Por Rosa María Artal, periodista y escritora (EL PAÍS, 24/03/08):
La teoría de la costilla de Adán hizo mucho daño a las mujeres. Es una teoría, nunca demostrada, que se admite por fe -es decir, creer lo que no se ve- y se opone a la ciencia por definición. La investigación la ha convertido en un cuento infantil con aviesas intenciones. Porque ha sustentado un modelo de vida. La supuesta debilidad de la mujer había sido la primera e inmisericorde excusa, derruida ya en un mundo que gira, tiembla, cae y se levanta con que un sólo dedo pulse un botón.
Cuesta levantar la inmensa mole, sin embargo. Llueven siglos y el modelo imperante para ejercer la capacidad de decisión sigue siendo masculino. Los hombres pueblan consejos de administración y foros de influencia. La mujer triunfadora copia su papel y sus reglas, aunque algo está cambiando. En estas circunstancias -y con la colaboración de muchas mujeres que refuerzan el patrón con comportamientos de matriarcado-, no es extraño que algunos hombres se crean obligados a defender “lo que es suyo por derecho”, juzgando, condenando y ejecutando a la transgresora. Faltan medios y la Ley Integral contra la Violencia de Género tiene lagunas, la justicia a veces se quita la venda del ojo derecho, pero nada se arreglará sin un cambio de mentalidad. En torno a 85.000 mujeres se encuentran bajo protección judicial tras presentar denuncia por malos tratos. Harían falta 255.000 policías para cubrir los tres turnos de vigilancia con una cierta garantía. Y, aún así, no se suprimiría completamente la posibilidad, porque matar es fácil.
El problema está en el fondo, y hay que cambiar los esquemas. En el colegio, en casa, en la sociedad que a veces presta un tácito apoyo “comprendiendo” estas situaciones, en las doctrinas morales que, sin sonrojo, califican a los malos tratos como “fruto amargo de la revolución sexual”. Así lo hicieron los obispos españoles.
La educación es clave porque aún sigue siendo el escollo. Habría que aclarar en los libros de texto que las mujeres han sido en la Historia algo más que Reinas. Los colegios que separan a niños y niñas asisten a un sordo auge. Argumentan que cerebros, maduración y actitud son distintos en uno y otro sexo. Cierto. No existe la uniformidad. Pero dejemos que unos y otras asuman sus hormonas porque el premio no tiene precio: conocerse, saber que la niña que alborota las entrañas, ríe, llora, se empeña y se preocupa… como él.
Con todo, la razón fundamental de la desigualdad se centra en la capacidad de la mujer para gestar una vida. Se puede materializar o no, pero existe la “amenaza”. Supuesto germen de fragilidad, nido eterno, condicionará su vida. Ese vientre -que se abulta durante nueve meses y que algunas veces, a algunas mujeres, les saca del trabajo- es un obstáculo especialmente para el desarrollo económico. Y, lo que es peor, hace reaccionar a la mujer con sentimiento de culpa porque obstruye ganancias propias y ajenas.
¿Es la maternidad una variable económica? Entonces ¡con todas las consecuencias! Joaquín Díaz Recasens, jefe de Ginecología de la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, me descubrió en una entrevista el mayor contrasentido: “En un liberalismo más amplio se pagaría mucho por conseguir una mujer que te diera un hijo. ¿Por qué no se valora? Eso debiera entrar en el mercado como cualquier otro valor. Alguien tendría que comprar ese producto maravilloso: es la perpetuación de la especie”.
La pareja es cosa de dos y la familia de todos sus integrantes. Sin embargo, para los hombres el hogar compone una red de afecto acondicionada a sus necesidades básicas, pero ¿tiene reposo la guerrera? La soledad y renunciar al privilegio y el gozo de tener hijos suele ser el precio, si se quiere hacer carrera. En el civilizado norte de Europa, el hombre comparte las tareas del hogar en el que vive y cuida de los hijos de los que es padre. En España, aún habiendo progresado en ese terreno, casi el 70% no realiza ninguna tarea doméstica. Pero allí también hay violencia machista. Menos que en España, a pesar de la leyenda que sitúa a Suecia a la cabeza mundial del maltrato a la mujer. Y está en retroceso. Sucede que cada agresión se denuncia. Aquí, comienza a hacerse. En los países menos desarrollados, ni se plantean el maltrato como tal. Algunas culturas “tienen prohibido pegar a la mujer durante el embarazo, pero no después de parir, y hemos tenido que intervenir en el propio hospital”, explica Díaz Recasens. La primacía masculina arrastra un largo recorrido. El poder, como losa.
Cambiemos la mentalidad desde la infancia. Con todos los medios. Hagámoslo hombres y mujeres, juntos. Sólo los maltratadores son el enemigo. Si se lucha por establecer una relación equilibrada de dos seres libres, los años terminan por madurar una nueva tesis feminista. La que esbozó la poeta nicaragüense Gioconda Belli: “No puedo cantar a la liberación femenina, si no te canto y te invito a descubrir liberaciones conmigo”. En todos los ámbitos de nuestra vida, la diferencia -que no desigualdad- suma. Un todo sublime que puede derribar barreras infranqueables. Ningún interés sesgado debe, al menos, interponerse entre nosotros.
La teoría de la costilla de Adán hizo mucho daño a las mujeres. Es una teoría, nunca demostrada, que se admite por fe -es decir, creer lo que no se ve- y se opone a la ciencia por definición. La investigación la ha convertido en un cuento infantil con aviesas intenciones. Porque ha sustentado un modelo de vida. La supuesta debilidad de la mujer había sido la primera e inmisericorde excusa, derruida ya en un mundo que gira, tiembla, cae y se levanta con que un sólo dedo pulse un botón.
Cuesta levantar la inmensa mole, sin embargo. Llueven siglos y el modelo imperante para ejercer la capacidad de decisión sigue siendo masculino. Los hombres pueblan consejos de administración y foros de influencia. La mujer triunfadora copia su papel y sus reglas, aunque algo está cambiando. En estas circunstancias -y con la colaboración de muchas mujeres que refuerzan el patrón con comportamientos de matriarcado-, no es extraño que algunos hombres se crean obligados a defender “lo que es suyo por derecho”, juzgando, condenando y ejecutando a la transgresora. Faltan medios y la Ley Integral contra la Violencia de Género tiene lagunas, la justicia a veces se quita la venda del ojo derecho, pero nada se arreglará sin un cambio de mentalidad. En torno a 85.000 mujeres se encuentran bajo protección judicial tras presentar denuncia por malos tratos. Harían falta 255.000 policías para cubrir los tres turnos de vigilancia con una cierta garantía. Y, aún así, no se suprimiría completamente la posibilidad, porque matar es fácil.
El problema está en el fondo, y hay que cambiar los esquemas. En el colegio, en casa, en la sociedad que a veces presta un tácito apoyo “comprendiendo” estas situaciones, en las doctrinas morales que, sin sonrojo, califican a los malos tratos como “fruto amargo de la revolución sexual”. Así lo hicieron los obispos españoles.
La educación es clave porque aún sigue siendo el escollo. Habría que aclarar en los libros de texto que las mujeres han sido en la Historia algo más que Reinas. Los colegios que separan a niños y niñas asisten a un sordo auge. Argumentan que cerebros, maduración y actitud son distintos en uno y otro sexo. Cierto. No existe la uniformidad. Pero dejemos que unos y otras asuman sus hormonas porque el premio no tiene precio: conocerse, saber que la niña que alborota las entrañas, ríe, llora, se empeña y se preocupa… como él.
Con todo, la razón fundamental de la desigualdad se centra en la capacidad de la mujer para gestar una vida. Se puede materializar o no, pero existe la “amenaza”. Supuesto germen de fragilidad, nido eterno, condicionará su vida. Ese vientre -que se abulta durante nueve meses y que algunas veces, a algunas mujeres, les saca del trabajo- es un obstáculo especialmente para el desarrollo económico. Y, lo que es peor, hace reaccionar a la mujer con sentimiento de culpa porque obstruye ganancias propias y ajenas.
¿Es la maternidad una variable económica? Entonces ¡con todas las consecuencias! Joaquín Díaz Recasens, jefe de Ginecología de la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, me descubrió en una entrevista el mayor contrasentido: “En un liberalismo más amplio se pagaría mucho por conseguir una mujer que te diera un hijo. ¿Por qué no se valora? Eso debiera entrar en el mercado como cualquier otro valor. Alguien tendría que comprar ese producto maravilloso: es la perpetuación de la especie”.
La pareja es cosa de dos y la familia de todos sus integrantes. Sin embargo, para los hombres el hogar compone una red de afecto acondicionada a sus necesidades básicas, pero ¿tiene reposo la guerrera? La soledad y renunciar al privilegio y el gozo de tener hijos suele ser el precio, si se quiere hacer carrera. En el civilizado norte de Europa, el hombre comparte las tareas del hogar en el que vive y cuida de los hijos de los que es padre. En España, aún habiendo progresado en ese terreno, casi el 70% no realiza ninguna tarea doméstica. Pero allí también hay violencia machista. Menos que en España, a pesar de la leyenda que sitúa a Suecia a la cabeza mundial del maltrato a la mujer. Y está en retroceso. Sucede que cada agresión se denuncia. Aquí, comienza a hacerse. En los países menos desarrollados, ni se plantean el maltrato como tal. Algunas culturas “tienen prohibido pegar a la mujer durante el embarazo, pero no después de parir, y hemos tenido que intervenir en el propio hospital”, explica Díaz Recasens. La primacía masculina arrastra un largo recorrido. El poder, como losa.
Cambiemos la mentalidad desde la infancia. Con todos los medios. Hagámoslo hombres y mujeres, juntos. Sólo los maltratadores son el enemigo. Si se lucha por establecer una relación equilibrada de dos seres libres, los años terminan por madurar una nueva tesis feminista. La que esbozó la poeta nicaragüense Gioconda Belli: “No puedo cantar a la liberación femenina, si no te canto y te invito a descubrir liberaciones conmigo”. En todos los ámbitos de nuestra vida, la diferencia -que no desigualdad- suma. Un todo sublime que puede derribar barreras infranqueables. Ningún interés sesgado debe, al menos, interponerse entre nosotros.
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