Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y profesor invitado en la Universidad de La Sorbina-París 1 (EL CORREO DIGITAL, 15/06/08):
Durante mucho tiempo Francia y Estados Unidos encarnaban dos paradigmas opuestos en cuanto a la manera de concebir la importancia de la vida privada de los políticos. El imaginario laico y republicano acentúa la separación entre lo privado y lo público, mientras que el modelo americano de virtud pública parece no admitir ningún espacio de intimidad opaca en la vida de sus representantes. Dualismo en un caso, indistinción en el otro. Esta polarización viene atenuándose desde hace algunos años y lo sucedido en torno a las últimas presidenciales francesas así lo puso de manifiesto. Los candidatos quebraron una tradición desvelando aspectos de su vida privada, lo que habría sido inimaginable hace tan sólo unos años. Sarkozy ha sido a la vez beneficiario y víctima de esta sobreexposición de la vida privada. Pero también Ségolène Royal, de quien conocimos detalles que apenas habían interesado a la opinión pública francesa en otros comicios: el nacimiento de los hijos, su matrimonio ‘libre’ y posterior separación, así como incluso sus técnicas para luchar contra la celulitis han sido asuntos de los que todos hemos tenido un detallado conocimiento.
Entre las causas de esta transformación cabe citar las competición creciente entre los medios, la personalización de las campañas o el desarrollo de Internet. Son factores que, sin duda, contribuyen a que comprendamos algunos mecanismos sin los cuales no habría sido posible este cambio en nuestro horizonte de atención colectiva. Pero hay razones de tipo más estructural que nos indican que vivimos una especie de ampliación y generalización de lo privado que pesa sobre el espacio público hasta desnaturalizarlo. Esta tendencia va a persistir y uno de nuestros principales desafíos es ver cómo le hacemos frente, entre otras cosas a partir de una nueva reflexión sobre las relaciones entre lo privado y lo público. No se trata tanto de proteger el derecho a la vida privada de los políticos sino de preservar la integridad del proceso democrático.
Un argumento para limitar el tratamiento público de la vida privada de los políticos vendría de la protección de un derecho individual, que permite a cada uno, políticos incluidos, impedir que sean desveladas, observadas o expuestas sin su consentimiento aquellas actividades que deseen proteger del escrutinio general. No es mal argumento, ya que también los gobernantes tienen derecho a la intimidad, pero es débil pues no toma en cuenta que no estamos hablando de ciudadanos cualesquiera y, sobre todo, no focaliza en el bien que se trata de preservar.
Cuando se trata de representantes políticos, son las exigencias del espacio democrático las que determinan sus derechos y sus peculiares obligaciones. Conceder a los políticos un derecho a la intimidad sin limitaciones les aseguraría un poder excesivo de control sobre el discurso público, lo que rebajaría la calidad del debate democrático. Los políticos tienen una exigencia de responsabilidad que relativiza o disminuye su derecho a la vida privada. Esta exigencia justificaría hacer públicos ciertos comportamientos que son generalmente considerados como privados (informaciones sobre su salud física o mental, que puedan influir en sus capacidades, su situación financiera o incluso la de miembros de su familia que pudieran ocasionar conflictos de intereses o cualquier circunstancia que pueda condicionar su comportamiento público). El principio de responsabilidad democrática autoriza un cierto nivel de publicitación de la vida privada de los políticos, en la medida en que dicha información se considera necesaria para evaluar su capacidad, pasada o futura, probable, a la hora de asumir una función pública.
Al mismo tiempo y por idénticas razones (proteger la calidad y responsabilidad de la vida democrática), hay buenos motivos para limitar la publicitación de la vida privada. El tratamiento ‘people’ de la información, lo que en Francia llaman ‘pipolisation’ o ‘cheap talk’ en América tiene unos efectos muy negativos en la vida política. Cuando las revelaciones sobre la vida privada dominan sobre cualquier otro tipo de información, se empobrece la calidad general del debate público. Hay mucho ejemplos de ello. El ‘affaire’ Clinton-Lewinsky marginó el tratamiento mediático de otras cuestiones como las nuevas propuestas políticas sobre la Seguridad Social, la financiación de las campañas, pero sobre todo la justificación de la posición de Estados Unidos en Irak y de su preparación a la intervención militar.
No hay duda de que ciertos comportamientos sexuales deberían ser más publicitados de lo que lo son. El acoso sexual no es un asunto privado. Comportamientos sexuales que deberían tener un carácter únicamente privado se convierten en tema de legítima investigación cuando violan la ley. Ahora bien, salvo estos casos concretos, la cobertura mediática excesiva sobre cuestiones privadas de los políticos distrae nuestras prácticas de deliberación democrática. Cuanto más se focaliza la atención sobre detalles banales de la vida privada menos capacidad se desarrolla para valorar los matices de la vida pública. La vida privada de los políticos funciona como una gran distracción en unas sociedades profundamente despolitizadas.
Por eso, cuando un medio se plantea si debe o no dar a conocer un comportamiento privado, las preguntas que debería hacerse son: ¿Qué efectos tendría esto sobre la calidad de nuestra vida democrática? ¿Se trata de un conocimiento del que deben disponer los ciudadanos para evaluar la acción de sus representantes? Si hay que hacerlo, ¿guarda proporción el grado de publicidad con su pertinencia?
Durante mucho tiempo Francia y Estados Unidos encarnaban dos paradigmas opuestos en cuanto a la manera de concebir la importancia de la vida privada de los políticos. El imaginario laico y republicano acentúa la separación entre lo privado y lo público, mientras que el modelo americano de virtud pública parece no admitir ningún espacio de intimidad opaca en la vida de sus representantes. Dualismo en un caso, indistinción en el otro. Esta polarización viene atenuándose desde hace algunos años y lo sucedido en torno a las últimas presidenciales francesas así lo puso de manifiesto. Los candidatos quebraron una tradición desvelando aspectos de su vida privada, lo que habría sido inimaginable hace tan sólo unos años. Sarkozy ha sido a la vez beneficiario y víctima de esta sobreexposición de la vida privada. Pero también Ségolène Royal, de quien conocimos detalles que apenas habían interesado a la opinión pública francesa en otros comicios: el nacimiento de los hijos, su matrimonio ‘libre’ y posterior separación, así como incluso sus técnicas para luchar contra la celulitis han sido asuntos de los que todos hemos tenido un detallado conocimiento.
Entre las causas de esta transformación cabe citar las competición creciente entre los medios, la personalización de las campañas o el desarrollo de Internet. Son factores que, sin duda, contribuyen a que comprendamos algunos mecanismos sin los cuales no habría sido posible este cambio en nuestro horizonte de atención colectiva. Pero hay razones de tipo más estructural que nos indican que vivimos una especie de ampliación y generalización de lo privado que pesa sobre el espacio público hasta desnaturalizarlo. Esta tendencia va a persistir y uno de nuestros principales desafíos es ver cómo le hacemos frente, entre otras cosas a partir de una nueva reflexión sobre las relaciones entre lo privado y lo público. No se trata tanto de proteger el derecho a la vida privada de los políticos sino de preservar la integridad del proceso democrático.
Un argumento para limitar el tratamiento público de la vida privada de los políticos vendría de la protección de un derecho individual, que permite a cada uno, políticos incluidos, impedir que sean desveladas, observadas o expuestas sin su consentimiento aquellas actividades que deseen proteger del escrutinio general. No es mal argumento, ya que también los gobernantes tienen derecho a la intimidad, pero es débil pues no toma en cuenta que no estamos hablando de ciudadanos cualesquiera y, sobre todo, no focaliza en el bien que se trata de preservar.
Cuando se trata de representantes políticos, son las exigencias del espacio democrático las que determinan sus derechos y sus peculiares obligaciones. Conceder a los políticos un derecho a la intimidad sin limitaciones les aseguraría un poder excesivo de control sobre el discurso público, lo que rebajaría la calidad del debate democrático. Los políticos tienen una exigencia de responsabilidad que relativiza o disminuye su derecho a la vida privada. Esta exigencia justificaría hacer públicos ciertos comportamientos que son generalmente considerados como privados (informaciones sobre su salud física o mental, que puedan influir en sus capacidades, su situación financiera o incluso la de miembros de su familia que pudieran ocasionar conflictos de intereses o cualquier circunstancia que pueda condicionar su comportamiento público). El principio de responsabilidad democrática autoriza un cierto nivel de publicitación de la vida privada de los políticos, en la medida en que dicha información se considera necesaria para evaluar su capacidad, pasada o futura, probable, a la hora de asumir una función pública.
Al mismo tiempo y por idénticas razones (proteger la calidad y responsabilidad de la vida democrática), hay buenos motivos para limitar la publicitación de la vida privada. El tratamiento ‘people’ de la información, lo que en Francia llaman ‘pipolisation’ o ‘cheap talk’ en América tiene unos efectos muy negativos en la vida política. Cuando las revelaciones sobre la vida privada dominan sobre cualquier otro tipo de información, se empobrece la calidad general del debate público. Hay mucho ejemplos de ello. El ‘affaire’ Clinton-Lewinsky marginó el tratamiento mediático de otras cuestiones como las nuevas propuestas políticas sobre la Seguridad Social, la financiación de las campañas, pero sobre todo la justificación de la posición de Estados Unidos en Irak y de su preparación a la intervención militar.
No hay duda de que ciertos comportamientos sexuales deberían ser más publicitados de lo que lo son. El acoso sexual no es un asunto privado. Comportamientos sexuales que deberían tener un carácter únicamente privado se convierten en tema de legítima investigación cuando violan la ley. Ahora bien, salvo estos casos concretos, la cobertura mediática excesiva sobre cuestiones privadas de los políticos distrae nuestras prácticas de deliberación democrática. Cuanto más se focaliza la atención sobre detalles banales de la vida privada menos capacidad se desarrolla para valorar los matices de la vida pública. La vida privada de los políticos funciona como una gran distracción en unas sociedades profundamente despolitizadas.
Por eso, cuando un medio se plantea si debe o no dar a conocer un comportamiento privado, las preguntas que debería hacerse son: ¿Qué efectos tendría esto sobre la calidad de nuestra vida democrática? ¿Se trata de un conocimiento del que deben disponer los ciudadanos para evaluar la acción de sus representantes? Si hay que hacerlo, ¿guarda proporción el grado de publicidad con su pertinencia?
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