Por Ariel Dorfman, escritor chileno (EL PAÍS, 06/05/08):
¿Se convertirá Barack Obama en el próximo presidente de los Estados Unidos?
Mis hijos no se cansan de recordarme que basta con que yo lance una predicción para que perversamente no se cumpla, y me han rogado que, en este caso particular, de tanta trascendencia para la humanidad, guarde un silencio prudente. Voy a permitirme, sin embargo, el placer de una opinión ecuánime y cauta: diré que es probable, más que probable, sumamente probable, que el joven senador de Illinois sea dentro de poco el candidato unánime de los demócratas, y que en enero del 2009, para nuestro asombro y delectación, veamos a un hombre de raza negra ingresar de forma victoriosa en una mansión presidencial que fue construida hace doscientos años por miles de esclavos norteamericanos y que se llama, paradójicamente, quizás ahora irónicamente, la Casa Blanca.
Para arriesgar tal vaticinio discreto, no necesito apoyarme en las inagotables estadísticas ni en las encuestas ni en la certeza de que las aspiraciones de John McCain van a ser demolidas por el vendaval de Irak y la recesión económica, y otros tantos desastres que George W. Bush deja como triste herencia. Basta con asomarme por la ventana de mi hogar en Carolina del Norte, un Estado cuya población se apresta a participar, de forma masiva, hoy, 6 de mayo, en las primarias que han de decidir el futuro de este país. Basta con mirar el entusiasmo, casi indescriptible, que despierta Obama entre tantos ciudadanos, y especialmente entre los jóvenes. Basta con ver el renacimiento de una esperanza y una militancia y una determinación política que yo, por lo menos, no había presenciado en los Estados Unidos desde 1968, ese año fatídico en que tanto Bobby Kennedy como Martin Luther King fueron asesinados. Basta con notar cómo, hasta ahora, Obama ha podido justamente fundir en su propia persona las aspiraciones de estos dos mártires de su patria, encarnar a Kennedy y simultáneamente a King; basta con observar cómo ha logrado el milagro de equilibrar las dos zonas de su ser, la experiencia y la historia de lo negro y lo blanco mezclados en su sangre como en sus ideas; basta esa increíble hazaña para augurar el triunfo de su candidatura.
¿Y si fuera imposible sostener tal acto de equilibrista? ¿Si tal unidad de antagonismos fuera una mera ilusión? ¿Si los norteamericanos blancos, todavía mayoritarios, se sintieran de pronto amenazados por el origen negro de un Obama hasta ahora gentil, sereno y cool? ¿Si vieran en su rostro moreno no una esperanza de un mundo mejor y tolerante, sino la rememoración incesante de la culpa y la esclavitud y la explotación que contamina el pasado norteamericano? ¿Si vieran a Barack como un reproche más que un consuelo? ¿Acaso eso no acabaría con la promesa de Obama?
Son preguntas que se han vuelto urgentes desde que el ahora célebre reverendo Wright hiciera su repentina y fulgurante reaparición en la vida de Barack Obama. Sociólogos y periodistas, y políticos y columnistas, y ciudadanos comunes y corrientes han gastado toneladas de tiempo y tinta y blogs en dilucidar este tema de forma interminable, pero hasta ahora no he visto ni a uno de tantos comentaristas recurrir a la literatura para orientarse. A mí, en cambio, lo primero que se me vino a la cabeza, apenas me di cuenta de que era inevitable una confrontación entre Obama y su mentor Wright, fue el capítulo inicial de una novela, una de las más magníficas de la narrativa norteamericana.
Se trata de Invisible Man (Hombre invisible), de Ralph Ellison, y, aunque fue publicada en 1952, nueve años antes de que Barack Obama naciera, creo que contiene la clave de lo que puede suceder con su candidatura tan promisoria.
En ese primer capítulo -que apareció de hecho de forma preliminar como un cuento en la revista Horizon en 1947-, un joven estudiante negro de Alabama, el más eminente de su generación, se empeña en conseguir una beca universitaria, imprescindible para educarse y subir en la escala social y alcanzar el American dream. Antes de que se le otorgue tal posición de poder, empero, se le va a someter a una prueba de fuego que Ellison denomina Battle Royal. En efecto, a ese joven se le exige que luche violentamente contra otros negros en un pugilato feroz, agarrarse a golpes y desangrarse para el goce de un grupo de espectadores blancos.
Es el precio de su futuro éxito y, sugiere Ellison, el precio que debe pagar todo hombre negro en la sociedad norteamericana: acatar lo que los blancos quieren imponerle o… volverse invisible. Que es el destino final del protagonista de la novela: termina narrando su historia desde un sótano secreto en Nueva York, un subterráneo dostoievskiano iluminado con 1.369 ampolletas de luz que no dejan de brillar ni de día ni de noche. A pesar de tanto fulgor, nadie ve a ese hombre, nadie lo reconoce, nadie acepta su derecho a existir más allá de los estereotipos.
Esa es la interrogante que me asedia, ahora que Barack y Jeremiah, Obama y Wright, el padre adoptivo y el hijo ahora distante, se pelean ante millones de televidentes para ver si a uno de ellos, el joven aspirante, el joven brillante, el que quiere vivir el sueño americano, se le puede confiar el poder.
¿Ha cambiado algo desde 1947 cuando se publicó el cuento, desde 1952 cuando se publicó la novela, desde 1968 cuando Martin Luther King, el último líder nacional de origen africano en los Estados Unidos, fue expulsado de la historia activa y pasó a la invisibilidad de la muerte y del mito?
Espero que sí, creo que sí.
Porque ahora la verdadera prueba no la están pasando los negros que riñen de forma tan espectacular y tan penosa. Son los blancos norteamericanos los que están siendo sometidos a un experimento, una tentación, un examen de fuego y sangre. Son ellos los que tienen que decidir el tipo de país que desean, ellos los que tienen que preguntarse cuál es el precio y el estereotipo que le han de exigir a Obama para que sea presidente.
Son ellos los que deben empezar a vaciar los sótanos inagotables de este país de todo lo que es invisible y doloroso y lleno de rencor.
Y si no lo hacen ahora, si no lo hacen ahora con Obama, ¿con quién van a llevar a cabo esa proeza ardua y desgarradora?
¿Se convertirá Barack Obama en el próximo presidente de los Estados Unidos?
Mis hijos no se cansan de recordarme que basta con que yo lance una predicción para que perversamente no se cumpla, y me han rogado que, en este caso particular, de tanta trascendencia para la humanidad, guarde un silencio prudente. Voy a permitirme, sin embargo, el placer de una opinión ecuánime y cauta: diré que es probable, más que probable, sumamente probable, que el joven senador de Illinois sea dentro de poco el candidato unánime de los demócratas, y que en enero del 2009, para nuestro asombro y delectación, veamos a un hombre de raza negra ingresar de forma victoriosa en una mansión presidencial que fue construida hace doscientos años por miles de esclavos norteamericanos y que se llama, paradójicamente, quizás ahora irónicamente, la Casa Blanca.
Para arriesgar tal vaticinio discreto, no necesito apoyarme en las inagotables estadísticas ni en las encuestas ni en la certeza de que las aspiraciones de John McCain van a ser demolidas por el vendaval de Irak y la recesión económica, y otros tantos desastres que George W. Bush deja como triste herencia. Basta con asomarme por la ventana de mi hogar en Carolina del Norte, un Estado cuya población se apresta a participar, de forma masiva, hoy, 6 de mayo, en las primarias que han de decidir el futuro de este país. Basta con mirar el entusiasmo, casi indescriptible, que despierta Obama entre tantos ciudadanos, y especialmente entre los jóvenes. Basta con ver el renacimiento de una esperanza y una militancia y una determinación política que yo, por lo menos, no había presenciado en los Estados Unidos desde 1968, ese año fatídico en que tanto Bobby Kennedy como Martin Luther King fueron asesinados. Basta con notar cómo, hasta ahora, Obama ha podido justamente fundir en su propia persona las aspiraciones de estos dos mártires de su patria, encarnar a Kennedy y simultáneamente a King; basta con observar cómo ha logrado el milagro de equilibrar las dos zonas de su ser, la experiencia y la historia de lo negro y lo blanco mezclados en su sangre como en sus ideas; basta esa increíble hazaña para augurar el triunfo de su candidatura.
¿Y si fuera imposible sostener tal acto de equilibrista? ¿Si tal unidad de antagonismos fuera una mera ilusión? ¿Si los norteamericanos blancos, todavía mayoritarios, se sintieran de pronto amenazados por el origen negro de un Obama hasta ahora gentil, sereno y cool? ¿Si vieran en su rostro moreno no una esperanza de un mundo mejor y tolerante, sino la rememoración incesante de la culpa y la esclavitud y la explotación que contamina el pasado norteamericano? ¿Si vieran a Barack como un reproche más que un consuelo? ¿Acaso eso no acabaría con la promesa de Obama?
Son preguntas que se han vuelto urgentes desde que el ahora célebre reverendo Wright hiciera su repentina y fulgurante reaparición en la vida de Barack Obama. Sociólogos y periodistas, y políticos y columnistas, y ciudadanos comunes y corrientes han gastado toneladas de tiempo y tinta y blogs en dilucidar este tema de forma interminable, pero hasta ahora no he visto ni a uno de tantos comentaristas recurrir a la literatura para orientarse. A mí, en cambio, lo primero que se me vino a la cabeza, apenas me di cuenta de que era inevitable una confrontación entre Obama y su mentor Wright, fue el capítulo inicial de una novela, una de las más magníficas de la narrativa norteamericana.
Se trata de Invisible Man (Hombre invisible), de Ralph Ellison, y, aunque fue publicada en 1952, nueve años antes de que Barack Obama naciera, creo que contiene la clave de lo que puede suceder con su candidatura tan promisoria.
En ese primer capítulo -que apareció de hecho de forma preliminar como un cuento en la revista Horizon en 1947-, un joven estudiante negro de Alabama, el más eminente de su generación, se empeña en conseguir una beca universitaria, imprescindible para educarse y subir en la escala social y alcanzar el American dream. Antes de que se le otorgue tal posición de poder, empero, se le va a someter a una prueba de fuego que Ellison denomina Battle Royal. En efecto, a ese joven se le exige que luche violentamente contra otros negros en un pugilato feroz, agarrarse a golpes y desangrarse para el goce de un grupo de espectadores blancos.
Es el precio de su futuro éxito y, sugiere Ellison, el precio que debe pagar todo hombre negro en la sociedad norteamericana: acatar lo que los blancos quieren imponerle o… volverse invisible. Que es el destino final del protagonista de la novela: termina narrando su historia desde un sótano secreto en Nueva York, un subterráneo dostoievskiano iluminado con 1.369 ampolletas de luz que no dejan de brillar ni de día ni de noche. A pesar de tanto fulgor, nadie ve a ese hombre, nadie lo reconoce, nadie acepta su derecho a existir más allá de los estereotipos.
Esa es la interrogante que me asedia, ahora que Barack y Jeremiah, Obama y Wright, el padre adoptivo y el hijo ahora distante, se pelean ante millones de televidentes para ver si a uno de ellos, el joven aspirante, el joven brillante, el que quiere vivir el sueño americano, se le puede confiar el poder.
¿Ha cambiado algo desde 1947 cuando se publicó el cuento, desde 1952 cuando se publicó la novela, desde 1968 cuando Martin Luther King, el último líder nacional de origen africano en los Estados Unidos, fue expulsado de la historia activa y pasó a la invisibilidad de la muerte y del mito?
Espero que sí, creo que sí.
Porque ahora la verdadera prueba no la están pasando los negros que riñen de forma tan espectacular y tan penosa. Son los blancos norteamericanos los que están siendo sometidos a un experimento, una tentación, un examen de fuego y sangre. Son ellos los que tienen que decidir el tipo de país que desean, ellos los que tienen que preguntarse cuál es el precio y el estereotipo que le han de exigir a Obama para que sea presidente.
Son ellos los que deben empezar a vaciar los sótanos inagotables de este país de todo lo que es invisible y doloroso y lleno de rencor.
Y si no lo hacen ahora, si no lo hacen ahora con Obama, ¿con quién van a llevar a cabo esa proeza ardua y desgarradora?
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