Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 05/05/08):
El atentado de los talibanes en Kabul, durante un desfile al que asistía el presidente Hamid Karzai, y los abordajes y secuestros de un velero francés y un atunero español en el Cuerno de África reflejan el naufragio de Afganistán y Somalia, estados fallidos y devastados por la guerra de clanes, en los que se perpetúa la confusión violenta de un mundo sin ley pero armado hasta los dientes. Mientras el primero está sometido a un protectorado dirigido por la OTAN, en el segundo reinan la hambruna y la más espantosa anarquía desde 1991, cuando el dictador Siyad Barre fue derribado por una coalición de señores de la guerra.
En Kabul, luego de haber atacado el hotel Serena el 15 de enero, los talibanes organizaron un atentado en un estadio, el día de la fiesta nacional (27 de abril), para reafirmar que el ejército afgano, entrenado y pertrechado por EEUU y Europa, pozo sin fondo para miles de millones de euros, ni siquiera es capaz de asegurar la protección del presidente, probablemente porque está infiltrado por los insurgentes y sometido a las luchas de clanes que desgarran al país e impiden su viabilidad.
LAS TENSIONES en Afganistán repercuten en la OTAN, como se apreció en la reciente cumbre de Bucarest. EE UU no solo lamenta las tergiversaciones de varios socios europeos, sino que extiende el radio de acción de sus tropas con la colaboración de Francia, el único país que va a reforzar su contingente en el sur, la región más belicosa, primer paso para la incipiente relación privilegiada franco-norteamericana que se fragua con sendas bases militares en Yibuti, minúsculo país vigía en el golfo de Adén, fronterizo con Somalia.
Las costas de Somalia, como el delta del Níger o el estrecho de Malaca, son una zona propicia para los bucaneros, subproducto de un país sin ley, de cultura islámica, en el que sólo funcionan los teléfonos móviles y el comercio del qat, una droga estimulante muy extendida por África oriental. La situación empeoró incluso cuando el país fue invadido por el ejército de Etiopía (diciembre de 2006) para apoyar a un Gobierno de transición fantasmagórico que cuenta con el respaldo internacional y africano, pero que carece de fuerza y convicción para derrotar a los jefes tribales.
Desde la intervención de la ONU (1992-1995), que terminó con una retirada infamante de los marines norteamericanos, acosados por los señores de la guerra, la sangre no ha dejado de correr. Al igual que en Afganistán, la insurgencia está dirigida por grupos fanatizados, los llamados Tribunales Islámicos, que pretenden imponer la sharia (la ley islámica) con el apoyo de Eritrea (por su antagonismo con Etiopía) y, al menos, de 5.000 yihadistas extranjeros, esa legión itinerante del terrorismo islámico.
EL ORDEN internacional de la seguridad colectiva, encarnado por la ONU, está concebido para regular la convivencia entre estados que respetan unas normas y asumen sus responsabilidades, pero falla estrepitosamente cuando la coerción estatal se evapora o está confiscada por grupos radicales y transnacionales, en ascenso bajo la sombra de Al Qaeda y sus afines. La lucha contra la piratería, respetando el derecho de gentes, resulta una quimera, pues la Convención de Montego Bay (1982) autoriza la persecución de los malhechores pero “a condición de que el asalto se produzca en alta mar”, fuera de las aguas jurisdiccionales.
La modificación del derecho marítimo para permitir la captura de los piratas en caso de flagrante delito en las aguas territoriales de los estados signatarios, en discusión en la ONU, tropezará con las reticencias de algunos países como China y Rusia, reacios a aceptar cualquier sistema que entrañe una limitación de su soberanía. Pero incluso en el caso de que fuera firmada por los estados, su aplicación sería una fuente permanente de controversia y conflicto, como ocurre con la problemática gestión del derecho de injerencia humanitaria.
Francia, con fuerte presencia militar en la zona, envió a sus comandos, capturó a los piratas y recuperó el botín, sin preocuparse por las normas internacionales, y luego obtuvo del Gobierno de transición el permiso para trasladarlos a Francia, donde pretende juzgarlos. España quizá carecía de medios o de voluntad para montar una operación similar, pero conviene recordar que el éxito de la extorsión alimenta la codicia y multiplica los riesgos, mientras que el respeto escrupuloso de la legalidad en un país al margen de la ley conduce a la inoperancia y suscita el sarcasmo.
LA COMUNIDAD internacional no sabe qué hacer para terminar con el azote del terrorismo y asegurar las mínimas estructuras estatales, ahora inexistentes, situación que afecta, sobre todo, a los países de África, dominados por un tribalismo exacerbado que fragiliza el Estado nacional y desborda las fronteras legadas por el colonizador. Ante el dilema dictadura o caos, en la crisis irreversible del orden onusiano, prosperan formas de intervención neocoloniales o resucita el sistema de protectorados inventado por la Sociedad de Naciones.
EEUU y Francia, discretamente, promueven coaliciones militares ad hoc avaladas por la adecuación de la OTAN a un desorden multipolar y azaroso. Los estrategas norteamericanos hablan de la French revolution en la era global, sin reparar en los riesgos de una intervencionismo generalizado frente a un enemigo invisible.
El atentado de los talibanes en Kabul, durante un desfile al que asistía el presidente Hamid Karzai, y los abordajes y secuestros de un velero francés y un atunero español en el Cuerno de África reflejan el naufragio de Afganistán y Somalia, estados fallidos y devastados por la guerra de clanes, en los que se perpetúa la confusión violenta de un mundo sin ley pero armado hasta los dientes. Mientras el primero está sometido a un protectorado dirigido por la OTAN, en el segundo reinan la hambruna y la más espantosa anarquía desde 1991, cuando el dictador Siyad Barre fue derribado por una coalición de señores de la guerra.
En Kabul, luego de haber atacado el hotel Serena el 15 de enero, los talibanes organizaron un atentado en un estadio, el día de la fiesta nacional (27 de abril), para reafirmar que el ejército afgano, entrenado y pertrechado por EEUU y Europa, pozo sin fondo para miles de millones de euros, ni siquiera es capaz de asegurar la protección del presidente, probablemente porque está infiltrado por los insurgentes y sometido a las luchas de clanes que desgarran al país e impiden su viabilidad.
LAS TENSIONES en Afganistán repercuten en la OTAN, como se apreció en la reciente cumbre de Bucarest. EE UU no solo lamenta las tergiversaciones de varios socios europeos, sino que extiende el radio de acción de sus tropas con la colaboración de Francia, el único país que va a reforzar su contingente en el sur, la región más belicosa, primer paso para la incipiente relación privilegiada franco-norteamericana que se fragua con sendas bases militares en Yibuti, minúsculo país vigía en el golfo de Adén, fronterizo con Somalia.
Las costas de Somalia, como el delta del Níger o el estrecho de Malaca, son una zona propicia para los bucaneros, subproducto de un país sin ley, de cultura islámica, en el que sólo funcionan los teléfonos móviles y el comercio del qat, una droga estimulante muy extendida por África oriental. La situación empeoró incluso cuando el país fue invadido por el ejército de Etiopía (diciembre de 2006) para apoyar a un Gobierno de transición fantasmagórico que cuenta con el respaldo internacional y africano, pero que carece de fuerza y convicción para derrotar a los jefes tribales.
Desde la intervención de la ONU (1992-1995), que terminó con una retirada infamante de los marines norteamericanos, acosados por los señores de la guerra, la sangre no ha dejado de correr. Al igual que en Afganistán, la insurgencia está dirigida por grupos fanatizados, los llamados Tribunales Islámicos, que pretenden imponer la sharia (la ley islámica) con el apoyo de Eritrea (por su antagonismo con Etiopía) y, al menos, de 5.000 yihadistas extranjeros, esa legión itinerante del terrorismo islámico.
EL ORDEN internacional de la seguridad colectiva, encarnado por la ONU, está concebido para regular la convivencia entre estados que respetan unas normas y asumen sus responsabilidades, pero falla estrepitosamente cuando la coerción estatal se evapora o está confiscada por grupos radicales y transnacionales, en ascenso bajo la sombra de Al Qaeda y sus afines. La lucha contra la piratería, respetando el derecho de gentes, resulta una quimera, pues la Convención de Montego Bay (1982) autoriza la persecución de los malhechores pero “a condición de que el asalto se produzca en alta mar”, fuera de las aguas jurisdiccionales.
La modificación del derecho marítimo para permitir la captura de los piratas en caso de flagrante delito en las aguas territoriales de los estados signatarios, en discusión en la ONU, tropezará con las reticencias de algunos países como China y Rusia, reacios a aceptar cualquier sistema que entrañe una limitación de su soberanía. Pero incluso en el caso de que fuera firmada por los estados, su aplicación sería una fuente permanente de controversia y conflicto, como ocurre con la problemática gestión del derecho de injerencia humanitaria.
Francia, con fuerte presencia militar en la zona, envió a sus comandos, capturó a los piratas y recuperó el botín, sin preocuparse por las normas internacionales, y luego obtuvo del Gobierno de transición el permiso para trasladarlos a Francia, donde pretende juzgarlos. España quizá carecía de medios o de voluntad para montar una operación similar, pero conviene recordar que el éxito de la extorsión alimenta la codicia y multiplica los riesgos, mientras que el respeto escrupuloso de la legalidad en un país al margen de la ley conduce a la inoperancia y suscita el sarcasmo.
LA COMUNIDAD internacional no sabe qué hacer para terminar con el azote del terrorismo y asegurar las mínimas estructuras estatales, ahora inexistentes, situación que afecta, sobre todo, a los países de África, dominados por un tribalismo exacerbado que fragiliza el Estado nacional y desborda las fronteras legadas por el colonizador. Ante el dilema dictadura o caos, en la crisis irreversible del orden onusiano, prosperan formas de intervención neocoloniales o resucita el sistema de protectorados inventado por la Sociedad de Naciones.
EEUU y Francia, discretamente, promueven coaliciones militares ad hoc avaladas por la adecuación de la OTAN a un desorden multipolar y azaroso. Los estrategas norteamericanos hablan de la French revolution en la era global, sin reparar en los riesgos de una intervencionismo generalizado frente a un enemigo invisible.
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