martes, mayo 06, 2008

Los caminos de la derecha

Por Javier Redondo Rodelas, profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid (EL MUNDO, 06/05/08):

Erase una vez un niño que no quería pronunciar su propio nombre. Cada vez que lo llamaban por él, se escondía en lugar de responder. Cada vez que lo pronunciaba en clase, en voz alta, a primera hora, cuando la profesora pasaba lista, soportaba una vergüenza atroz. Lo odiaba. Sus compañeros no le dejaban jugar a la pelota en el recreo; sólo porque su nombre provocaba rechazo y burla; era horroroso, era el nombre que los cuentacuentos de la plaza del pueblo le habían puesto a un señor de negro que metía en el saco a los niños que no recogían sus juguetes.

Era sólo una leyenda con la que los padres asustaban y amenazaban a sus hijos para que obedecieran. Pero la leyenda se había apoderado de la realidad. Y el nombre horrible se había apoderado de aquel niño que no tenía la culpa de llamarse así, como su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo. Tanto huía de su nombre ese pobre niño que acabó perdiendo la cabeza. Al renegar de su nombre renegó de sí mismo. Nunca pudo construir su personalidad.

Acabó aislado de su mundo que hubiera querido contribuir a cambiar y emigró a otro lugar donde nadie le reconocía por su nombre, donde podía responder con fingida alegría a la llamada del nombre que los demás tuvieron a bien ponerle. Cada cual le llamaba como quería. El siempre contestaba. Tuvo tres, cuatro, doce, treinta nombres distintos. Y para cada llamada pensaba la misma respuesta: «Soy yo, no soy nadie».

El más rudimentario de los psicólogos le diría a su paciente que no hiciera lo que el niño de la historia. Le aconsejaría que se enorgulleciera de sí mismo, de su pasado, de su ser, de su identidad, de sus sueños, de sus anhelos y de su «esperanza» (sic.). Que desmontara leyendas. Le diría que se creciera en la adversidad y, sobre todo, que creyera en sí mismo. «Sé aquello que quieras ser; merecerá la pena, aunque sea para aprender a sufrir».

Sin embargo, en el caso que nos ocupa, no es un paciente cualquiera el que sufre esta esquizofrenia semántica. Es la derecha la que está sentada en el diván. La que huye del aislamiento social. Su aceptación no pasa sólo por rebautizarse. Eso era antes. A juicio de sus adversarios, el impuesto que ha de pagar tras las derrotas es mucho mayor. Está en las hemerotecas: «La derecha tiene que refundarse cultural e ideológicamente». Es decir, tiene que renunciar a sí misma para sobrevivir.

Además, se la obliga a buscarse apellidos que la ayuden a recuperar el honor y la modernidad. No obstante, muchas veces, este ejercicio es absurdo por reiterativo: derecha moderada, conservadora, liberal… La derecha tiene diversos caminos para tomar e identificarse: el conservadurismo, el moderantismo pactista, el liberalismo, la democracia-cristiana… Todos van a parar al mismo sitio, todos acaban por unirse en una vía ancha, en un único concepto que aglutina a la derecha española: el reformismo, cuya raíz está en el liberalismo que primero se apartó de los exaltados doceañistas y luego del socialismo revolucionario.

El reformismo es propiamente liberal y, en el sentido literal del término, progresista; posteriormente, por diversos avatares históricos, integra otras tendencias hasta mostrarse tal y como hoy lo conocemos. Bajo la bandera del reformismo, proclamada en el XIII Congreso del PP, Aznar obtuvo mayoría absoluta en 2000.

Por eso, resulta una inexactitud interesada decir que en la derecha caben socialdemócratas por el hecho de que haya personas que apuestan por la reducción de desigualdades y la intervención del Estado en la economía. La procedencia ideológica o cultural de quienes apuestan por esta vía no es el socialismo y la lucha de clases sino el cristianismo y la defensa de la igualdad de oportunidades. Y las políticas a seguir no necesariamente han de ser keynesianas.

En este sentido, proclamarse partidario del liberalismo social no deja de ser otra redundancia autoinculpatoria. Casi todo el liberalismo, excepto los libertarian o liberales puros, es matizado y, por tanto, social (lo recoge la Constitución). Podemos considerar que el concepto es un hallazgo estratégico, pero en paridad habría que exigir que se acuñaran los términos socialdemocracia de mercado o socialdemocracia liberal.

Por último, quienes desde la izquierda hablan de la derecha en términos despectivos y la asocian al neoconservadurismo para endosarle un plus de autoritarismo o bien no tienen claro lo que es movimiento neocon o bien utilizan el término como burdo recurso propagandístico, muy practicado últimamente, que consiste en dotar del prefijo neo a toda tendencia política de derecha que consideran despreciable. O sea, han sustituido el insulto «fascista» por el insulto «neocon» o «neoliberal».

Pues bien, en este contexto, la derecha cívica sabe muy bien lo que es y mantiene sus constantes vitales, pero la derecha política no tiene muy claro cómo presentarse en público para no ofender, de tal forma que muestra síntomas de crisis de identidad -aparte de la crisis de liderazgo que genera toda derrota electoral-. De todos modos, para una y para otra, vale el mismo criterio inicial: la derecha debe ser lo que quiera ser, y no lo que la izquierda quiera que sea. Sin embargo, no es tan fácil aplicarse el cuento. Veamos por qué.

En primer lugar, porque ambas derechas, la social y la política, pueden perseguir objetivos distintos (una, defender y construir un determinado modelo de sociedad; otra, el poder institucional), pero las dos se necesitan mutuamente para conseguirlos. El problema es que la derecha política requiere sumar a su vez a parte de lo que no es derecha para lograrlos. En definitiva, el PP tiene que mantener a su electorado y a la vez seducir a parte de la sociedad que le exige un cambio de rumbo, lo cua l, como mínimo, genera un problema de desdoblamiento de personalidad. Por otro lado, una parte de ambas derechas cree que asumiendo el rol que la izquierda le otorga conseguirá por fin el salvoconducto de legitimidad. Ignora u olvida que no es así.

Además, la derecha cívica, y más concretamente y dentro de ella, la derecha intelectual, tiene otro handicap añadido: como su raíz ideológica es liberal, en consecuencia, es profundamente heterogénea y crítica, esto es, hay tantas derechas como individuos con conciencia de libertad e individualidad. Por tanto, ni hace piña, ni es gregaria, ni es dogmática.

En suma, una estrategia consistente en cortejar a la no derecha para sumar apoyos electorales no es errónea porque así se pierdan fieles en el recorrido, sino porque ofrece argumentos a los adversarios para certificar que los principios de la derecha no valen tanto como los de la izquierda. O sea, es la asunción de la derrota en el plano donde primero se libra la batalla política, el de las ideas.

El ejemplo más nítido que conocemos de una derecha noqueada en el combate de las ideas se halla en Estados Unidos. Allí, los efectos del New Deal se extendieron hasta los años 70. Al prestigio económico, los demócratas sumaron el prestigio ético y obturaron las salidas de la derecha con un discurso basado en el pacifismo, la extensión de derechos, el medioambientalismo y el feminismo. Vietnam y Nixon hicieron el resto. Sólo Reagan supo darle la vuelta a la tortilla.

Sin duda, el gran error de la derecha cuando estuvo en el poder fue no muscular una derecha cívica. No dotar a su discurso de elementos sólidos para ganar el debate de las ideas. Y el gran error de la derecha actual es asumir que sólo en una situación de acuciante crisis económica los electores le pedirán socorro.

Unas elecciones siempre determinan el cuadrante donde se va a jugar la eliminatoria siguiente. Es decir, el partido político que pierde abandona parte de su espacio y se desplaza unos grados hacia el espacio del que gana, pues los resultados reflejan un retrato robot de la sociedad. Si las elecciones marcan una tendencia social radiografiada por los programas, la imagen y las formas empleadas por los partidos, se dirá que sólo podrán ganarse los siguientes comicios mediante un previo proceso de adaptación de esos tres elementos a la tendencia definida por los resultados. Sin embargo, esto tiene un riesgo evidente, que el que pierde, si se dedica a perseguir el halo del que gana, se obliga a ceder parte de su esencia y razón de ser.

Tarde o temprano, la natural alternancia pondrá de nuevo el poder en manos de la derecha política, pero quizás para entonces haya sufrido tal metamorfosis que la haga irreconocible para la derecha civil. En ese caso dará igual si gobierna o no, porque aunque así sea, lo hará en el terreno del adversario. Con sus cartas y con sus reglas. Y ofrecerá la cara menos amable y más real de un partido político: la de una organización privada con funciones de carácter público y que se nutre asimismo de recursos públicos para luchar por el poder institucional. La ética instrumental sustituirá a la ética de las convicciones.

Porque una cosa es asumir que, en perspectiva, en frío y, sobre todo, atendiendo a la cuenta de resultados, la técnica empleada por el PP en la oposición no fue acertada, y otra muy distinta abjurar de todos aquellos principios y valores que, por unas razones o por otras, habían empezado a desempolvarse para tejer un decálogo ideológico: la libertad y el imperio de la ley están en el vértice de la pirámide.

Pero hay más: entender que la educación es el principio de todas las cosas y apostar por una educación de calidad que asegure el progreso social y la meritocracia; recuperar la disciplina en las aulas y el esfuerzo personal como valores sociales; creer por encima de todo que sólo bajo el amparo de la nación se protegen la libertad, la igualdad y la solidaridad entre todos los territorios y ciudadanos de España, de una única España, plural y diversa; garantizar la provisión de todos los servicios sociales que la Constitución establezca como universales y gratuitos independientemente de quién los provea, con especial énfasis en la educación y en la integración de los niños inmigrantes; protección de las minorías estructurales sin menoscabo de los derechos del resto; fomentar una sociedad civil densa capaz de articular sus propias demandas sin la intromisión del Estado, de los partidos y de los sindicatos. Desburocratizar la Administración para fomentar la iniciativa privada y dotar a los emprendedores de créditos blandos y ayudas necesarias para que prosperen sus negocios y no extender una cultura del subsidio; incentivos fiscales para que sea la sociedad y no el Estado -a través de la expansión del gasto público- la que dinamice la economía y retomar la idea de que la mejor política social es crear empleo.

Por último, e independientemente de la actitud que adopte la izquierda, es tarea de la derecha fomentar el respeto, la tolerancia y la protección del diferente, del discrepante y del débil, pues ésta es la raíz del verdadero compromiso con la libertad individual.

Fue Rajoy quien, aquel día desapacible en que la multitud entonó el «Libertad sin ira», justo un año antes de las elecciones, se dirigió así a la derecha cívica: «Ahora, volved a vuestras casas y contad a todo el mundo lo que ha pasado aquí, lo que habéis hecho, lo que habéis sentido. Que os vean en pie, con la cabeza alta y fuertes como yunques. Orgullosos de ser españoles que no se resignan». Pues eso. Ni más ni menos, con menos dramatismo que entonces, con unas maneras propias de una legislatura nueva, diferente y una España necesitada de pactos de Estado pero con la misma convicción.

Por todo ello, el PP necesita un congreso-catarsis no para librarse de Rajoy, sino de la confusión semántica, de todas las hipotecas autoimpuestas o adquiridas en virtud del clima de opinión dominante en los últimos años, para superar la derrota y encarar con confianza el futuro. Sólo de la libertad puede emanar libertad. Si se produce un verdadero debate, abierto y constructivo, independientemente del resultado, la derecha cívica le estará esperando para volver a emprender juntos el camino que más cuesta recorrer, el de la oposición.

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