de articular esas diferencias, siempre que sean legítimas; una tarea de orfebrería, que no tiene éxito si no hay voluntad de respetarlas desde las distintas partes. Para eso se necesita la amistad cívica de quien no ve en el otro un enemigo a abatir, sino un igual con el que hay que resolver con justicia los problemas comunes.
Para muestra, un botón. Hace unos días en Zaragoza, en una conferencia, comenté a un público encantador cómo Zaragoza es la primera ciudad grande que visité en mi infancia y me dejó deslumbrada. Ahora parece, sin embargo, que hay temas tabú, como el del trasvase del Ebro, porque vengo de la “España seca”. ¿No vamos a poder hablar de este asunto y otros, para ver cómo encontramos soluciones conjuntas desde la solidaridad y sin agravios comparativos? ¿Es que de pronto no puede haber amistad cívica entre aragoneses y valencianos por temas que hay que discutir con voluntad de llegar a la solución más justa y con espíritu solidario? Una señora que había pedido la palabra, empezó su pregunta con una frase magistral: “Ante todo -me dijo-, ¡bienvenida!”. Como en aquellos tebeos de la infancia: “Sin palabras”.
Por desgracia, hay gentes que ganan creando discordia. Otras, anestesiadas, a las que importan los problemas sólo cuando les afectan -”ahora vienen a por mí, pero ya es demasiado tarde”-. Otras, cuyas pretensiones legítimas no se ven reconocidas, y éstas son las excluidas. Otras empeñadas en hacer creer que sus pretensiones son las más importantes y que nunca se les hace justicia. Son las que utilizan el victimismo como herramienta para convertir sus deseos en prioridades frente a las necesidades de otros. Es lo que ocurre en esos lugares con bonanza económica y social, donde no hay ninguna razón para reprimir a quienes no piensan igual, mucho menos para matar por la independencia. A la hora de reclamar el derecho a la diferencia hay que ponerlo en sus justos términos.
La amistad -decía Aristóteles- es lo más necesario para la vida; sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera todos los demás bienes. Y parece -añadía- que es la amistad cívica la que mantiene unidas a las ciudades.
Las sociedades para prosperar, según Aristóteles, necesitan leyes e instituciones justas, gobernantes prudentes y jueces honestos, pero también un ingrediente sin el que la vida pública no funciona con bien: la amistad cívica.
La amistad cívica no consiste en que los ciudadanos se vayan de tapas, porque éstas son cosas que se hacen con los amigos corrientes, con ésos a los que, según el diccionario, se tiene afecto personal desinteresado que se fortalece con el trato. La amistad cívica sería más bien la de los ciudadanos de un Estado que, por pertenecer a él, saben que han de perseguir metas comunes y por eso existe ya un vínculo que les une y les lleva a intentar alcanzar esos objetivos, siempre que se respeten las diferencias legítimas y no haya agravios comparativos.
Cuáles son esas metas comunes es fácil de aclarar. En el orden global, en que los Estados deberían estar comprometidos, erradicar el hambre y la pobreza extrema y los restantes Objetivos del Milenio son una orientación suficiente. En este sentido, es una buena noticia que España haya aumentado la ayuda al desarrollo, y no hay sino que progresar al máximo. En lo que se refiere al orden interno del Estado, bregar por la educación de calidad, la atención sanitaria eficiente y buena, el trabajo estable, y por hacer realidad que todos los ciudadanos puedan expresar sus ideas libremente, siempre que no atenten contra la libertad y la vida de otros, son metas suficientes para vincular a las personas en una tarea común.
Y, sin embargo, no parece que ese vínculo amistoso exista en nuestro país. Las últimas elecciones generales, endurecidas como pocas, han generado la sensación de una ciudadanía enfrentada en la solución de cada uno de los problemas comunes, como si para cada tema hubiera dos bandos: si unos dicen “blanco”, los otros han de decir “negro”. Las razones para cada posición parecen en principio irrelevantes, porque después ya vienen los “argumentadores” oficiales, que diseñan argumentarios para sostener hasta lo insostenible. Se divide entonces la ciudadanía en bandos, que parecen ser irreconciliables.
Cuando en realidad es mucho más lo que les une que lo que les separa. Cuando no se construye una vida pública justa desde la enemistad, porque entonces falta la argamasa que une los bloques de los edificios, falta la “mano intangible” de la amistad cívica. Junto a la mano visible del Estado y la presuntamente invisible del mercado, es necesaria la mano intangible de la amistad entre ciudadanos que se saben artesanos de una vida común.
Esto no significa abolir la diversidad y generar una sociedad de individuos homogéneos, porque existen diferencias de capacidades, de creencias religiosas, de sensibilidad política, de tendencia sexual, y tantas otras que componen una “ciudadanía compleja”, y no la ciudadanía simple, sin atributos, sin carne ni sangre humanas, que no existe más que en las mentes totalitarias.
Los grupos que luchan por el reconocimiento de las diferencias son un factor de progreso y, si las sociedades quieren ser justas, han de articular esas diferencias, siempre que sean legítimas; una tarea de orfebrería, que no tiene éxito si no hay voluntad de respetarlas desde las distintas partes. Para eso se necesita la amistad cívica de quien no ve en el otro un enemigo a abatir, sino un igual con el que hay que resolver con justicia los problemas comunes.
Para muestra, un botón. Hace unos días en Zaragoza, en una conferencia, comenté a un público encantador cómo Zaragoza es la primera ciudad grande que visité en mi infancia y me dejó deslumbrada. Ahora parece, sin embargo, que hay temas tabú, como el del trasvase del Ebro, porque vengo de la “España seca”. ¿No vamos a poder hablar de este asunto y otros, para ver cómo encontramos soluciones conjuntas desde la solidaridad y sin agravios comparativos? ¿Es que de pronto no puede haber amistad cívica entre aragoneses y valencianos por temas que hay que discutir con voluntad de llegar a la solución más justa y con espíritu solidario? Una señora que había pedido la palabra, empezó su pregunta con una frase magistral: “Ante todo -me dijo-, ¡bienvenida!”. Como en aquellos tebeos de la infancia: “Sin palabras”.
Por desgracia, hay gentes que ganan creando discordia. Otras, anestesiadas, a las que importan los problemas sólo cuando les afectan -”ahora vienen a por mí, pero ya es demasiado tarde”-. Otras, cuyas pretensiones legítimas no se ven reconocidas, y éstas son las excluidas. Otras empeñadas en hacer creer que sus pretensiones son las más importantes y que nunca se les hace justicia. Son las que utilizan el victimismo como herramienta para convertir sus deseos en prioridades frente a las necesidades de otros. Es lo que ocurre en esos lugares con bonanza económica y social, donde no hay ninguna razón para reprimir a quienes no piensan igual, mucho menos para matar por la independencia. A la hora de reclamar el derecho a la diferencia hay que ponerlo en sus justos términos.
La amistad -decía Aristóteles- es lo más necesario para la vida; sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera todos los demás bienes. Y parece -añadía- que es la amistad cívica la que mantiene unidas a las ciudades.
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