Por Joan Busquet, periodista (EL PERIÓDICO, 13/06/08):
Tal vez Bibiana Aído, titular de un ministerio casi vacío de contenido, pase a la historia por la propuesta de que el Diccionario oficial incorpore el femenino miembra. Junto a la lógica rechifla, tan atrabiliaria proposición ha levantado aplausos entusiastas de los adictos a la llamada corrección política en el lenguaje. Esta corriente del pensamiento sostiene que toda lengua conlleva una visión específica de la realidad y, por tanto, determina las ideas, y que el lenguaje es en sí mismo un instrumento de transformación y reequilibrio sociales y no solo un reflejo de la sociedad que lo usa.
Esta quimera choca con dos principios de la lingüística. El primero es el de la arbitrariedad, que consagra la separación entre lengua y la realidad referida por ella. Las lenguas funcionan al margen de toda ideología: el alemán sale tan indemne del nacionalsocialismo y el italiano del fascismo como el español de la dictadura franquista. El segundo principio es el de la distinción entre lengua y habla. La lengua es el conjunto de recursos idiomáticos de una determinada comunidad, y el habla, las expresiones concretas que utilizan sus miembros. No distinguir entre una y otra supone cargar sobre la lengua las responsabilidades y prejuicios de los hablantes.
ESO ES LO QUE ocurre con la defensa de las dobles formas de los sustantivos, que lleva a hablar de “los padres y las madres”, “los niños y las niñas”, “los vascos y las vascas” y ahora “los miembros y las miembras”, como si el masculino genérico fuera un ardid para perpetuar la discriminación de las mujeres y no un rasgo natural de la lengua, fruto de la desaparición del género neutro del latín. El género es una categoría morfológica que no tiene conexión alguna con el sexo. Los expertos calculan que solo el 15% de las lenguas que se hablan en el mundo utilizan la marca de género. Pues bien, el sexismo se da en todas las sociedades, y apenas hay diferencias de comportamiento entre las que hablan lenguas cuya categoría predominante es el masculino genérico, aquellas –pocas– en las que el genérico no es el masculino sino el femenino y las que se valen de idiomas que carecen de género.
El masculino genérico responde a la necesidad de expresar el mayor número de ideas con el menor número de palabras y a ahorrarse repeticiones y circunloquios como los que utilizan en público la ministra Aído y otros muchos políticos. También responde a lo que los lingüistas llaman la teoría del marcaje, principio según el cual una categoría no marcada o bien incluye la marcada o bien no dice nada de ella. En las lenguas con género, el término no marcado es el masculino y el marcado es el femenino, es decir, el masculino incluye el femenino o no indica nada de él. La frase “todos los hombres son iguales” puede tener significados distintos, según quien la pronuncie y el contexto en que lo haga. Pero si al término hombres añadimos la palabra mujeres, consideramos a la mujer como una categoría distinta a la del hombre, y la oración adquiere otro sentido: “todos los hombres y mujeres son iguales” no equivale a “todas las personas son iguales”.
En las lenguas sin género no sucede lo mismo. Si oímos a un británico decir a linguist no sabremos si nos habla de un hombre o de una mujer salvo que recurra al convencional a woman linguist para indicarlo. En cambio, los castellanohablantes utilizamos el género para clasificar los sustantivos y establecer las concordancias. Así que el hecho de que no se mencione expresamente a las mujeres no significa que no estén comprendidas. Dicho de otro modo: el masculino genérico no es discriminatorio. Al contrario, lo que, paradójicamente, puede resultar discriminatorio es el uso del doblete genérico. Por ejemplo, si hablamos de “la asociación de padres y madres de alumnos” de una escuela, recurriendo así a la oposición de categorías marcadas –padres y madres–, hacemos exactamente lo contrario de lo que pretendemos: queremos subrayar la equivalencia de categorías y la lógica interna del lenguaje nos conduce a la oposición entre ellas. Este es el efecto perverso de la manipulación del género con voluntad antidiscriminatoria. Algo parecido ocurre con las ayudas que el Govern ofrece a las “familias con niños y niñas”, enunciado que excluye literalmente a las que solo tienen niños y a las que no tienen más que niñas.
ASÍ PUES, la duplicación del nombre clasificador hace visible a la mujer, pero no siempre para bien. Y tiene otro efecto que la hace redundante y tediosa, porque o la llevamos hasta el final, respetando la concordancia –lo que da lugar a majaderías como el “nosotros y nosotras” y el “todos y todas” de Juan José Ibarretxe–, o bien se queda a medio camino, en cuyo caso se cometen dislates como el del cartel de un grupo independentista que reclama la “libertad de los presos y presas políticas catalanas”, lo que descarta a las reclusas por delitos comunes.
Ninguno de estos ejercicios de ingeniería expresiva mejora por sí mismo la situación de la mujer. Porque el problema del sexismo no reside en el lenguaje, sino en la sociedad: las discriminaciones lingüísticas no son más que el reflejo de las desigualdades sociales, incluidas las que sufren las mujeres. Si queremos acabar con ellas hay que cambiar la realidad, no el lenguaje que los hablantes se han ido dando durante siglos. Proclamar lo contrario es un ejercicio de voluntarismo sin límites que recuerda la conocida treta del entrenador escocés de fútbol John Lambie, quien, al comunicarle el masajista de su equipo que uno de sus delanteros que había chocado con un rival sufría una conmoción y no recordaba quién era, le respondió: “Perfecto, dile que es Pelé y que vuelva al campo”.
Tal vez Bibiana Aído, titular de un ministerio casi vacío de contenido, pase a la historia por la propuesta de que el Diccionario oficial incorpore el femenino miembra. Junto a la lógica rechifla, tan atrabiliaria proposición ha levantado aplausos entusiastas de los adictos a la llamada corrección política en el lenguaje. Esta corriente del pensamiento sostiene que toda lengua conlleva una visión específica de la realidad y, por tanto, determina las ideas, y que el lenguaje es en sí mismo un instrumento de transformación y reequilibrio sociales y no solo un reflejo de la sociedad que lo usa.
Esta quimera choca con dos principios de la lingüística. El primero es el de la arbitrariedad, que consagra la separación entre lengua y la realidad referida por ella. Las lenguas funcionan al margen de toda ideología: el alemán sale tan indemne del nacionalsocialismo y el italiano del fascismo como el español de la dictadura franquista. El segundo principio es el de la distinción entre lengua y habla. La lengua es el conjunto de recursos idiomáticos de una determinada comunidad, y el habla, las expresiones concretas que utilizan sus miembros. No distinguir entre una y otra supone cargar sobre la lengua las responsabilidades y prejuicios de los hablantes.
ESO ES LO QUE ocurre con la defensa de las dobles formas de los sustantivos, que lleva a hablar de “los padres y las madres”, “los niños y las niñas”, “los vascos y las vascas” y ahora “los miembros y las miembras”, como si el masculino genérico fuera un ardid para perpetuar la discriminación de las mujeres y no un rasgo natural de la lengua, fruto de la desaparición del género neutro del latín. El género es una categoría morfológica que no tiene conexión alguna con el sexo. Los expertos calculan que solo el 15% de las lenguas que se hablan en el mundo utilizan la marca de género. Pues bien, el sexismo se da en todas las sociedades, y apenas hay diferencias de comportamiento entre las que hablan lenguas cuya categoría predominante es el masculino genérico, aquellas –pocas– en las que el genérico no es el masculino sino el femenino y las que se valen de idiomas que carecen de género.
El masculino genérico responde a la necesidad de expresar el mayor número de ideas con el menor número de palabras y a ahorrarse repeticiones y circunloquios como los que utilizan en público la ministra Aído y otros muchos políticos. También responde a lo que los lingüistas llaman la teoría del marcaje, principio según el cual una categoría no marcada o bien incluye la marcada o bien no dice nada de ella. En las lenguas con género, el término no marcado es el masculino y el marcado es el femenino, es decir, el masculino incluye el femenino o no indica nada de él. La frase “todos los hombres son iguales” puede tener significados distintos, según quien la pronuncie y el contexto en que lo haga. Pero si al término hombres añadimos la palabra mujeres, consideramos a la mujer como una categoría distinta a la del hombre, y la oración adquiere otro sentido: “todos los hombres y mujeres son iguales” no equivale a “todas las personas son iguales”.
En las lenguas sin género no sucede lo mismo. Si oímos a un británico decir a linguist no sabremos si nos habla de un hombre o de una mujer salvo que recurra al convencional a woman linguist para indicarlo. En cambio, los castellanohablantes utilizamos el género para clasificar los sustantivos y establecer las concordancias. Así que el hecho de que no se mencione expresamente a las mujeres no significa que no estén comprendidas. Dicho de otro modo: el masculino genérico no es discriminatorio. Al contrario, lo que, paradójicamente, puede resultar discriminatorio es el uso del doblete genérico. Por ejemplo, si hablamos de “la asociación de padres y madres de alumnos” de una escuela, recurriendo así a la oposición de categorías marcadas –padres y madres–, hacemos exactamente lo contrario de lo que pretendemos: queremos subrayar la equivalencia de categorías y la lógica interna del lenguaje nos conduce a la oposición entre ellas. Este es el efecto perverso de la manipulación del género con voluntad antidiscriminatoria. Algo parecido ocurre con las ayudas que el Govern ofrece a las “familias con niños y niñas”, enunciado que excluye literalmente a las que solo tienen niños y a las que no tienen más que niñas.
ASÍ PUES, la duplicación del nombre clasificador hace visible a la mujer, pero no siempre para bien. Y tiene otro efecto que la hace redundante y tediosa, porque o la llevamos hasta el final, respetando la concordancia –lo que da lugar a majaderías como el “nosotros y nosotras” y el “todos y todas” de Juan José Ibarretxe–, o bien se queda a medio camino, en cuyo caso se cometen dislates como el del cartel de un grupo independentista que reclama la “libertad de los presos y presas políticas catalanas”, lo que descarta a las reclusas por delitos comunes.
Ninguno de estos ejercicios de ingeniería expresiva mejora por sí mismo la situación de la mujer. Porque el problema del sexismo no reside en el lenguaje, sino en la sociedad: las discriminaciones lingüísticas no son más que el reflejo de las desigualdades sociales, incluidas las que sufren las mujeres. Si queremos acabar con ellas hay que cambiar la realidad, no el lenguaje que los hablantes se han ido dando durante siglos. Proclamar lo contrario es un ejercicio de voluntarismo sin límites que recuerda la conocida treta del entrenador escocés de fútbol John Lambie, quien, al comunicarle el masajista de su equipo que uno de sus delanteros que había chocado con un rival sufría una conmoción y no recordaba quién era, le respondió: “Perfecto, dile que es Pelé y que vuelva al campo”.
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