martes, abril 01, 2008

Occidente puede utilizar los Juegos Olímpicos contra Pekín / Tibet: the West can use the Olympics as a weapon against Beijing

Por Michael Portillo. Fue ministro de Defensa del Reino Unido durante el Gobierno del conservador John Major (EL MUNDO / THE TIMES, 28/03/08):

Las ganas de Adolfo Hitler por aprovechar los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín como escaparate del nazismo se convirtieron en rabia cuando el atleta norteamericano de raza negra Jesse Owens ganó cuatro medallas de oro. Los dirigentes chinos deben de estar preguntándose en estos momentos si organizar las Olimpiadas en Pekín va a reportar al régimen más elogios que críticas. Ten cuidado con lo que deseas, como probablemente debió de decir Confucio.

En defensa del movimiento olímpico hay que puntualizar que Berlín había sido seleccionada antes de que los nazis llegaran al poder. No hay ninguna excusa por el estilo, sin embargo, que ampare la decisión de conceder a Pekín un trofeo tan codiciado. En 1989 el Gobierno chino había aplastado las protestas pacíficas en la plaza de Tiananmen, como el mundo entero pudo contemplar lleno de horror. China obtuvo de todas formas los Juegos Olímpicos y un triunfo propagandístico, y se ha mostrado ansiosa por alardear de ello ante el resto del mundo.

Las autoridades chinas deben de haber sopesado cuidadosamente que los demás gobiernos no son casi nunca lo suficientemente valientes como para boicotear unos Juegos Olímpicos. Los Juegos de Berlín siguieron adelante aunque en las fechas de su celebración los nazis ya habían puesto en vigor las despreciables leyes de Nuremberg, que privaban a los judíos alemanes de sus derechos humanos más elementales.

Hay que reconocer que los norteamericanos encabezaron el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980 porque las tropas soviéticas habían invadido Afganistán (las invasiones rusas son malas, las invasiones norteamericanas son buenas). China sabía que, a menos que invadiera un territorio vecino, nada de lo que hiciera pondría en peligro su espectáculo.

Todos los indicios daban a entender que a China se lo iban a poner muy fácil. Cuando el presidente Jiang Zemin visitó a Tony Blair en 1999, la policía metropolitana londinense trató sin contemplaciones a los manifestantes a favor del Tíbet. Se pusieron por medio autobuses de dos pisos para proteger de la manifestación los ojos sensibles de Jiang. Cuando Washington se vio pringado en los escándalos de Abu Ghraib, la Bahía de Guantánamo y el traslado irregular de prisioneros de unos países a otros, por no hablar de las pérdidas tremendas de vidas humanas de no combatientes en Irak y Afganistán, el primer ministro chino, Wen Jiabao, debió de sentir la seguridad de que Estados Unidos eludiría como fuera todo diálogo sobre los Derechos Humanos.

De todas formas, todos sentimos un temor reverencial ante el poderío económico de China. Cuando Gordon Brown estuvo allí de gira el mes pasado, habló de oportunidades de negocio. Los primeros ministros detestan que se les exija sacar el tema de los Derechos Humanos, porque eso amenaza con congelar las sonrisas, los apretones de manos y los brindis que constituyen la medida del éxito de estas visitas. Brown se limitó, probablemente, a formular recomendaciones, lo más vagas posibles, de que se acometan reformas.

El poderío económico de China es tal que ha dinamitado con total impunidad la política exterior de Estados Unidos. El objetivo de los norteamericanos es hacer valer su fuerza para conformar un mundo que abrace los valores occidentales. A los países en vías de desarrollo les insisten en que sus gobiernos respeten la supremacía de la ley y atajen la corrupción como condiciones para los intercambios comerciales y el otorgamiento de ayudas. China, por el contrario, ha tendido su mano en señal de amistad a regímenes execrables (entre otros, el de Sudán). Las necesidades de recursos naturales de Pekín son la única consideración a tener en cuenta. Es posible que incluso haya disfrutado del placer de desbaratar los intentos de Estados Unidos por exportar sus valores liberales.

Así pues, China tenía todas las razones del mundo para esperar unos Juegos Olímpicos sin ningún tipo de problemas y para mostrar al mundo su perfil más favorecedor. En Berlín las noticias antijudías se silenciaron durante las semanas que precedieron a las Olimpíadas. En Pekín se ha restringido el uso de coches para reducir la contaminación atmosférica.

En el mundo moderno los gobiernos no son los únicos que cuentan. Steven Spielberg, el director de cine, ha renunciado a su puesto de asesor artístico de las ceremonias de las Olimpiadas tras hacer constar que su conciencia no le permitía continuar mientras en Darfur se estaban cometiendo «crímenes incalificables».

Su decisión ha modificado la situación. En estos momentos, los Juegos Olímpicos de Pekín han pasado bruscamente de representar una oportunidad para el gobierno chino a convertirse en una amenaza. La gran preocupación de China por que las Olimpiadas constituyan un éxito proporciona a quienes se oponen a su política una oportunidad única. Pone en manos tanto de los disidentes del interior como del mundo exterior una capacidad de influencia sin parangón desde Tiananmen.

Ante el apagón informativo impuesto por China en el interior del país, no tenemos posibilidad de saber si las protestas en el Tíbet se han relacionado de manera oportunista con las Olimpíadas próximas a celebrarse. En cualquier caso, los Juegos Olímpicos son un factor político y la situación es dinámica. Los ojos del mundo se han vuelto hacia la política china con una mirada de desaprobación.

«Si todos aquellos que aman la libertad a lo largo y ancho del mundo no alzan su voz para denunciar la actitud de China y los chinos en el Tíbet, habremos perdido toda autoridad moral para alzar la voz en defensa de los Derechos Humanos», ha manifestado Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, ante una multitud de tibetanos que la aclamaban en el norte de la India, a donde acudió para reunirse con el Dalai Lama. Este tipo de acontecimientos resonantes no estaba previsto en el guión de China sobre los Juegos Olímpicos.

El primer ministro británico, al descubrir el valor con que otros defienden sus convicciones, ha declarado que a él también le gustaría reunirse con el jefe espiritual de los tibetanos. David Cameron, jefe de los conservadores, le ha felicitado, por lo que ya tenemos un nuevo consenso. Hemos recorrido un largo camino desde que Blair adujo que tenía demasiadas peticiones de reuniones como para poder hacer un hueco para recibir al Dalai Lama durante la visita de éste a Gran Bretaña en 2004.

China ha sido incapaz de entender que, en una democracia, los políticos no pueden determinar por anticipado las posturas que adoptarán en el futuro. La marcha de Spielberg les ha alterado el panorama. En cuestión de semanas han pasado de no querer entrar en nada que pudiera ofender a Pekín a pelearse por ser quien más protibetano parece. Lo que menos importa es si los disturbios de Lhasa han sido, al menos en parte, brutales y racistas, ni si la violencia se ha desencadenado como protesta a las críticas del Dalai Lama y dirigida contra su autoridad. El tren del Tíbet se ha echado a rodar y todo político demócrata reclama un sitio a bordo.

Como los políticos occidentales están más expuestos a las críticas, porque no pueden hacer nada para evitar el deterioro de la situación económica y porque Irak y Afganistán se consumen lentamente, cubrir de oprobio a China ofrece una agradable oportunidad de desviar la atención de las restantes aflicciones de los políticos.

El genio ha escapado de la lámpara y no es posible hacer un pronóstico sobre en qué puede terminar todo esto. Todos nuestros políticos afirman que el boicot a los Juegos Olímpicos no aparece en las cartas. Ahora bien, eso es sólo de momento. Si se deteriora la situación en el Tíbet, aumentará la presión para que los Juegos Olímpicos se utilicen como arma contra Pekín. Si China sigue poniendo trabas al empeño de los periodistas occidentales por informar de los disidentes, ya puede dar por ganada la hostilidad de los medios de comunicación de todo el mundo. Por el contrario, si permite que se informe de lo que ocurre, los manifestantes aprovecharán esa oportunidad.

Sea como sea, es mucho lo que puede hacerse sin necesidad de llegar a un boicot total. La antorcha olímpica se va a embarcar en una gira mundial, lo que va a proporcionar ocasiones para manifestarse a favor del Tíbet y de Darfur en todo el mundo. Me atrevo a pronosticar que, cuando llegue a Londres, los 2.000 policías que se movilizarán ese día no se van a emplear a fondo contra los manifestantes y que tampoco habrá autobuses que nos impidan ver a los activistas. Sir Trevor McDonald, que está previsto que sea uno de los portadores de la antorcha, va a tener que hacer frente con toda seguridad a llamamientos insistentes para que renuncie a hacerlo.

La actriz Mia Farrow encabezará la manifestación cuando la antorcha pase por San Francisco. Barack Obama y Hillary Clinton deberán reflexionar entonces sobre cómo conseguir el apoyo de esos manifestantes en el estado más poblado de Estados Unidos, y quizás también el más liberal.

La grandiosidad del itinerario que ha de seguir la antorcha, que no tiene precedentes, debe de haberles parecido algo genial sobre el papel. En la práctica, Pekín ha organizado un programa perfectamente escalonado de manifestaciones en contra de China que van a dar la vuelta al mundo.

Si los famosos que se han comprometido a portar la antorcha se ven obligados a retirarse uno tras otro, China va a sufrir un desastre diario de relaciones públicas. El fichaje que hicieron de Spielberg, un golpe de efecto espectacular en su momento, no parece en la actualidad que haya sido una decisión tan brillante.

Las ceremonias para las que ejercía de asesor centrarán a continuación toda la atención. Esos actos pueden ser boicoteados sin perturbar por ello las pruebas deportivas, que presuntamente son lo que importa en los Juegos Olímpicos. De hecho, una vez que los políticos se han alineado a favor del Tíbet y de Darfur, ¿qué justificación podrían ofrecer para permitir que el régimen se de un baño de adulación global?

Cuando China presentó su candidatura a los Juegos Olímpicos, calculó correctamente que los políticos demócratas son pusilánimes. A la vista de su avidez por los contratos con China, no iban a dejar que unas matanzas en Darfur o unas torturas en el Tíbet les echaran a perder una buena fiesta. Sin embargo, Pekín no acertó a ver que los estadistas occidentales son más cobardes aún si cabe ante sus famosos y sus medios de comunicación.

La otra equivocación de Pekín ha sido que se les ha notado excesivamente obsesionados con que las Olimpiadas fueran un éxito. El hombre que desea algo con excesivas ansias se vuelve vulnerable. Seguro que Confucio dijo algo parecido.

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Adolf Hitler’s glee at exploiting the 1936 Berlin Olympics as a showcase for Nazism turned to fury when the black American athlete Jesse Owens won four gold medals. The Chinese leadership must by now be wondering whether staging the Games in Beijing will bring the regime more accolades than brickbats. Be careful what you wish for, as Confucius probably said.

In defence of the Olympic movement, Berlin had been selected before the Nazis came to power. No such excuse covers the decision to award the coveted prize to Beijing. In 1989 the Chinese government crushed the peaceful protests in Tiananmen Square as the world looked on in horror. China still secured the Olympics and a propaganda triumph and has looked forward to showing off to the world.

The authorities must have reflected that other governments are rarely brave enough to boycott the Olympics. The Berlin Games proceeded even though the Nazis had by then implemented the infamous Nuremberg laws that deprived German Jews of basic human rights.

Admittedly the Americans led a boycott of the 1980 Moscow Olympics because Soviet troops had stormed Afghanistan (Russian invasion bad, American invasion good). China knew that, short of marching into neighbouring territory, nothing it did would put its show at risk.

All the indicators suggested that China would be given a soft ride. When President Jiang Zemin visited Tony Blair in 1999 the Metropolitan police treated pro-Tibet demonstrators roughly. Double-decker buses were used to shield the protest from Jiang’s sensitive eyes. As Washington became embroiled in the scandals of Abu Ghraib, Guantanamo Bay and extraordinary rendition, not to mention the tremendous loss of civilian life in Iraq and Afghanistan, Premier Wen Jiabao, the prime minister, must have been confident that America would avoid dialogue on human rights.

In any case we are all in awe of China’s economic power. When Gordon Brown toured there last month, he talked of business opportunities. Prime ministers loathe being asked to raise human rights issues that threaten to interrupt the smiles, handshakes and toasts by which the success of visits are measured. Brown probably limited himself to the vaguest urging of reform.

China’s economic sway is such that it has undermined US foreign policy with impunity. America aims to use its muscle to shape a world that embraces western values. In developing countries it insists that governments respect the rule of law and reduce corruption as a condition for trade and aid. China, on the other hand, has extended the hand of friendship to gruesome regimes (including Sudan’s). Beijing’s requirement for natural resources is its only consideration. Maybe it has enjoyed thwarting America’s attempts to export its liberal values.

So China had every reason to expect a trouble-free Olympics that would show its best face to the world. In Berlin the anti-Jewish notices were taken down in the weeks preceding the Games. In Beijing the use of cars has been restricted to reduce air pollution.

In the modern world governments are not the only players. Steven Spielberg, the film director, withdrew as artistic adviser to the Games’ ceremonies, remarking that his conscience did not allow him to continue while “unspeakable crimes” were being committed in Darfur.

His decision has transformed the situation. In that moment the Beijing Olympics flipped from being an opportunity for the Chinese government and became a threat. China’s deep concern that the Games should be a success provides those who oppose its policies with a narrow window of opportunity. It delivers leverage both to domestic dissidents and to the outside world, unparalleled since Tiananmen.

With the news blackout imposed by China on the country’s interior we cannot know whether the Tibetan protests are opportunistically linked to the forthcoming Games. But the Olympics are a political factor and the situation is dynamic. The eyes of the world are turned disapprovingly on Chinese policies.

“If freedom-loving people throughout the world do not speak out against China and the Chinese in Tibet, we have lost all moral authority to speak out on human rights,” declared Nancy Pelosi, Speaker of the US House of Representatives, before cheering crowds of Tibetans in northern India, where she had gone to meet the Dalai Lama. Such outbursts had not featured in China’s “script” for the Olympics.

Our prime minister, discovering the courage of others’ convictions, has said that he, too, would like to meet the Tibetan spiritual leader. David Cameron has congratulated him, so we have a new consensus. We have moved a long way since Blair claimed to have too many requests for meetings to find time to receive the Dalai Lama during his 2004 visit to Britain.

China failed to understand that politicians in democracies cannot predict what positions they will take. Spielberg’s démarche has changed everything for them. In a few weeks they have moved from avoiding anything that might offend Beijing to scrambling to be seen as pro-Tibetan. It scarcely matters whether the riots in Lhasa were, at least in part, brutal and racist, nor that such violence is in defiance of the Dalai Lama’s strictures and undermines his authority. The Tibet bandwagon is rolling and every democratic politician clamours for a place on board.

As western politicians are exposed as being powerless to avert economic downturn and as Iraq and Afghanistan smoulder on, heaping opprobrium on China offers an agreeable opportunity to divert attention from the politicians’ other woes.

The genie is out of the bottle and there is no predicting where this may end. All our politicians say that boycotting the Olympics is not on the cards. But that is for now. If the situation in Tibet deteriorates, pressure will grow to use the Olympics as a weapon against Beijing. If China continues to thwart western journalists in their attempts to report dissent, the hostility of the world’s media can be guaranteed. However, if it allows events to be reported, the protesters will seize their chance.

Anyway, there is much that can be done short of a total boycott. The Olympic torch is to embark on a world tour, providing the occasion for Tibet and Darfur protests around the world. When it arrives in London, I predict that the 2,000 police being mobilised that day will go easy on the demonstrators and no buses will block our view of them. Sir Trevor McDonald, scheduled to be a torch bearer, will surely face insistent calls to withdraw.

Mia Farrow, the actress, will front the protest when the torch passes through San Francisco. Barack Obama and Hillary Clinton must then consider how to garner support from those demonstrations in America’s most populous and perhaps most liberal state.

The unprecedented grandiosity of the torch’s itinerary must have looked great on the drawing board. In practice, Beijing has secured a rolling programme of antiChinese protest circling the globe.

If celebrity torch bearers are forced to pull out one by one, China will suffer daily public relations disasters. Nor does its recruitment of Spielberg, a spectacular coup at the time, look such a brilliant move now.

The ceremonies on which he was advising will provide the next focus. They can be shunned without disrupting the sporting events which supposedly are the point of the Olympics. Indeed, once the politicians have aligned themselves with Tibet and Darfur, what justification could they offer for allowing the regime to bask in global adulation?

When China bid for the Olympics it judged correctly that democratic politicians are pusillanimous. Given their hunger for Chinese contracts they would not let massacre in Darfur or torture in Tibet disrupt a good party. But Beijing failed to see that western statesmen are even more craven towards their celebrities and media.

Beijing’s other mistake was being too anxious for the Games to be a success. A man who wants something too much makes himself vulnerable. Surely Confucius said something of the sort.

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