Por Manel Poch, Catedrático de Ingeniería Química (EL PERIÓDICO, 27/06/08):
La aparición del concepto de nueva cultura del agua representó un soplo de aire fresco y renovador. En un momento en el que se programaban grandes trasvases con inversiones millonarias, la aparición de una nueva mentalidad sobre el agua en la que el acento no se ponía en el incremento desaforado del consumo, sino en cómo gestionar mejor el recurso del que disponíamos, fue recibida de forma casi unánime como una gran noticia.
Que además se empezara a considerar el medio como un nuevo actor a tener en cuenta en la gestión del recurso agua, en consonancia con un incremento de la conciencia ambiental, consolidó aún más esta nueva cultura, que se convirtió en mayoritaria en nuestro país.
COMO cualquier nuevo paradigma, existen diferentes aspectos que lo definen. Pero si una idea cobró fuerza fue la de sustituir la cultura de la oferta por la cultura de la demanda. Ya no se trataba de ver cuánta agua se necesitaba en una zona, sino de adecuar el consumo al agua disponible. Una nueva cultura, pues, que entroncaba con unas costumbres tradicionales de ahorro y adaptación a las disponibilidades reales. Pero una cosa es la reflexión genérica, en la que todos podemos estar de acuerdo, y otra, bien diferente, es la responsabilidad de dar agua a una sociedad desarrollada en el siglo XXI. Una sociedad, no lo olvidemos, que está ubicada en un entorno mediterráneo, con regímenes hidrológicos muy variables y donde, por ejemplo, poder disponer de piscina es una aspiración muy (¿quizá demasiado?) generalizada.
Ello provocó que, en cuanto aparecieron los primeros indicios de la posibilidad de sequía, se plantearan diferentes puntos de vista entre las posturas más conceptuales, partidarias del principio de que cada cuenca solo puede hacer uso del recurso que recibe de forma natural, y los más pragmáticos, que reconocen una situación de hecho, en la que las ciudades y las demandas están donde están. Y el agua está donde está.
En este contexto, parece que el paradigma de sustituir la cultura de la demanda por la de la oferta debería ser matizado. En primer lugar, porque se ha constatado que actuar solo en la reducción del consumo no ha sido suficiente. A pesar del esfuerzo realizado por la ciudadanía, el cambio social que requeriría llegar a los consumos que permitiesen la autosuficiencia en cada cuenca parece estar bastante lejos. En segundo lugar, porque uno de los elementos que ha ayudado en la gestión de la sequía y que se ha vuelto imprescindible son los embalses, unos representantes arquetípicos de la vieja cultura del agua: después de lo que se ha visto, al parecer habrá que seguir teniéndolos en cuenta. En tercer lugar, porque hay que recordar que actualmente ya existen trasvases: más del 50% del consumo del área metropolitana procede del Ter, que, como se dice en Girona, ahora desemboca en Barcelona.
¿Qué hacer, entonces? Pues constatar la necesidad de llegar a equilibrios. A soluciones consensuadas. Quizá el futuro paradigma no será sustituir la cultura de la demanda por la de la oferta, sino complementarlas. Y esto es lo que ya han hecho, a pesar de que a veces de forma poco explícita, nuestras autoridades. Hay que seguir promocionando el consumo responsable, pero debemos reconocer que con esto no será suficiente y tenemos que ser imaginativos a la hora de conseguir nuevos recursos de agua.
Pero, antes de hablar de nuevos recursos no convencionales, hay que recordar que la única agua que obtenemos gratis es la que cae del cielo. La otra requiere no solo el transporte, sino también la transformación necesaria a partir de una materia prima, con los costes que una operación así implica. Costes que me temo que nos tocará asumir, sea en forma de incrementos de canon o a partir de los presupuestos del Gobierno en detrimento de otras partidas. En todo caso, no será gratis. Será importante seguir el debate de quién y cómo paga estos gastos. Y es que transformar agua de mar o agua de salida de depuradora en agua potable es técnicamente posible. Este no es un debate tecnológico: la solución existe y es lo bastante fiable, pero requiere unas instalaciones adecuadas y, principalmente, es preciso que funcionen. Es decir: implica, entre otras cosas, energía. Más en el caso de las desalinizadoras, con una estimación que puede variar entre 3 y 4 kW/h por cada m. Y estamos hablando de centenares de millones de metros cúbicos por año, en un momento en el que el precio de la energía es un factor muy problemático cara al futuro.
NO HAY soluciones únicas ni mágicas. Yo comento a mis estudiantes que, en temas ambientales, si alguien les vende una solución que lo arregla todo y a buen precio, o les está engañando o se está autoengañando. Siempre se producen efectos colaterales que hay que analizar para evitar problemas posteriores. Seguramente, esta es la mejor lección que hemos podido aprender en los últimos tiempos. Habrá que evaluar todas las alternativas, no solo económicamente (que los economistas ya harán sus evaluaciones y nos dirán lo que es más barato o más caro), sino también ambiental y socialmente.
Afortunadamente, ha llovido. Las lluvias han propiciado que los diversos y necesarios debates (el económico, el tecnológico, el sociológico, el científico) se puedan llevar a cabo en un marco de tranquilidad y con la participación de los agentes implicados. Y no solo estamos hablando de la gestión del agua, sino también del tipo de desarrollo que queremos como país.
La aparición del concepto de nueva cultura del agua representó un soplo de aire fresco y renovador. En un momento en el que se programaban grandes trasvases con inversiones millonarias, la aparición de una nueva mentalidad sobre el agua en la que el acento no se ponía en el incremento desaforado del consumo, sino en cómo gestionar mejor el recurso del que disponíamos, fue recibida de forma casi unánime como una gran noticia.
Que además se empezara a considerar el medio como un nuevo actor a tener en cuenta en la gestión del recurso agua, en consonancia con un incremento de la conciencia ambiental, consolidó aún más esta nueva cultura, que se convirtió en mayoritaria en nuestro país.
COMO cualquier nuevo paradigma, existen diferentes aspectos que lo definen. Pero si una idea cobró fuerza fue la de sustituir la cultura de la oferta por la cultura de la demanda. Ya no se trataba de ver cuánta agua se necesitaba en una zona, sino de adecuar el consumo al agua disponible. Una nueva cultura, pues, que entroncaba con unas costumbres tradicionales de ahorro y adaptación a las disponibilidades reales. Pero una cosa es la reflexión genérica, en la que todos podemos estar de acuerdo, y otra, bien diferente, es la responsabilidad de dar agua a una sociedad desarrollada en el siglo XXI. Una sociedad, no lo olvidemos, que está ubicada en un entorno mediterráneo, con regímenes hidrológicos muy variables y donde, por ejemplo, poder disponer de piscina es una aspiración muy (¿quizá demasiado?) generalizada.
Ello provocó que, en cuanto aparecieron los primeros indicios de la posibilidad de sequía, se plantearan diferentes puntos de vista entre las posturas más conceptuales, partidarias del principio de que cada cuenca solo puede hacer uso del recurso que recibe de forma natural, y los más pragmáticos, que reconocen una situación de hecho, en la que las ciudades y las demandas están donde están. Y el agua está donde está.
En este contexto, parece que el paradigma de sustituir la cultura de la demanda por la de la oferta debería ser matizado. En primer lugar, porque se ha constatado que actuar solo en la reducción del consumo no ha sido suficiente. A pesar del esfuerzo realizado por la ciudadanía, el cambio social que requeriría llegar a los consumos que permitiesen la autosuficiencia en cada cuenca parece estar bastante lejos. En segundo lugar, porque uno de los elementos que ha ayudado en la gestión de la sequía y que se ha vuelto imprescindible son los embalses, unos representantes arquetípicos de la vieja cultura del agua: después de lo que se ha visto, al parecer habrá que seguir teniéndolos en cuenta. En tercer lugar, porque hay que recordar que actualmente ya existen trasvases: más del 50% del consumo del área metropolitana procede del Ter, que, como se dice en Girona, ahora desemboca en Barcelona.
¿Qué hacer, entonces? Pues constatar la necesidad de llegar a equilibrios. A soluciones consensuadas. Quizá el futuro paradigma no será sustituir la cultura de la demanda por la de la oferta, sino complementarlas. Y esto es lo que ya han hecho, a pesar de que a veces de forma poco explícita, nuestras autoridades. Hay que seguir promocionando el consumo responsable, pero debemos reconocer que con esto no será suficiente y tenemos que ser imaginativos a la hora de conseguir nuevos recursos de agua.
Pero, antes de hablar de nuevos recursos no convencionales, hay que recordar que la única agua que obtenemos gratis es la que cae del cielo. La otra requiere no solo el transporte, sino también la transformación necesaria a partir de una materia prima, con los costes que una operación así implica. Costes que me temo que nos tocará asumir, sea en forma de incrementos de canon o a partir de los presupuestos del Gobierno en detrimento de otras partidas. En todo caso, no será gratis. Será importante seguir el debate de quién y cómo paga estos gastos. Y es que transformar agua de mar o agua de salida de depuradora en agua potable es técnicamente posible. Este no es un debate tecnológico: la solución existe y es lo bastante fiable, pero requiere unas instalaciones adecuadas y, principalmente, es preciso que funcionen. Es decir: implica, entre otras cosas, energía. Más en el caso de las desalinizadoras, con una estimación que puede variar entre 3 y 4 kW/h por cada m. Y estamos hablando de centenares de millones de metros cúbicos por año, en un momento en el que el precio de la energía es un factor muy problemático cara al futuro.
NO HAY soluciones únicas ni mágicas. Yo comento a mis estudiantes que, en temas ambientales, si alguien les vende una solución que lo arregla todo y a buen precio, o les está engañando o se está autoengañando. Siempre se producen efectos colaterales que hay que analizar para evitar problemas posteriores. Seguramente, esta es la mejor lección que hemos podido aprender en los últimos tiempos. Habrá que evaluar todas las alternativas, no solo económicamente (que los economistas ya harán sus evaluaciones y nos dirán lo que es más barato o más caro), sino también ambiental y socialmente.
Afortunadamente, ha llovido. Las lluvias han propiciado que los diversos y necesarios debates (el económico, el tecnológico, el sociológico, el científico) se puedan llevar a cabo en un marco de tranquilidad y con la participación de los agentes implicados. Y no solo estamos hablando de la gestión del agua, sino también del tipo de desarrollo que queremos como país.
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