Por José Pique, economista y ex ministro (LA VANGUARDIA, 21/06/08):
Benito Pérez Galdós, canario y español, extraordinario novelista, fecundísimo escritor de obras teatrales, comprometido políticamente, apasionado por su país, y decepcionado muchas veces por sus paisanos, escribió una frase memorable que no me resisto a transcribir.
Decía Galdós: “Decaen los imperios, se desmiembran las razas, los fuertes se debilitan y la hermosura perece entre arrugas y canas. Mas no suspende la vida su eterna función, y con las causas que descienden hacia la vejez, se cruzan los caminos de la juventud que van hacia arriba. Siempre hay imperios potentes, razas vigorosas, ideales y bellezas de original frescura; que junto al sumidero de la muerte están los manantiales del nacer continuo y fecundo…”. Impresionante cita. Y lúcidamente veraz.
Una de las principales obras de Galdós - probablemente poco analizada hoy por ser políticamente incorrecta en nuestra España actual y, desde luego, en nuestra empequeñecida Catalunya- es la que tituló Episodios nacionales,escrita en diferentes etapas y, también, en diferentes fases de su vida personal y, asimismo, de su propia evolución política e ideológica.
Obviamente, no vamos a glosar, hoy, la obra de Galdós. Ni lo pretendemos. Me quiero quedar con su reflexión de fondo. Y ligarlo con los acontecimientos, más o menos coyunturales, de los últimos tiempos.
Es una obviedad, de nuevo, que nuestro planeta ha desplazado su centro de gravedad - económico, demográfico, comercial y, cada vez más, también político y cultural- hacia el Pacífico y el Índico, y que el Atlántico sigue siendo muy importante, pero ya no es el eje fundamental como lo ha sido durante muchos siglos.
Voy a ser brutalmente crudo y sincero: eso que llamamos Occidente y que ha marcado el rumbo del mundo durante mucho tiempo hoy está destinado, como decía Galdós, a su decadencia - relativa, pero imparable e irreversible- y otros caminos de juventud emergen - las denominadas potencias emergentes- y el mundo seguirá su curso. Y Occidente deberá adaptarse a los nuevos parámetros, sabiendo que otros actores - en su juventud- van a tener, cada vez más, mucho que decir.
Y, en ese contexto, Europa debe adaptarse más que nadie y saber que lo último que debe hacer es engañarse a sí misma.
El episodio nacional europeo del referéndum en Irlanda es un magnífico ejemplo de nuestra decadencia a escala global.
No hemos sido capaces de convencer a unos pocos irlandeses - dicho sea con todo el respeto democrático que, sin duda, merecen- de que el proyecto de construcción europeo, a pesar de las dificultades y del fiasco de la nonata Constitución (a veces me pregunto a quién se le ocurrió, y quién aceptó, encargarle semejante tarea a alguien como Valéry Giscard d´Estaing, fracasado presidente de la República Francesa, incapaz de renovar un segundo mandato y permanente opositor a supeditar su idea de Francia al ideal europeísta), valía la pena y, especialmente, a una Irlanda que ha sido particularmente beneficiada por el proyecto europeo.
Y la pregunta evidente es por qué.
Europa, como proyecto político, ha dejado de ser atractiva. Lo ha sido. Y mucho. Para los españoles, ha sido acicate impagable para reformas políticas, económicas o sociales impensables sin el horizonte europeo. Ha sido la excusa perfecta.
Pero hoy ya no lo es. Europa se ve como algo alejado, poco convincente. Pequeño y falto de ambición.
Vuelvo a Galdós. Sus Episodios nacionales reflejan su propia evolución personal e ideológica. No en vano se inician con la batalla de Trafalgar y acaban con la restauración borbónica. Y van impregnándose, sin olvidar nunca un acendrado patriotismo, de un creciente escepticismo, muchas veces amargo y no exento de radicalización. Y esa amargura procede, precisamente, de su profundo patriotismo. Y que no puede resistir, sin rebeldía interior, la irreversible decadencia que constata para su querida España.
Y eso es lo que nos puede producir, ahora, la evolución de Europa. Los europeístas tenemos la irresistible tentación de sentirnos derrotados ante una evidencia: Europa existe cada vez menos y cada vez es menos importante. Y los europeos somos incapaces de reaccionar adecuadamente. Me gustaría poder superar esta sensación de derrota y de pérdida de relevancia. Y, en este punto, creo que vale la pena recuperar, con todo rigor y con toda seriedad y objetividad, algo imprescindible: Europa necesita a EE. UU. para seguir siendo relevante. Y EE. UU. debe saber que, más allá de las nuevas potencias que van a dominar estratégicamente el siglo XXI, necesita a Europa, porque sin Europa el concepto de Occidente no existe.
Paradójicamente, en unos momentos en los que el mundo se sitúa en torno al Pacífico y el Índico, el vínculo transatlántico es más necesario que nunca. Más incluso que cuando nuestra seguridad colectiva descansaba exclusivamente sobre ello. Y que Occidente dominaba el mundo hasta el punto de que ganó, con total nitidez, la llamada guerra fría y que algunos vaticinaran el “fin de la historia” con la victoria definitiva de la democracia y de la economía de mercado, entendidas como las entendemos los occidentales.
Hoy, no sólo depende de ese vínculo nuestra seguridad, que también, depende nuestro futuro como una voz relevante. Más allá de Irlanda. O somos, internacionalmente, europeos, o nada seremos. Por eso Irlanda es una pésima noticia.
Benito Pérez Galdós, canario y español, extraordinario novelista, fecundísimo escritor de obras teatrales, comprometido políticamente, apasionado por su país, y decepcionado muchas veces por sus paisanos, escribió una frase memorable que no me resisto a transcribir.
Decía Galdós: “Decaen los imperios, se desmiembran las razas, los fuertes se debilitan y la hermosura perece entre arrugas y canas. Mas no suspende la vida su eterna función, y con las causas que descienden hacia la vejez, se cruzan los caminos de la juventud que van hacia arriba. Siempre hay imperios potentes, razas vigorosas, ideales y bellezas de original frescura; que junto al sumidero de la muerte están los manantiales del nacer continuo y fecundo…”. Impresionante cita. Y lúcidamente veraz.
Una de las principales obras de Galdós - probablemente poco analizada hoy por ser políticamente incorrecta en nuestra España actual y, desde luego, en nuestra empequeñecida Catalunya- es la que tituló Episodios nacionales,escrita en diferentes etapas y, también, en diferentes fases de su vida personal y, asimismo, de su propia evolución política e ideológica.
Obviamente, no vamos a glosar, hoy, la obra de Galdós. Ni lo pretendemos. Me quiero quedar con su reflexión de fondo. Y ligarlo con los acontecimientos, más o menos coyunturales, de los últimos tiempos.
Es una obviedad, de nuevo, que nuestro planeta ha desplazado su centro de gravedad - económico, demográfico, comercial y, cada vez más, también político y cultural- hacia el Pacífico y el Índico, y que el Atlántico sigue siendo muy importante, pero ya no es el eje fundamental como lo ha sido durante muchos siglos.
Voy a ser brutalmente crudo y sincero: eso que llamamos Occidente y que ha marcado el rumbo del mundo durante mucho tiempo hoy está destinado, como decía Galdós, a su decadencia - relativa, pero imparable e irreversible- y otros caminos de juventud emergen - las denominadas potencias emergentes- y el mundo seguirá su curso. Y Occidente deberá adaptarse a los nuevos parámetros, sabiendo que otros actores - en su juventud- van a tener, cada vez más, mucho que decir.
Y, en ese contexto, Europa debe adaptarse más que nadie y saber que lo último que debe hacer es engañarse a sí misma.
El episodio nacional europeo del referéndum en Irlanda es un magnífico ejemplo de nuestra decadencia a escala global.
No hemos sido capaces de convencer a unos pocos irlandeses - dicho sea con todo el respeto democrático que, sin duda, merecen- de que el proyecto de construcción europeo, a pesar de las dificultades y del fiasco de la nonata Constitución (a veces me pregunto a quién se le ocurrió, y quién aceptó, encargarle semejante tarea a alguien como Valéry Giscard d´Estaing, fracasado presidente de la República Francesa, incapaz de renovar un segundo mandato y permanente opositor a supeditar su idea de Francia al ideal europeísta), valía la pena y, especialmente, a una Irlanda que ha sido particularmente beneficiada por el proyecto europeo.
Y la pregunta evidente es por qué.
Europa, como proyecto político, ha dejado de ser atractiva. Lo ha sido. Y mucho. Para los españoles, ha sido acicate impagable para reformas políticas, económicas o sociales impensables sin el horizonte europeo. Ha sido la excusa perfecta.
Pero hoy ya no lo es. Europa se ve como algo alejado, poco convincente. Pequeño y falto de ambición.
Vuelvo a Galdós. Sus Episodios nacionales reflejan su propia evolución personal e ideológica. No en vano se inician con la batalla de Trafalgar y acaban con la restauración borbónica. Y van impregnándose, sin olvidar nunca un acendrado patriotismo, de un creciente escepticismo, muchas veces amargo y no exento de radicalización. Y esa amargura procede, precisamente, de su profundo patriotismo. Y que no puede resistir, sin rebeldía interior, la irreversible decadencia que constata para su querida España.
Y eso es lo que nos puede producir, ahora, la evolución de Europa. Los europeístas tenemos la irresistible tentación de sentirnos derrotados ante una evidencia: Europa existe cada vez menos y cada vez es menos importante. Y los europeos somos incapaces de reaccionar adecuadamente. Me gustaría poder superar esta sensación de derrota y de pérdida de relevancia. Y, en este punto, creo que vale la pena recuperar, con todo rigor y con toda seriedad y objetividad, algo imprescindible: Europa necesita a EE. UU. para seguir siendo relevante. Y EE. UU. debe saber que, más allá de las nuevas potencias que van a dominar estratégicamente el siglo XXI, necesita a Europa, porque sin Europa el concepto de Occidente no existe.
Paradójicamente, en unos momentos en los que el mundo se sitúa en torno al Pacífico y el Índico, el vínculo transatlántico es más necesario que nunca. Más incluso que cuando nuestra seguridad colectiva descansaba exclusivamente sobre ello. Y que Occidente dominaba el mundo hasta el punto de que ganó, con total nitidez, la llamada guerra fría y que algunos vaticinaran el “fin de la historia” con la victoria definitiva de la democracia y de la economía de mercado, entendidas como las entendemos los occidentales.
Hoy, no sólo depende de ese vínculo nuestra seguridad, que también, depende nuestro futuro como una voz relevante. Más allá de Irlanda. O somos, internacionalmente, europeos, o nada seremos. Por eso Irlanda es una pésima noticia.
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