Por Carlos Bravo y Antxon Olabe (EL CORREO DIGITAL, 15/06/08):
Documentos secretos de la CIA desclasificados recientemente a petición del Archivo Nacional de Seguridad de la Universidad de George Washington señalan que Franco tenía en marcha un programa nuclear destinado a conseguir armas atómicas. Los informes de la agencia de inteligencia explican que el franquismo albergó durante años el sueño de convertir a España en una potencia nuclear semejante a Francia y Gran Bretaña. Podemos imaginar a Franco emulando al genial personaje de Chaplin -’El gran dictador’- tras inaugurar, por ejemplo, la central de Santa María de Garoña, Burgos, en 1971.
La democracia española desmanteló de raíz el programa militar, pero heredó el civil. Las centrales nucleares eran imprescindibles para hacer viables los planes militares. España pertenece, por tanto, al club de países cuyas centrales nucleares surgieron en gran medida como subproducto o complemento, de la opción por el armamento atómico. En un país de honda raigambre pacifista como España conviene no olvidar ese estigma del origen.
Como resultado de la encrucijada de caminos en que se encuentra el sistema energético internacional -gravedad del cambio climático, fuerte encarecimiento del petróleo, problemas en la seguridad del abastecimiento por la inestabilidad geopolítica de países productores-, se escucha, de un tiempo a esta parte, que es necesario reabrir el debate nuclear. Petición difícil de cumplir pues no se puede reabrir algo que nunca ha estado cerrado.
El debate sobre los usos civiles de la energía atómica ha estado encima de la mesa en las sociedades libres y democráticas desde que el 17 de octubre de 1956 la Reina Elisabeth de Inglaterra inauguró la primera central nuclear comercial del mundo en Calder Hall. Durante las siguientes décadas, decenas de miles de personas formaron parte de movimientos sociales antinucleares en Europa y Estados Unidos. Euskadi vivió el suyo propio de manera intensa y dramática. Cuando treinta años después de la inauguración de la primera central tuvo lugar la catástrofe de Chernobil, 26 de abril de 1986, quedó claro para mucha gente que la tecnología nuclear era cosa de aprendices de brujo.
El escape en noviembre de 2007 al medio ambiente de partículas de material altamente radiactivo (principalmente de Cobalto-60) en la central nuclear de Ascó-1, Tarragona, propiedad de Endesa e Iberdrola, ha vuelto a evidenciar que la generación de electricidad mediante la fisión del átomo es una apuesta profundamente errónea, entre otras razones por el peligro al que se somete a las personas y al medio ambiente del entorno de las centrales.
El debate nuclear continúa, pues, abierto. Desafortunadamente para el lobby nuclear se acumulan los argumentos en su contra relacionados con la seguridad, la proliferación, la rentabilidad económica y los impactos ambientales. El caso Ascó I es el último ejemplo por las siguientes razones.
En primer lugar, en un país que se encuentra entre las doce principales potencias económicas del mundo, con instituciones parlamentarias, mecanismos de control y rendición de cuentas en principio homologados con los más avanzados del mundo, la opinión pública ha conocido el accidente nuclear y su gravedad gracias a una ONG - Greenpeace, alertada por trabajadores de la propia central nuclear- y no gracias a las instituciones oficiales existentes. De hecho, la central estuvo negando durante tiempo que la fuga radioactiva detectada fuese de su responsabilidad.
En segundo lugar, el propio Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), se enteró de la fuga porque, meses después del incidente, un trabajador se lo contó al inspector residente. En tercer lugar, los dos operarios que causaron el problema al vaciar un bidón con agua radioactiva en una piscina de la central apenas tenían experiencia. En cuarto lugar, el CSN ha reconocido recientemente (EL CORREO 16 de mayo, 2008) que la radioactividad detectada hasta el 12 de mayo era 750 veces superior a la que figuraba en su informe de abril.
Finalmente, la propia Asociación Nuclear Ascó-Vandellós (ANAV), que gestiona las centrales Ascó-1, Ascó-2 y Vandellós-2, ya fue sancionada en 2006 por un grave suceso ocurrido en 2004 en esta última central. Es decir, se asiste a una reiteración de malas prácticas por parte de las empresas propietarias de las centrales que las instituciones no consiguen erradicar.
Si esto ocurre en un país económicamente desarrollado como España, que cuenta con empresas energéticas de alcance internacional, ¿qué se puede esperar que ocurra en las centrales nucleares que se dice que se van a construir en el Magreb, en Bulgaria, Rumania, Rusia, Irán…? ¿Cómo se va a garantizar en esos países que la construcción, explotación, mantenimiento, gestión de los residuos, desmantelamiento, se van a realizar según los estándares más exigentes de la comunidad internacional? ¿Podrán, por ejemplo, los andaluces dormir tranquilos si se construye una central atómica en Tánger, a escasos kilómetros de la costa andaluza?
El lobby nuclear habría de presentar a la sociedad respuestas claras a esas preguntas. Deberían explicar, también, cual es la razón por la que en Estados Unidos, el país con mayor número de reactores del mundo, no se han llevado a cabo encargos desde hace más de 30 años. En Europa, sólo Finlandia y Francia están construyendo actualmente reactores. Lituania, Rumania, Eslovaquia y Bulgaria tienen planeado construir alguna central. Alemania y Suecia tienen programas activos de abandono de las suyas. Otros 12 países no apostaron por la energía del átomo en su mix energético o la abandonaron hace tiempo -Italia y Austria-.
En ese contexto, la central de Olkiluoto-3, en Finlandia, ha sido presentada a la opinión pública europea como el buque insignia del ‘renacimiento’ nuclear en Occidente. Su construcción, iniciada en 2005, se iba a realizar en un tiempo récord de cuatro años. En la actualidad, oficialmente se reconoce que acumula ya dos años de retraso sobre el calendario previsto. El tiempo medio de construcción de los reactores nucleares terminados entre 1995 y 2000 fue de 116 meses, es decir cerca de 10 años.
El sobrecoste sobre los 2.500 millones de euros de presupuesto inicial, se estima ya en 1.500 millones. Es decir, 4.000 millones de euros, cifra que muy probablemente se quedará corta. Al menos es lo que se deduce de las declaraciones de Wulf Bernotat, presidente y director ejecutivo del gigante eléctrico alemán E.ON, a ‘The Times’, publicadas el pasado 5 de mayo, en las que reconoce que el coste de esa central nuclear podría ascender finalmente a 4.500 millones de euros.
Los medios afines a la energía nuclear han aireado, también, el apoyo a la energía nuclear por parte del Gobierno británico. El planteamiento laborista incluye, no obstante, que ha de ser la iniciativa privada quien asuma todas las inversiones y gastos asociados al uso de la energía nuclear, incluyendo el desmantelamiento de las centrales y la gestión de los residuos radioactivos. Preguntados por la prensa si en algún lugar del mundo se habían construido reactores nucleares bajo esas premisas tan coherentes de liberalismo económico…. reconocieron que no.
El capital privado sólo ha invertido en nucleares cuando el regulador le ha preparado un pesebre de retornos financieros blindados del albur de la competencia. En un mercado de libre competencia y liberalizado no hay inversores que pongan su dinero en centrales atómicas. Ese ha sido el último y definitivo fracaso de esta tecnología. El debate continúa.
Documentos secretos de la CIA desclasificados recientemente a petición del Archivo Nacional de Seguridad de la Universidad de George Washington señalan que Franco tenía en marcha un programa nuclear destinado a conseguir armas atómicas. Los informes de la agencia de inteligencia explican que el franquismo albergó durante años el sueño de convertir a España en una potencia nuclear semejante a Francia y Gran Bretaña. Podemos imaginar a Franco emulando al genial personaje de Chaplin -’El gran dictador’- tras inaugurar, por ejemplo, la central de Santa María de Garoña, Burgos, en 1971.
La democracia española desmanteló de raíz el programa militar, pero heredó el civil. Las centrales nucleares eran imprescindibles para hacer viables los planes militares. España pertenece, por tanto, al club de países cuyas centrales nucleares surgieron en gran medida como subproducto o complemento, de la opción por el armamento atómico. En un país de honda raigambre pacifista como España conviene no olvidar ese estigma del origen.
Como resultado de la encrucijada de caminos en que se encuentra el sistema energético internacional -gravedad del cambio climático, fuerte encarecimiento del petróleo, problemas en la seguridad del abastecimiento por la inestabilidad geopolítica de países productores-, se escucha, de un tiempo a esta parte, que es necesario reabrir el debate nuclear. Petición difícil de cumplir pues no se puede reabrir algo que nunca ha estado cerrado.
El debate sobre los usos civiles de la energía atómica ha estado encima de la mesa en las sociedades libres y democráticas desde que el 17 de octubre de 1956 la Reina Elisabeth de Inglaterra inauguró la primera central nuclear comercial del mundo en Calder Hall. Durante las siguientes décadas, decenas de miles de personas formaron parte de movimientos sociales antinucleares en Europa y Estados Unidos. Euskadi vivió el suyo propio de manera intensa y dramática. Cuando treinta años después de la inauguración de la primera central tuvo lugar la catástrofe de Chernobil, 26 de abril de 1986, quedó claro para mucha gente que la tecnología nuclear era cosa de aprendices de brujo.
El escape en noviembre de 2007 al medio ambiente de partículas de material altamente radiactivo (principalmente de Cobalto-60) en la central nuclear de Ascó-1, Tarragona, propiedad de Endesa e Iberdrola, ha vuelto a evidenciar que la generación de electricidad mediante la fisión del átomo es una apuesta profundamente errónea, entre otras razones por el peligro al que se somete a las personas y al medio ambiente del entorno de las centrales.
El debate nuclear continúa, pues, abierto. Desafortunadamente para el lobby nuclear se acumulan los argumentos en su contra relacionados con la seguridad, la proliferación, la rentabilidad económica y los impactos ambientales. El caso Ascó I es el último ejemplo por las siguientes razones.
En primer lugar, en un país que se encuentra entre las doce principales potencias económicas del mundo, con instituciones parlamentarias, mecanismos de control y rendición de cuentas en principio homologados con los más avanzados del mundo, la opinión pública ha conocido el accidente nuclear y su gravedad gracias a una ONG - Greenpeace, alertada por trabajadores de la propia central nuclear- y no gracias a las instituciones oficiales existentes. De hecho, la central estuvo negando durante tiempo que la fuga radioactiva detectada fuese de su responsabilidad.
En segundo lugar, el propio Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), se enteró de la fuga porque, meses después del incidente, un trabajador se lo contó al inspector residente. En tercer lugar, los dos operarios que causaron el problema al vaciar un bidón con agua radioactiva en una piscina de la central apenas tenían experiencia. En cuarto lugar, el CSN ha reconocido recientemente (EL CORREO 16 de mayo, 2008) que la radioactividad detectada hasta el 12 de mayo era 750 veces superior a la que figuraba en su informe de abril.
Finalmente, la propia Asociación Nuclear Ascó-Vandellós (ANAV), que gestiona las centrales Ascó-1, Ascó-2 y Vandellós-2, ya fue sancionada en 2006 por un grave suceso ocurrido en 2004 en esta última central. Es decir, se asiste a una reiteración de malas prácticas por parte de las empresas propietarias de las centrales que las instituciones no consiguen erradicar.
Si esto ocurre en un país económicamente desarrollado como España, que cuenta con empresas energéticas de alcance internacional, ¿qué se puede esperar que ocurra en las centrales nucleares que se dice que se van a construir en el Magreb, en Bulgaria, Rumania, Rusia, Irán…? ¿Cómo se va a garantizar en esos países que la construcción, explotación, mantenimiento, gestión de los residuos, desmantelamiento, se van a realizar según los estándares más exigentes de la comunidad internacional? ¿Podrán, por ejemplo, los andaluces dormir tranquilos si se construye una central atómica en Tánger, a escasos kilómetros de la costa andaluza?
El lobby nuclear habría de presentar a la sociedad respuestas claras a esas preguntas. Deberían explicar, también, cual es la razón por la que en Estados Unidos, el país con mayor número de reactores del mundo, no se han llevado a cabo encargos desde hace más de 30 años. En Europa, sólo Finlandia y Francia están construyendo actualmente reactores. Lituania, Rumania, Eslovaquia y Bulgaria tienen planeado construir alguna central. Alemania y Suecia tienen programas activos de abandono de las suyas. Otros 12 países no apostaron por la energía del átomo en su mix energético o la abandonaron hace tiempo -Italia y Austria-.
En ese contexto, la central de Olkiluoto-3, en Finlandia, ha sido presentada a la opinión pública europea como el buque insignia del ‘renacimiento’ nuclear en Occidente. Su construcción, iniciada en 2005, se iba a realizar en un tiempo récord de cuatro años. En la actualidad, oficialmente se reconoce que acumula ya dos años de retraso sobre el calendario previsto. El tiempo medio de construcción de los reactores nucleares terminados entre 1995 y 2000 fue de 116 meses, es decir cerca de 10 años.
El sobrecoste sobre los 2.500 millones de euros de presupuesto inicial, se estima ya en 1.500 millones. Es decir, 4.000 millones de euros, cifra que muy probablemente se quedará corta. Al menos es lo que se deduce de las declaraciones de Wulf Bernotat, presidente y director ejecutivo del gigante eléctrico alemán E.ON, a ‘The Times’, publicadas el pasado 5 de mayo, en las que reconoce que el coste de esa central nuclear podría ascender finalmente a 4.500 millones de euros.
Los medios afines a la energía nuclear han aireado, también, el apoyo a la energía nuclear por parte del Gobierno británico. El planteamiento laborista incluye, no obstante, que ha de ser la iniciativa privada quien asuma todas las inversiones y gastos asociados al uso de la energía nuclear, incluyendo el desmantelamiento de las centrales y la gestión de los residuos radioactivos. Preguntados por la prensa si en algún lugar del mundo se habían construido reactores nucleares bajo esas premisas tan coherentes de liberalismo económico…. reconocieron que no.
El capital privado sólo ha invertido en nucleares cuando el regulador le ha preparado un pesebre de retornos financieros blindados del albur de la competencia. En un mercado de libre competencia y liberalizado no hay inversores que pongan su dinero en centrales atómicas. Ese ha sido el último y definitivo fracaso de esta tecnología. El debate continúa.
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