Por Robert Kagan, miembro no numerario del Carnegie Endowment for International Peace, socio trasatlántico del German Marshall Fund y asesor no oficial del senador John McCain. Su libro más reciente es The Return of History and the End of Dreams (EL MUNDO, 19/06/08):
Hace apenas dos años, el pensador y autor británico Mark Leonard publicó un libro titulado Why Europe will run the 21st century [Por qué Europa llevará la voz cantante en el siglo XXI]. A día de hoy, cabe preguntarse en qué grado siquiera va a tener Europa alguna participación en el siglo XXI.
No se trata ya sólo del golpe mortal que el jueves de la semana pasada le ha propinado el rechazo de Irlanda al Tratado de Lisboa que reorganizaba la Unión Europea. He pasado seis de los últimos ocho años en la capital de la Unión Europea y, a lo largo de este período, he podido apreciar una pérdida constante de confianza de Europa en sí misma, un repliegue sobre sí misma y un pesimismo creciente respecto del futuro.
Por mucho que toda la atención se centre en los males de la economía estadounidense, pocos europeos creen que estén a punto de heredar el mundo. A la economía alemana le está yendo muy bien en estos momentos, pero eso es excepcional, e incluso los propios alemanes se temen que se trata de algo pasajero.
La complacencia que los europeos experimentan ante la debilidad del dólar y la fortaleza del euro no pasa de ser una bendita oportunidad con la que distraerse de la preocupación, profundamente arraigada, de que los gigantes asiáticos les están dejando atrás y están sacando a Europa de la competitividad en la economía internacional.
El gran vecino de Europa también les causa angustia. No hay día en que algún representante europeo no clame por una política energética común para hacer frente a los monopolios depredadores rusos, pero no hay día en que los rusos no cierren un nuevo acuerdo que favorece unos intereses europeos concretos a expensas de otros.
Los europeos están mucho más preocupados por la inmigración y la identidad cultural de lo que lo estaban cuando llegué aquí. En estos días, en la mayoría de las elecciones que se celebran en Europa las cuestiones de la inmigración y la asimilación de los inmigrantes aparecen como telón de fondo, y la inmensa mayoría de las personas con las que hablo dudan de que Europa vaya a ser capaz de integrar a los nuevos inmigrantes.
Hasta los partidarios del laicismo se sienten inquietos, por que lo que ellos llaman la Europa cristiana, está siendo corroída por el flujo imparable de musulmanes y de cultura musulmana; de ahí las protestas que se suscitaron este año ante la modesta proposición del arzobispo de Canterbury de que se encontrara acomodo en Gran Bretaña a los preceptos legales de la sharia.
Más sorprendente es, quizá, el desafío continuo a la unidad europea. La UE sigue siendo una organización milagrosa y nadie debería apostar por que no vaya a seguir avanzando. Sin embargo, las grandes potencias europeas siguen manteniendo celosamente sus prerrogativas en materia de política exterior, especialmente, algo comprensible cuando se trata de evitar el más mínimo peligro para sus soldados.
Para agravar el problema, el sentimiento generalizado aquí es que Europa está falta de un liderazgo potente. A Gordon Brown se le considera poco sólido. Angela Merkel está atada de pies y manos en su gran coalición. A muchos estadounidenses y a muchos italianos les cae bien Silvio Berlusconi, pero no a la mayoría de los europeos de fuera de Italia.
Cuando apunto, como típico estadounidense que soy, al refrescante liderazgo de Nicolas Sarkozy, fuera de Francia no me responden más que con silencio o con el ceño fruncido. En Gran Bretaña y en Alemania, Sarkozy está considerado una estrella fugaz y, como mucho, para Francia, no para Europa. Por todas partes se ve que el interés propio se impone al interés común.
Se suponía que el Tratado de Lisboa iba a resolver algunos de estos problemas. Iba a crear dos figuras con liderazgo para representar a Europa en la escena mundial, un presidente y un ministro de Asuntos Exteriores. Los nombres que se manejaban para estos dos puestos, desde Tony Blair hasta el sueco Carl Bildt, hacían posible pensar que Europa asumiría un papel más preponderante en el mundo, aún a pesar de todas las dudas. Para los euroentusiastas de un extremo al otro del continente, la nueva Constitución era la respuesta al malestar de Europa y el paso siguiente hacia el liderazgo mundial. ¿Qué va a pasar ahora, sin embargo, una vez que el Tratado está herido de muerte?
Todo esto es malo para Estados Unidos. En un mundo en el que están naciendo grandes potencias, de las que dos resultan ser autocracias, Estados Unidos necesita que los regímenes democráticos como el suyo sean tan fuertes como sea posible. Una Europa unificada, independiente, con capacidad, conviene a los intereses estadounidenses, aun en el caso de que en ocasiones podamos estar en desacuerdo. Yo preferiría mucho antes ver a Europa llevando la voz cantante en el siglo XXI que a la Rusia de Vladimir Putin o a la China de Hu Jintao.
El riesgo de esta última bofetada a la confianza europea es que nuestros aliados, incluida Gran Bretaña, puedan ir cayendo poco a poco en una suerte de intrascendencia a escala mundial. Ya surgen voces en Londres a las que no les parece mal. En The Financial Times, Gideon Rachman cree que, en su inmensa mayoría, los europeos, si no sus dirigentes, prefieren pasar desapercibidos y tienen razón al preferir esa opción. Es mejor que tener que ser como Estados Unidos, con responsabilidades en todo el mundo. A fin de cuentas, «ser una superpotencia puede constituir una empresa sangrienta y demasiado onerosa -escribe-. La debilidad de Europa es una especie de nirvana».
No cabe duda de que Rachman está en lo cierto cuando afirma que muchos europeos prefieren que sea así. Europa ha empezado a encontrarse a gusto en un papel parecido al del coro en una tragedia griega, permanentemente dedicado a comentar y a expresar su opinión sobre lo que hacen los protagonistas («¡Oh, Edipo, por tu imprudente arrogancia destrozado!»), pero prácticamente sin ningún efecto, o muy escaso, en el desarrollo del drama.
Quizá Europa, esa Europa falta de liderazgo, esa Europa falta de un nuevo tratado, es como es porque eso es lo que realmente quieren ser los europeos. En ese caso, el siglo XXI, que desde luego no será gobernado por Europa, será una época verdaderamente difícil para Estados Unidos.
Hace apenas dos años, el pensador y autor británico Mark Leonard publicó un libro titulado Why Europe will run the 21st century [Por qué Europa llevará la voz cantante en el siglo XXI]. A día de hoy, cabe preguntarse en qué grado siquiera va a tener Europa alguna participación en el siglo XXI.
No se trata ya sólo del golpe mortal que el jueves de la semana pasada le ha propinado el rechazo de Irlanda al Tratado de Lisboa que reorganizaba la Unión Europea. He pasado seis de los últimos ocho años en la capital de la Unión Europea y, a lo largo de este período, he podido apreciar una pérdida constante de confianza de Europa en sí misma, un repliegue sobre sí misma y un pesimismo creciente respecto del futuro.
Por mucho que toda la atención se centre en los males de la economía estadounidense, pocos europeos creen que estén a punto de heredar el mundo. A la economía alemana le está yendo muy bien en estos momentos, pero eso es excepcional, e incluso los propios alemanes se temen que se trata de algo pasajero.
La complacencia que los europeos experimentan ante la debilidad del dólar y la fortaleza del euro no pasa de ser una bendita oportunidad con la que distraerse de la preocupación, profundamente arraigada, de que los gigantes asiáticos les están dejando atrás y están sacando a Europa de la competitividad en la economía internacional.
El gran vecino de Europa también les causa angustia. No hay día en que algún representante europeo no clame por una política energética común para hacer frente a los monopolios depredadores rusos, pero no hay día en que los rusos no cierren un nuevo acuerdo que favorece unos intereses europeos concretos a expensas de otros.
Los europeos están mucho más preocupados por la inmigración y la identidad cultural de lo que lo estaban cuando llegué aquí. En estos días, en la mayoría de las elecciones que se celebran en Europa las cuestiones de la inmigración y la asimilación de los inmigrantes aparecen como telón de fondo, y la inmensa mayoría de las personas con las que hablo dudan de que Europa vaya a ser capaz de integrar a los nuevos inmigrantes.
Hasta los partidarios del laicismo se sienten inquietos, por que lo que ellos llaman la Europa cristiana, está siendo corroída por el flujo imparable de musulmanes y de cultura musulmana; de ahí las protestas que se suscitaron este año ante la modesta proposición del arzobispo de Canterbury de que se encontrara acomodo en Gran Bretaña a los preceptos legales de la sharia.
Más sorprendente es, quizá, el desafío continuo a la unidad europea. La UE sigue siendo una organización milagrosa y nadie debería apostar por que no vaya a seguir avanzando. Sin embargo, las grandes potencias europeas siguen manteniendo celosamente sus prerrogativas en materia de política exterior, especialmente, algo comprensible cuando se trata de evitar el más mínimo peligro para sus soldados.
Para agravar el problema, el sentimiento generalizado aquí es que Europa está falta de un liderazgo potente. A Gordon Brown se le considera poco sólido. Angela Merkel está atada de pies y manos en su gran coalición. A muchos estadounidenses y a muchos italianos les cae bien Silvio Berlusconi, pero no a la mayoría de los europeos de fuera de Italia.
Cuando apunto, como típico estadounidense que soy, al refrescante liderazgo de Nicolas Sarkozy, fuera de Francia no me responden más que con silencio o con el ceño fruncido. En Gran Bretaña y en Alemania, Sarkozy está considerado una estrella fugaz y, como mucho, para Francia, no para Europa. Por todas partes se ve que el interés propio se impone al interés común.
Se suponía que el Tratado de Lisboa iba a resolver algunos de estos problemas. Iba a crear dos figuras con liderazgo para representar a Europa en la escena mundial, un presidente y un ministro de Asuntos Exteriores. Los nombres que se manejaban para estos dos puestos, desde Tony Blair hasta el sueco Carl Bildt, hacían posible pensar que Europa asumiría un papel más preponderante en el mundo, aún a pesar de todas las dudas. Para los euroentusiastas de un extremo al otro del continente, la nueva Constitución era la respuesta al malestar de Europa y el paso siguiente hacia el liderazgo mundial. ¿Qué va a pasar ahora, sin embargo, una vez que el Tratado está herido de muerte?
Todo esto es malo para Estados Unidos. En un mundo en el que están naciendo grandes potencias, de las que dos resultan ser autocracias, Estados Unidos necesita que los regímenes democráticos como el suyo sean tan fuertes como sea posible. Una Europa unificada, independiente, con capacidad, conviene a los intereses estadounidenses, aun en el caso de que en ocasiones podamos estar en desacuerdo. Yo preferiría mucho antes ver a Europa llevando la voz cantante en el siglo XXI que a la Rusia de Vladimir Putin o a la China de Hu Jintao.
El riesgo de esta última bofetada a la confianza europea es que nuestros aliados, incluida Gran Bretaña, puedan ir cayendo poco a poco en una suerte de intrascendencia a escala mundial. Ya surgen voces en Londres a las que no les parece mal. En The Financial Times, Gideon Rachman cree que, en su inmensa mayoría, los europeos, si no sus dirigentes, prefieren pasar desapercibidos y tienen razón al preferir esa opción. Es mejor que tener que ser como Estados Unidos, con responsabilidades en todo el mundo. A fin de cuentas, «ser una superpotencia puede constituir una empresa sangrienta y demasiado onerosa -escribe-. La debilidad de Europa es una especie de nirvana».
No cabe duda de que Rachman está en lo cierto cuando afirma que muchos europeos prefieren que sea así. Europa ha empezado a encontrarse a gusto en un papel parecido al del coro en una tragedia griega, permanentemente dedicado a comentar y a expresar su opinión sobre lo que hacen los protagonistas («¡Oh, Edipo, por tu imprudente arrogancia destrozado!»), pero prácticamente sin ningún efecto, o muy escaso, en el desarrollo del drama.
Quizá Europa, esa Europa falta de liderazgo, esa Europa falta de un nuevo tratado, es como es porque eso es lo que realmente quieren ser los europeos. En ese caso, el siglo XXI, que desde luego no será gobernado por Europa, será una época verdaderamente difícil para Estados Unidos.
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