Por Jesús A. Núñez Villaverde, codirector del instituto de Estudios sobre conflictos y acción humanitaria (EL CORREO DIGITAL, 18/06/08):
Como casi siempre, una misma situación puede presentarse como ideal o nefasta dependiendo de la personalidad del espectador o de sus intereses en juego. Así ocurre ahora tras la nueva edición de la Conferencia Internacional de Donantes para Afganistán, celebrada en París el 12 de junio. Entre los algo más de 80 gobiernos y organismos internacionales presentes en la cita parisina hay un generalizado interés por presentar el encuentro como un éxito. Todos necesitan dar a entender que están implicados en la suerte de un país en el que creen jugarse una parte importante de la seguridad mundial. Los que tienen tropas integradas en la ISAF -la mayor operación militar de la historia de la OTAN- no pueden dar marcha atrás, cuando se ha asentado la idea de que un fracaso en esa misión supondría un golpe irreparable para la credibilidad y la existencia misma de la Alianza Atlántica. Todos, por unas razones u otras, están atrapados en un asunto en el que no quieren quemarse (así hay que entender las inusitadas reglas de enfrentamiento que cada gobierno establece para sus tropas, hasta el punto de enloquecer al mando militar que pretenda utilizarlas en una acción combinada), pero del que tampoco pueden salir sin ser acusados de alta traición a la ‘guerra contra el terror’ que Washington lidera.
El argumento principal de su discurso optimista de París es que se habrían logrado reunir hasta 13.000 millones de euros para atender a las necesidades principales de un país que acumula ya treinta años de conflicto violento y un gravísimo deterioro en sus niveles de vida desde que los soviéticos lo invadieran en 1979. En esa misma línea se quiere dar a entender que el panorama es netamente esperanzador en la medida en que el régimen talibán habría sido desmantelado, Al-Qaida habría desaparecido del territorio afgano, Afganistán contaría con un Gobierno asentado y legítimo y su proceso de reconstrucción se habría consolidado.
Hasta ahí el discurso oficial, forzadamente positivo, con el que muchos pretenden engañar y engañarse. Sin necesidad de escarbar mucho en el lodo en el que se ha ido hundiendo este país, sobresale de inmediato un panorama bastante distinto. En primer lugar, cabe recordar que desde el inicio de la campaña militar estadounidense, en octubre de 2001, se han comprometido ya unos 16.000 millones de euros en la reconstrucción y seguridad afgana, sin que por ello hoy Afganistán haya cambiado su imagen como el país más pobre de Asia y uno de los más inseguros. Además, interesa recordar que la cantidad mencionada en París es únicamente el resultado de promesas futuras de transferencia de fondos, que no cabe confundir -como enseña la experiencia de las promesas de tantas conferencias internacionales de donantes- con la entrega efectiva de ayudas financieras. Más importante, quizás, es no olvidar que el presidente Hamid Karzai llegó a París con una Estrategia Nacional de Desarrollo para la que solicitaba 36.000 millones a lo largo de cinco años, con sus prioridades centradas en las infraestructuras, la seguridad, la educación y la agricultura. Visto así es inmediato concluir que no se ha llegado, por tanto, a movilizar más que la tercera parte de la cantidad inicial de referencia.
En paralelo, y una vez más, se han puesto de manifiesto las serias divergencias entre el tan elegante como inoperante presidente afgano y los principales actores de la comunidad internacional. El primero insiste en que su máxima prioridad es la seguridad, como si ésta pudiese lograrse sin impulsar simultáneamente el desarrollo. Los segundos, por boca en este caso del secretario general de la ONU, le demandan con tanta insistencia como falta de convicción que ponga freno a la corrupción y que de una vez por todas se haga cargo de los asuntos de gobierno. En mitad de esta ya clásica disputa dialéctica se encuentra un país en el que los talibanes amplían día a día su radio de acción y su reto al débil Gobierno de Karzai, sin que los 47.000 soldados de las dos operaciones militares en marcha (’Libertad Duradera’, para derrotar a los talibanes y a los terroristas, e ISAF, para apoyar la reconstrucción nacional) puedan hacer lo que no lograron los soviéticos con 300.000. Karzai es poco más que el alcalde de Kabul, sin capacidad para imponerse a unos ’señores de la guerra’ que sólo tácticamente simulan ser sus socios de gobierno, mientras que mantienen sus milicias y sus feudos al margen de cualquier autoridad central. Aunque haya algún signo esperanzador -en términos de escolarización y atención sanitaria- la economía afgana sigue hoy tan dependiente del cultivo de la amapola opiácea como siempre (se estima que el 65% del PIB nacional procede del comercio asociado a esa planta).
Los afganos, en definitiva, no confían en su Gobierno y tratan de acomodarse a una situación en la que los enemigos del régimen -en una mezcla difícil de definir con precisión en la que confluyen los talibanes, los ’señores de la guerra’, los grupos terroristas y los simples, pero poderosos, criminales- apuestan a que la presencia internacional tiene sus días contados y que nadie les impedirá seguir gozando de sus tradicionales privilegios (que incluyen disponer de sus propias fuentes de ingresos a través de los comercios ilícitos).
No hay, pues, razones sólidas para esas muestras de satisfacción. Las hay, sin embargo, para preguntarse por el alcance y la sostenibilidad de un esfuerzo como el realizado hasta aquí. A los ojos de la comunidad internacional Karzai es, en el mejor de los casos, un mal menor del que sólo se espera que pueda frenar la caída en el abismo. Ni Karzai puede hacerlo con sus propias fuerzas, ni sus principales apoyos internacionales parecen dispuestos a implicarse más allá de lo hecho hasta ahora.
Se dice habitualmente que la solución en Afganistán no puede ser militar sino política; pero hoy cabe cuestionar de raíz que haya una idea sincera por solucionar el problema. En realidad todo apunta a que la voluntad política de los principales actores internacionales sólo da para gestionarlo. En esas condiciones se ha olvidado ya hace mucho tiempo la pretensión de democratizarlo o desarrollarlo plenamente. Por el contrario, el objetivo se limita a relativizar el nivel de violencia para que no afecte directamente al ’statu quo’ imperante en la región y a estabilizar la situación para evitar el colapso del Estado y el rotundo fracaso de la OTAN. En realidad, cuando se analiza el comportamiento de la inmensa mayoría de los gobiernos implicados en ese país se percibe claramente que, más que ayudar a los afganos, se aspira sobre todo a ayudarnos a nosotros mismos (salvar la cara de la OTAN) y a protegernos a nosotros mismos (empezando por nuestros soldados en la zona), aunque todo ello sea a costa de una mayor vulnerabilidad de la población local. Malos tiempos para la ética y la solidaridad.
Como casi siempre, una misma situación puede presentarse como ideal o nefasta dependiendo de la personalidad del espectador o de sus intereses en juego. Así ocurre ahora tras la nueva edición de la Conferencia Internacional de Donantes para Afganistán, celebrada en París el 12 de junio. Entre los algo más de 80 gobiernos y organismos internacionales presentes en la cita parisina hay un generalizado interés por presentar el encuentro como un éxito. Todos necesitan dar a entender que están implicados en la suerte de un país en el que creen jugarse una parte importante de la seguridad mundial. Los que tienen tropas integradas en la ISAF -la mayor operación militar de la historia de la OTAN- no pueden dar marcha atrás, cuando se ha asentado la idea de que un fracaso en esa misión supondría un golpe irreparable para la credibilidad y la existencia misma de la Alianza Atlántica. Todos, por unas razones u otras, están atrapados en un asunto en el que no quieren quemarse (así hay que entender las inusitadas reglas de enfrentamiento que cada gobierno establece para sus tropas, hasta el punto de enloquecer al mando militar que pretenda utilizarlas en una acción combinada), pero del que tampoco pueden salir sin ser acusados de alta traición a la ‘guerra contra el terror’ que Washington lidera.
El argumento principal de su discurso optimista de París es que se habrían logrado reunir hasta 13.000 millones de euros para atender a las necesidades principales de un país que acumula ya treinta años de conflicto violento y un gravísimo deterioro en sus niveles de vida desde que los soviéticos lo invadieran en 1979. En esa misma línea se quiere dar a entender que el panorama es netamente esperanzador en la medida en que el régimen talibán habría sido desmantelado, Al-Qaida habría desaparecido del territorio afgano, Afganistán contaría con un Gobierno asentado y legítimo y su proceso de reconstrucción se habría consolidado.
Hasta ahí el discurso oficial, forzadamente positivo, con el que muchos pretenden engañar y engañarse. Sin necesidad de escarbar mucho en el lodo en el que se ha ido hundiendo este país, sobresale de inmediato un panorama bastante distinto. En primer lugar, cabe recordar que desde el inicio de la campaña militar estadounidense, en octubre de 2001, se han comprometido ya unos 16.000 millones de euros en la reconstrucción y seguridad afgana, sin que por ello hoy Afganistán haya cambiado su imagen como el país más pobre de Asia y uno de los más inseguros. Además, interesa recordar que la cantidad mencionada en París es únicamente el resultado de promesas futuras de transferencia de fondos, que no cabe confundir -como enseña la experiencia de las promesas de tantas conferencias internacionales de donantes- con la entrega efectiva de ayudas financieras. Más importante, quizás, es no olvidar que el presidente Hamid Karzai llegó a París con una Estrategia Nacional de Desarrollo para la que solicitaba 36.000 millones a lo largo de cinco años, con sus prioridades centradas en las infraestructuras, la seguridad, la educación y la agricultura. Visto así es inmediato concluir que no se ha llegado, por tanto, a movilizar más que la tercera parte de la cantidad inicial de referencia.
En paralelo, y una vez más, se han puesto de manifiesto las serias divergencias entre el tan elegante como inoperante presidente afgano y los principales actores de la comunidad internacional. El primero insiste en que su máxima prioridad es la seguridad, como si ésta pudiese lograrse sin impulsar simultáneamente el desarrollo. Los segundos, por boca en este caso del secretario general de la ONU, le demandan con tanta insistencia como falta de convicción que ponga freno a la corrupción y que de una vez por todas se haga cargo de los asuntos de gobierno. En mitad de esta ya clásica disputa dialéctica se encuentra un país en el que los talibanes amplían día a día su radio de acción y su reto al débil Gobierno de Karzai, sin que los 47.000 soldados de las dos operaciones militares en marcha (’Libertad Duradera’, para derrotar a los talibanes y a los terroristas, e ISAF, para apoyar la reconstrucción nacional) puedan hacer lo que no lograron los soviéticos con 300.000. Karzai es poco más que el alcalde de Kabul, sin capacidad para imponerse a unos ’señores de la guerra’ que sólo tácticamente simulan ser sus socios de gobierno, mientras que mantienen sus milicias y sus feudos al margen de cualquier autoridad central. Aunque haya algún signo esperanzador -en términos de escolarización y atención sanitaria- la economía afgana sigue hoy tan dependiente del cultivo de la amapola opiácea como siempre (se estima que el 65% del PIB nacional procede del comercio asociado a esa planta).
Los afganos, en definitiva, no confían en su Gobierno y tratan de acomodarse a una situación en la que los enemigos del régimen -en una mezcla difícil de definir con precisión en la que confluyen los talibanes, los ’señores de la guerra’, los grupos terroristas y los simples, pero poderosos, criminales- apuestan a que la presencia internacional tiene sus días contados y que nadie les impedirá seguir gozando de sus tradicionales privilegios (que incluyen disponer de sus propias fuentes de ingresos a través de los comercios ilícitos).
No hay, pues, razones sólidas para esas muestras de satisfacción. Las hay, sin embargo, para preguntarse por el alcance y la sostenibilidad de un esfuerzo como el realizado hasta aquí. A los ojos de la comunidad internacional Karzai es, en el mejor de los casos, un mal menor del que sólo se espera que pueda frenar la caída en el abismo. Ni Karzai puede hacerlo con sus propias fuerzas, ni sus principales apoyos internacionales parecen dispuestos a implicarse más allá de lo hecho hasta ahora.
Se dice habitualmente que la solución en Afganistán no puede ser militar sino política; pero hoy cabe cuestionar de raíz que haya una idea sincera por solucionar el problema. En realidad todo apunta a que la voluntad política de los principales actores internacionales sólo da para gestionarlo. En esas condiciones se ha olvidado ya hace mucho tiempo la pretensión de democratizarlo o desarrollarlo plenamente. Por el contrario, el objetivo se limita a relativizar el nivel de violencia para que no afecte directamente al ’statu quo’ imperante en la región y a estabilizar la situación para evitar el colapso del Estado y el rotundo fracaso de la OTAN. En realidad, cuando se analiza el comportamiento de la inmensa mayoría de los gobiernos implicados en ese país se percibe claramente que, más que ayudar a los afganos, se aspira sobre todo a ayudarnos a nosotros mismos (salvar la cara de la OTAN) y a protegernos a nosotros mismos (empezando por nuestros soldados en la zona), aunque todo ello sea a costa de una mayor vulnerabilidad de la población local. Malos tiempos para la ética y la solidaridad.
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