Por Parag Khanna, director de The Global Governance Initiative e investigador de la New America Foundation. Este texto es un extracto del libro El segundo mundo: imperios e influencia en el nuevo orden global (Randomn -House), que aparecerá publicado la semana que viene (EL MUNDO / THE GUARDIAN, 27/03/08):
Es difícil encontrar un occidental que intuitivamente no apoye la idea de un Tíbet libre. Ahora bien, ¿acaso los norteamericanos dejarían que se les separaran Texas o California? En el caso de China, el juego de altos vuelos que se trajeron ingleses y rusos por el control del Asia central no concluyó ayuno de consecuencias ni de resultados, cosa que no puede decirse de Rusia o Gran Bretaña. De hecho, la gran ganadora de ese juego fue China.
Los acuerdos sobre fronteras de 1895 y 1907 dejaron en manos de Rusia el macizo de Pamir y establecieron el Pasillo de Vaján, la estrecha franja oriental de Afganistán fronteriza con China, para que hiciera de parachoques con Gran Bretaña. Sin embargo, en lugar de ceder a los rusos el Turkestán oriental (el Uigurstán), los británicos financiaron la recuperación del territorio por China, que lo integró en su seno con el nombre de Xinjiang (que literalmente significa Nuevos Dominios). Mientras que el Turkestán occidental fue dividido en las impenetrables stán soviéticas (las cinco repúblicas federadas de la URSS: Kazajstán, Kirguizistán, Uzbekistán, Tajikistán y Turkmenistán), China reafirmó su hegemonía tradicional sobre Xinjiang y el Tíbet, que en la actualidad constituyen sus dos provincias más extensas (y las menos estables; Pekín ha acusado ahora al Dalai Lama de confabularse con los uigures separatistas de confesión musulmana en Xinjiang). Sin embargo, el país sería sin ellos como Estados Unidos sin el territorio que hay al oeste de las Rocosas, un país al que se le negarían su majestad y su condición imperiales.
Todo mochilero que haya visitado el Tíbet y Xinjiang durante la pasada década sabrá que el imperio chino es absolutamente real: el negocio redondo de las regiones occidentales de China forma parte, sin duda alguna, del destino manifiesto de China. Con el final de la guerra civil en 1949, China volcó de manera inmediata todos sus esfuerzos en sobreponerse a «la tiranía del terreno» y en dominar las extensiones interminables de montañas y desiertos con los objetivos de explotar sus enormes recursos naturales, para lo que fundó colonias penitenciarias y bases militares, y de ampliar el Lebensraum o espacio vital de su población, que crecía en progresión geométrica.
Tanto el Tíbet como Xinjiang tienen la desgracia de poseer los recursos que China quiere y de interponerse en el camino que lleva a los recursos que China necesita: el Tíbet dispone de inmensas cantidades de árboles madereros, uranio y oro, y los dos territorios constituyen la puerta geográfica por la que China canaliza su flujo comercial hacia el exterior (y accede a la energía que llega al interior), con Kazajstán, Kirguizistán, Tajikistán, Afganistán y Pakistán.
Décadas de esfuerzos del ejército y de auténticas multitudes de trabajadores han abierto el camino a una hegemonía china que nadie osa cuestionar. El tren de las alturas que une Shanghai y Lhasa, que entró en servicio en el año 2006, no representa el punto de partida de la hegemonía china, sino su culminación.
El Tíbet y Xinjiang constituyen en la actualidad el marco idóneo para el nacimiento de un imperio multiétnico con una serie de características que a lo que más recuerdan es a la expansión de las fronteras norteamericanas hace ahora cerca de dos siglos. Los chinos están convencidos de su misión civilizadora tanto como lo estaban los colonos norteamericanos: ellos son los que traen el desarrollo y la modernidad. A los tibetanos, asiáticos y budistas, y a los uigures, turcomanos y musulmanes, los están arrancando del tercer mundo a marchas forzadas, les guste o no.
Ahora tienen carreteras, líneas de teléfono, hospitales y puestos de trabajo. Las matrículas escolares están bajando de precio o se han suprimido con el fin de promover la educación básica y la asimilación a China, la sinización. A diferencia de aquellos europeos que pretenden definir la Unión Europea como un club cristiano, los chinos no tienen inhibiciones a la hora de anexionarse territorios musulmanes. La nueva mitología del nacionalismo chino está basada no en ahogar a las minorías sino en garantizarles una condición común dentro de un estado paternalista: a uigures y tibetanos, aunque no sean han (chinos auténticos, por el nombre de la dinastía Han, reinante del 206 a. de J.C. al 220 d. de. J.C.), se les dice que son chinos.
«La Unión Soviética se hundió porque experimentaron prematuramente con la glasnost (transparencia) antes de haber conseguido la unidad entre los pueblos», explica en Shanghai un intelectual chino dedicado al estudio de Asia central. Los grandes imperios se mantienen mediante una combinación de fuerza y normas legales; como ilustran los sucesos de las últimas semanas, China está firmemente decidida a no variar de postura.
Hasta en los rincones más remotos del Tíbet existen pequeñas bases que albergan unidades del Ejército Popular de Liberación, con soldados que practican dos veces al día artes marciales en las plazas públicas, con frecuencia, justo al lado de antiguos stupa (monumentos funerarios) budistas, lo que resulta amenazador. Suele darse el caso de que zonas de jungla inaccesible, declaradas espacios protegidos por razones medioambientales, sean en realidad campamentos militares. Los rótulos en los que se lee un desafiante Tibet power (poder tibetano, en traducción literal) se refieren exclusivamente a la empresa china de electricidad de ese nombre (power significa también energía o electricidad).
China ha bombeado miles de millones de dólares en desarrollo con la esperanza de granjearse la buena voluntad de los apenas tres millones de tibetanos. En Lhasa, barrios de casas de piedra prácticamente en ruina han sido reemplazados por viviendas sólidas construidas a lo largo de las vías públicas que conectan la ciudad con la nueva estación de ferrocarril. La consecuencia de la modernidad china, sin embargo, es que una ciudad que tiempo atrás simbolizó la autenticidad cultural ha pasado a ser simplemente un lugar remoto en el que todavía hay más yaks que personas.
Una recompensa aún mayor que el Tíbet es el mucho más extenso y más poblado territorio de Xinjiang, con sus yacimientos de petróleo, sus desiertos y sus montañas. La absorción demográfica ha sido descrita como «segregacionismo con características chinas». Los musulmanes de Xinjiang han sido siempre levantiscos e incluso por un breve periodo de tiempo, al final de la guerra civil, proclamaron un Turkestán oriental independiente. Sin embargo, con la campaña Desarrollar el oeste, llevada a cabo en los años 50, comenzó la masiva repoblación han y, durante la revolución cultural, Xinjiang quedó sellada a cal y canto para proceder a una matanza generalizada, con destrucción de la mezquita y quema del Corán. Los violentos enfrentamientos que tuvieron lugar en en 1996 Urumqi, la capital de Xinjiang, demostraron que ninguna cultura islámica, aún pacífica, tenía posibilidades de salir adelante en una situación controlada por los chinos. China paralizó la reconstrucción de la mezquita y lanzó la campaña Dales duro, durante la cual metió en la cárcel y ejecutó a centenares de presuntos separatistas. Aún hoy día pueden verse los resultados del plan que Mao y Deng pusieron en marcha pero que no se llegó a completar: una línea de ferrocarril y una carretera para transportar carbón, emigrantes y mercancías a lo largo del desierto de Taklamakan, lo que facilitaba la hanificación de una provincia en la que los uigures no representan en la actualidad más que la mitad de la población.
La aniquilación de la población local, de su historia y de su arquitectura, así como su sustitución por brillantes rascacielos, que rinden homenaje al moderno capitalismo chino, ha convertido Urumqi en la Shanghai de la Ruta de la Seda a su paso por el norte. Una autopista de seis carriles atraviesa la ciudad y la mayoría han llena de gasolina los depósitos de sus flamantes coches japoneses en las enormes gasolineras de Sinopec y PetroChina. Urumqi bulle de comerciantes de Rusia y Pakistán y de todas las stán que hay por medio, que acuden a comprar productos chinos baratos para revenderlos en sus lugares de origen sacándoles un beneficio. Los uigures son en la actualidad una minoría marginada dentro de la ciudad. Los turistas chinos abarrotan las escasas atracciones naturales accesibles y han hecho que el Lago Celestial, de aguas de color esmeralda, haya dejado de ser celestial.
No deja de resultar irónico que la sensación prácticamente absoluta de seguridad que China tiene en relación con estas dos provincias constituya la mayor esperanza de cara a una glasnost china: China ya no percibe que haya la menor resistencia a su hegemonía por lo que algún día podría aflojarse ese control. Los tibetanos, tan entregados a las cuestiones del espíritu, llevan muchísimo tiempo mirando al sur, a Nepal y a la India, en busca de un apuntalamiento de su cultura y, ya en el siglo XVIII, Tíbet disfrutaba de una autonomía funcional con permiso de China, un modelo cuya recuperación ha propuesto el actual Dalai Lama. Una vez que el jefe espiritual budista haya abandonado la escena, es posible que China sienta una menor inquietud por los intercambios culturales entre budistas y que incluso restablezca el papel que tuvo el Tíbet como zona de paso de la Ruta de la Seda cuando se esculpieron las Cuevas de los Mil Budas en Dunhuang, hace más de 1.000 años.
Los tibetanos y los uigures irán ganando con el tiempo una mayor prosperidad que sus vecinos mongoles, kirguizos, tajikos, afganos, paquistaníes, indios y nepalíes, todo lo cual proporcionará posiblemente a los chinos una base para la reivindicación de su hegemonía no belicosa en otras partes de Asia. Sin embargo, China conseguirá esta hegemonía antes de lo que dice.
********************
It is difficult to find a westerner who does not intuitively support the idea of a free Tibet. But would Americans ever let go of Texas or California? For China, the Anglo-Russian great game for control of central Asia was neither inconclusive nor fruitless, something that cannot be said for Russia or Britain. Indeed, China was the big winner.
Boundary agreements in 1895 and 1907 gave Russia the Pamir mountains and established the Wakhan Corridor - the slender eastern tongue of Afghanistan that borders China - as a buffer to Britain. But rather than cede East Turkestan (Uighurstan) to the Russians, the British financed China’s recapture of the territory, which it organised into Xinjiang (which means “New Dominions”). While West Turkestan was splintered into the hermetic Soviet Stans, China reasserted its traditional dominance over Xinjiang and Tibet, today its largest - and least stable - provinces. (Beijing has now accused the Dalai Lama of colluding with Muslim Uighur separatists in Xinjiang.) But without them, the country would be like America without all territory west of the Rockies: denied its continental majesty and status.
Every backpacker who has visited Tibet and Xinjiang in the past decade knows that the Chinese empire is painfully real: the western region’s going concern is undoubtedly Chinese Manifest Destiny. With the end of the civil war in 1949, China endeavoured immediately to overcome the “tyranny of terrain” and tame the interminable mountain and desert landscapes with the aim of exploiting vast natural assets, establishing penal colonies and military bases, and expand the Lebensraum for its exploding population.
Both Tibet and Xinjiang have the misfortune of possessing resources China wants and of being situated on the path to resources China needs: Tibet has vast amounts of timber, uranium and gold, and the two territories constitute China’s geographic gateway for trade flow outward - and energy flow inward - with Kazakhstan, Kyrgyzstan, Tajikistan, Afghanistan and Pakistan.
Decades of labour by the army and swarms of workers have paved the way for unchallenged Chinese dominance. The high-altitude train linking Shanghai and Lhasa that began service in 2006 represents not the beginning of Chinese hegemony, but its culmination.
Tibet and Xinjiang today set the stage for the birth of a multi-ethnic empire in ways that resemble nothing so much as America’s frontier expansion nearly two centuries ago. Chinese think about their mission civilatrice much as American settlers did: they are bringing development and modernity. Asiatic, Buddhist Tibetans and Turkic, Muslim Uighurs are being lifted out of the third world - whether they like it or not.
They are getting roads, telephone lines, hospitals and jobs. School fees are being reduced or abolished to promote basic education and Chineseness. Unlike those Europeans who seek to define the EU as a Christian club, there are no Chinese inhibitions about incorporating Muslim territories. The new mythology of Chinese nationalism is based not on expunging minorities but granting them a common status in the paternalistic state: Uighurs and Tibetans, though not Han, are told they are Chinese.
“The Soviet Union collapsed because they experimented with glasnost prematurely, before the achieved unity among the peoples,” explains a Chinese intellectual in Shanghai who studies central Asia. Large empires are maintained through a combination of force and law; and as recent weeks illustrate, China is determined not to waver.
In even the remotest corners of Tibet, small bases house platoons of the People’s Liberation Army, with soldiers menacingly practising martial arts twice daily in public squares, often right next to ancient Buddhist stupas. Inaccessible jungle areas designated environmentally protected zones are often actually military encampments. Signs trumpeting “Tibet power” refer strictly to the Chinese electricity company.
China has pumped in billions of development dollars, hoping to generate goodwill among the scarcely 3 million Tibetans. In Lhasa, crumbling stone quarters have been replaced with sturdy homes built along thoroughfares connecting the city to the new railway station. The consequence of Chinese modernity, however, is that a city that once symbolised cultural authenticity has become merely a gateway to the remote plateaus where wild yak still outnumber people.
An even greater prize than Tibet is the far larger and more populous Xinjiang, with its oil deposits, deserts and mountains. Its demographic dilution has been dubbed “apartheid with Chinese characteristics”. Xinjiang’s Muslims have always been unruly, even briefly securing an independent East Turkestan at the end of the civil war. But massive Han resettlement began with the “Develop the west” campaign of the 1950s, and in the cultural revolution Xinjiang was sealed off for a massive pogrom of mosque destruction and Qur’an burning. Violent clashes in Urumqi, Xinjiang’s capital, in 1996 proved that no peaceful Islamic culture would prevail in a Chinese-dominated environment. China suspended all mosque reconstruction and launched a “Strike Hard” campaign, imprisoning and executing hundreds of suspected separatists. Today one can see the results of a programme Mao and Deng began, but never completed: a railway and highway transporting coal, migrants and goods across the Taklamakan desert, facilitating the Hanification of a province where Uighurs now make up only half the population.
The annihilation of local people, history and architecture, and their replacement with shiny skyscrapers paying tribute to modern Chinese capitalism, make Urumqi the Shanghai of the northern Silk Road. A six-lane freeway runs through the city, and the Han majority fill up spiffy Japanese cars at the large Sinopec and PetroChina petrol stations. Urumqui buzzes with traders from Russia to Pakistan and all Stans in between, who buy cheap Chinese goods to be sold back home at a profit. Uighurs are now a marginalised minority in the city. Chinese tourists crowd the few accessible natural attractions, making the emerald-coloured Heavenly Lake no longer very heavenly.
Ironically, China’s near absolute sense of security over both provinces is the greatest hope for a Chinese glasnost: China no longer faces any meaningful resistance to its rule and so some day may lighten up. Spiritual Tibetans have long looked south to Nepal and India for their cultural underpinnings, and in the 18th century Tibet was allowed a functional autonomy from China, a model the current Dalai Lama has proposed. Once he passes the scene, China might be less anxious about cultural exchange between Buddhists, further restoring Tibet’s role as the Silk Road passage it was when Dunhuang’s Caves of the Thousand Buddhas were carved, more than a millennium ago.
Tibetans and Uighurs will gradually become more prosperous than their neighbouring Mongols, Kyrgyz, Tajiks, Afghans, Pakistanis, Indians, and Nepalis - and this may provide a basis for Chinese claims of a benevolent hegemony elsewhere in Asia. But China will achieve that dominance before it talks about it.
Es difícil encontrar un occidental que intuitivamente no apoye la idea de un Tíbet libre. Ahora bien, ¿acaso los norteamericanos dejarían que se les separaran Texas o California? En el caso de China, el juego de altos vuelos que se trajeron ingleses y rusos por el control del Asia central no concluyó ayuno de consecuencias ni de resultados, cosa que no puede decirse de Rusia o Gran Bretaña. De hecho, la gran ganadora de ese juego fue China.
Los acuerdos sobre fronteras de 1895 y 1907 dejaron en manos de Rusia el macizo de Pamir y establecieron el Pasillo de Vaján, la estrecha franja oriental de Afganistán fronteriza con China, para que hiciera de parachoques con Gran Bretaña. Sin embargo, en lugar de ceder a los rusos el Turkestán oriental (el Uigurstán), los británicos financiaron la recuperación del territorio por China, que lo integró en su seno con el nombre de Xinjiang (que literalmente significa Nuevos Dominios). Mientras que el Turkestán occidental fue dividido en las impenetrables stán soviéticas (las cinco repúblicas federadas de la URSS: Kazajstán, Kirguizistán, Uzbekistán, Tajikistán y Turkmenistán), China reafirmó su hegemonía tradicional sobre Xinjiang y el Tíbet, que en la actualidad constituyen sus dos provincias más extensas (y las menos estables; Pekín ha acusado ahora al Dalai Lama de confabularse con los uigures separatistas de confesión musulmana en Xinjiang). Sin embargo, el país sería sin ellos como Estados Unidos sin el territorio que hay al oeste de las Rocosas, un país al que se le negarían su majestad y su condición imperiales.
Todo mochilero que haya visitado el Tíbet y Xinjiang durante la pasada década sabrá que el imperio chino es absolutamente real: el negocio redondo de las regiones occidentales de China forma parte, sin duda alguna, del destino manifiesto de China. Con el final de la guerra civil en 1949, China volcó de manera inmediata todos sus esfuerzos en sobreponerse a «la tiranía del terreno» y en dominar las extensiones interminables de montañas y desiertos con los objetivos de explotar sus enormes recursos naturales, para lo que fundó colonias penitenciarias y bases militares, y de ampliar el Lebensraum o espacio vital de su población, que crecía en progresión geométrica.
Tanto el Tíbet como Xinjiang tienen la desgracia de poseer los recursos que China quiere y de interponerse en el camino que lleva a los recursos que China necesita: el Tíbet dispone de inmensas cantidades de árboles madereros, uranio y oro, y los dos territorios constituyen la puerta geográfica por la que China canaliza su flujo comercial hacia el exterior (y accede a la energía que llega al interior), con Kazajstán, Kirguizistán, Tajikistán, Afganistán y Pakistán.
Décadas de esfuerzos del ejército y de auténticas multitudes de trabajadores han abierto el camino a una hegemonía china que nadie osa cuestionar. El tren de las alturas que une Shanghai y Lhasa, que entró en servicio en el año 2006, no representa el punto de partida de la hegemonía china, sino su culminación.
El Tíbet y Xinjiang constituyen en la actualidad el marco idóneo para el nacimiento de un imperio multiétnico con una serie de características que a lo que más recuerdan es a la expansión de las fronteras norteamericanas hace ahora cerca de dos siglos. Los chinos están convencidos de su misión civilizadora tanto como lo estaban los colonos norteamericanos: ellos son los que traen el desarrollo y la modernidad. A los tibetanos, asiáticos y budistas, y a los uigures, turcomanos y musulmanes, los están arrancando del tercer mundo a marchas forzadas, les guste o no.
Ahora tienen carreteras, líneas de teléfono, hospitales y puestos de trabajo. Las matrículas escolares están bajando de precio o se han suprimido con el fin de promover la educación básica y la asimilación a China, la sinización. A diferencia de aquellos europeos que pretenden definir la Unión Europea como un club cristiano, los chinos no tienen inhibiciones a la hora de anexionarse territorios musulmanes. La nueva mitología del nacionalismo chino está basada no en ahogar a las minorías sino en garantizarles una condición común dentro de un estado paternalista: a uigures y tibetanos, aunque no sean han (chinos auténticos, por el nombre de la dinastía Han, reinante del 206 a. de J.C. al 220 d. de. J.C.), se les dice que son chinos.
«La Unión Soviética se hundió porque experimentaron prematuramente con la glasnost (transparencia) antes de haber conseguido la unidad entre los pueblos», explica en Shanghai un intelectual chino dedicado al estudio de Asia central. Los grandes imperios se mantienen mediante una combinación de fuerza y normas legales; como ilustran los sucesos de las últimas semanas, China está firmemente decidida a no variar de postura.
Hasta en los rincones más remotos del Tíbet existen pequeñas bases que albergan unidades del Ejército Popular de Liberación, con soldados que practican dos veces al día artes marciales en las plazas públicas, con frecuencia, justo al lado de antiguos stupa (monumentos funerarios) budistas, lo que resulta amenazador. Suele darse el caso de que zonas de jungla inaccesible, declaradas espacios protegidos por razones medioambientales, sean en realidad campamentos militares. Los rótulos en los que se lee un desafiante Tibet power (poder tibetano, en traducción literal) se refieren exclusivamente a la empresa china de electricidad de ese nombre (power significa también energía o electricidad).
China ha bombeado miles de millones de dólares en desarrollo con la esperanza de granjearse la buena voluntad de los apenas tres millones de tibetanos. En Lhasa, barrios de casas de piedra prácticamente en ruina han sido reemplazados por viviendas sólidas construidas a lo largo de las vías públicas que conectan la ciudad con la nueva estación de ferrocarril. La consecuencia de la modernidad china, sin embargo, es que una ciudad que tiempo atrás simbolizó la autenticidad cultural ha pasado a ser simplemente un lugar remoto en el que todavía hay más yaks que personas.
Una recompensa aún mayor que el Tíbet es el mucho más extenso y más poblado territorio de Xinjiang, con sus yacimientos de petróleo, sus desiertos y sus montañas. La absorción demográfica ha sido descrita como «segregacionismo con características chinas». Los musulmanes de Xinjiang han sido siempre levantiscos e incluso por un breve periodo de tiempo, al final de la guerra civil, proclamaron un Turkestán oriental independiente. Sin embargo, con la campaña Desarrollar el oeste, llevada a cabo en los años 50, comenzó la masiva repoblación han y, durante la revolución cultural, Xinjiang quedó sellada a cal y canto para proceder a una matanza generalizada, con destrucción de la mezquita y quema del Corán. Los violentos enfrentamientos que tuvieron lugar en en 1996 Urumqi, la capital de Xinjiang, demostraron que ninguna cultura islámica, aún pacífica, tenía posibilidades de salir adelante en una situación controlada por los chinos. China paralizó la reconstrucción de la mezquita y lanzó la campaña Dales duro, durante la cual metió en la cárcel y ejecutó a centenares de presuntos separatistas. Aún hoy día pueden verse los resultados del plan que Mao y Deng pusieron en marcha pero que no se llegó a completar: una línea de ferrocarril y una carretera para transportar carbón, emigrantes y mercancías a lo largo del desierto de Taklamakan, lo que facilitaba la hanificación de una provincia en la que los uigures no representan en la actualidad más que la mitad de la población.
La aniquilación de la población local, de su historia y de su arquitectura, así como su sustitución por brillantes rascacielos, que rinden homenaje al moderno capitalismo chino, ha convertido Urumqi en la Shanghai de la Ruta de la Seda a su paso por el norte. Una autopista de seis carriles atraviesa la ciudad y la mayoría han llena de gasolina los depósitos de sus flamantes coches japoneses en las enormes gasolineras de Sinopec y PetroChina. Urumqi bulle de comerciantes de Rusia y Pakistán y de todas las stán que hay por medio, que acuden a comprar productos chinos baratos para revenderlos en sus lugares de origen sacándoles un beneficio. Los uigures son en la actualidad una minoría marginada dentro de la ciudad. Los turistas chinos abarrotan las escasas atracciones naturales accesibles y han hecho que el Lago Celestial, de aguas de color esmeralda, haya dejado de ser celestial.
No deja de resultar irónico que la sensación prácticamente absoluta de seguridad que China tiene en relación con estas dos provincias constituya la mayor esperanza de cara a una glasnost china: China ya no percibe que haya la menor resistencia a su hegemonía por lo que algún día podría aflojarse ese control. Los tibetanos, tan entregados a las cuestiones del espíritu, llevan muchísimo tiempo mirando al sur, a Nepal y a la India, en busca de un apuntalamiento de su cultura y, ya en el siglo XVIII, Tíbet disfrutaba de una autonomía funcional con permiso de China, un modelo cuya recuperación ha propuesto el actual Dalai Lama. Una vez que el jefe espiritual budista haya abandonado la escena, es posible que China sienta una menor inquietud por los intercambios culturales entre budistas y que incluso restablezca el papel que tuvo el Tíbet como zona de paso de la Ruta de la Seda cuando se esculpieron las Cuevas de los Mil Budas en Dunhuang, hace más de 1.000 años.
Los tibetanos y los uigures irán ganando con el tiempo una mayor prosperidad que sus vecinos mongoles, kirguizos, tajikos, afganos, paquistaníes, indios y nepalíes, todo lo cual proporcionará posiblemente a los chinos una base para la reivindicación de su hegemonía no belicosa en otras partes de Asia. Sin embargo, China conseguirá esta hegemonía antes de lo que dice.
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It is difficult to find a westerner who does not intuitively support the idea of a free Tibet. But would Americans ever let go of Texas or California? For China, the Anglo-Russian great game for control of central Asia was neither inconclusive nor fruitless, something that cannot be said for Russia or Britain. Indeed, China was the big winner.
Boundary agreements in 1895 and 1907 gave Russia the Pamir mountains and established the Wakhan Corridor - the slender eastern tongue of Afghanistan that borders China - as a buffer to Britain. But rather than cede East Turkestan (Uighurstan) to the Russians, the British financed China’s recapture of the territory, which it organised into Xinjiang (which means “New Dominions”). While West Turkestan was splintered into the hermetic Soviet Stans, China reasserted its traditional dominance over Xinjiang and Tibet, today its largest - and least stable - provinces. (Beijing has now accused the Dalai Lama of colluding with Muslim Uighur separatists in Xinjiang.) But without them, the country would be like America without all territory west of the Rockies: denied its continental majesty and status.
Every backpacker who has visited Tibet and Xinjiang in the past decade knows that the Chinese empire is painfully real: the western region’s going concern is undoubtedly Chinese Manifest Destiny. With the end of the civil war in 1949, China endeavoured immediately to overcome the “tyranny of terrain” and tame the interminable mountain and desert landscapes with the aim of exploiting vast natural assets, establishing penal colonies and military bases, and expand the Lebensraum for its exploding population.
Both Tibet and Xinjiang have the misfortune of possessing resources China wants and of being situated on the path to resources China needs: Tibet has vast amounts of timber, uranium and gold, and the two territories constitute China’s geographic gateway for trade flow outward - and energy flow inward - with Kazakhstan, Kyrgyzstan, Tajikistan, Afghanistan and Pakistan.
Decades of labour by the army and swarms of workers have paved the way for unchallenged Chinese dominance. The high-altitude train linking Shanghai and Lhasa that began service in 2006 represents not the beginning of Chinese hegemony, but its culmination.
Tibet and Xinjiang today set the stage for the birth of a multi-ethnic empire in ways that resemble nothing so much as America’s frontier expansion nearly two centuries ago. Chinese think about their mission civilatrice much as American settlers did: they are bringing development and modernity. Asiatic, Buddhist Tibetans and Turkic, Muslim Uighurs are being lifted out of the third world - whether they like it or not.
They are getting roads, telephone lines, hospitals and jobs. School fees are being reduced or abolished to promote basic education and Chineseness. Unlike those Europeans who seek to define the EU as a Christian club, there are no Chinese inhibitions about incorporating Muslim territories. The new mythology of Chinese nationalism is based not on expunging minorities but granting them a common status in the paternalistic state: Uighurs and Tibetans, though not Han, are told they are Chinese.
“The Soviet Union collapsed because they experimented with glasnost prematurely, before the achieved unity among the peoples,” explains a Chinese intellectual in Shanghai who studies central Asia. Large empires are maintained through a combination of force and law; and as recent weeks illustrate, China is determined not to waver.
In even the remotest corners of Tibet, small bases house platoons of the People’s Liberation Army, with soldiers menacingly practising martial arts twice daily in public squares, often right next to ancient Buddhist stupas. Inaccessible jungle areas designated environmentally protected zones are often actually military encampments. Signs trumpeting “Tibet power” refer strictly to the Chinese electricity company.
China has pumped in billions of development dollars, hoping to generate goodwill among the scarcely 3 million Tibetans. In Lhasa, crumbling stone quarters have been replaced with sturdy homes built along thoroughfares connecting the city to the new railway station. The consequence of Chinese modernity, however, is that a city that once symbolised cultural authenticity has become merely a gateway to the remote plateaus where wild yak still outnumber people.
An even greater prize than Tibet is the far larger and more populous Xinjiang, with its oil deposits, deserts and mountains. Its demographic dilution has been dubbed “apartheid with Chinese characteristics”. Xinjiang’s Muslims have always been unruly, even briefly securing an independent East Turkestan at the end of the civil war. But massive Han resettlement began with the “Develop the west” campaign of the 1950s, and in the cultural revolution Xinjiang was sealed off for a massive pogrom of mosque destruction and Qur’an burning. Violent clashes in Urumqi, Xinjiang’s capital, in 1996 proved that no peaceful Islamic culture would prevail in a Chinese-dominated environment. China suspended all mosque reconstruction and launched a “Strike Hard” campaign, imprisoning and executing hundreds of suspected separatists. Today one can see the results of a programme Mao and Deng began, but never completed: a railway and highway transporting coal, migrants and goods across the Taklamakan desert, facilitating the Hanification of a province where Uighurs now make up only half the population.
The annihilation of local people, history and architecture, and their replacement with shiny skyscrapers paying tribute to modern Chinese capitalism, make Urumqi the Shanghai of the northern Silk Road. A six-lane freeway runs through the city, and the Han majority fill up spiffy Japanese cars at the large Sinopec and PetroChina petrol stations. Urumqui buzzes with traders from Russia to Pakistan and all Stans in between, who buy cheap Chinese goods to be sold back home at a profit. Uighurs are now a marginalised minority in the city. Chinese tourists crowd the few accessible natural attractions, making the emerald-coloured Heavenly Lake no longer very heavenly.
Ironically, China’s near absolute sense of security over both provinces is the greatest hope for a Chinese glasnost: China no longer faces any meaningful resistance to its rule and so some day may lighten up. Spiritual Tibetans have long looked south to Nepal and India for their cultural underpinnings, and in the 18th century Tibet was allowed a functional autonomy from China, a model the current Dalai Lama has proposed. Once he passes the scene, China might be less anxious about cultural exchange between Buddhists, further restoring Tibet’s role as the Silk Road passage it was when Dunhuang’s Caves of the Thousand Buddhas were carved, more than a millennium ago.
Tibetans and Uighurs will gradually become more prosperous than their neighbouring Mongols, Kyrgyz, Tajiks, Afghans, Pakistanis, Indians, and Nepalis - and this may provide a basis for Chinese claims of a benevolent hegemony elsewhere in Asia. But China will achieve that dominance before it talks about it.
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