Por Madeleine K. Albright, ex secretaria de Estado de Estados Unidos desde 1997 a 2001 (EL MUNDO, 12/06/08):
La respuesta criminalmente negligente del Gobierno de Birmania al ciclón del mes pasado y la reacción del mundo a esa respuesta ilustran tres desalentadoras realidades de nuestros días: los gobiernos totalitarios siguen ahí tan campantes, sus vecinos son reacios a presionarlos para que cambien y la noción de soberanía nacional como algo sagrado está ganando terreno, ayudada no en pequeña medida por los resultados desastrosos de la invasión de Irak por EEUU. De hecho, muchas de las intervenciones necesarias en la década anterior a esta invasión, en lugares como Haití y los Balcanes, parecerían imposibles en el ambiente hoy reinante.
La primera realidad, y la más obvia, es la supervivencia de gobiernos totalitarios en una era de comunicaciones globales y progreso democrático. La junta militar de Myanmar emplea el mismo repertorio de instrumentos utilizados por los epígonos de Stalin para aplastar a los disidentes y controlar las vidas de los ciudadanos. Las necesidades de las víctimas del ciclón Nargis no significan nada para un régimen centrado exclusivamente en mantener su propia autoridad.
La segunda es la nula disposición de los países vecinos de Myanmar a recurrir a su capacidad de influencia colectiva en favor del cambio. Hace una década, cuando a Myanmar se le permitió entrar a formar parte de la ASAO (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático en sus siglas en inglés), dirigentes de la zona me aseguraron que presionarían a la junta para que procediera a abrir su economía y avanzara hacia la democracia. Con escasas y honorables excepciones, eso no ha ocurrido.
Una tercera realidad es que el concepto de soberanía nacional, en cuanto que principio inviolable y fundamental de la legislación internacional, está, una vez más, ganando terreno de nuevo. Muchos diplomáticos y expertos en política exterior tenían la esperanza de que la caída del Muro de Berlín llevaría a la creación de un sistema mundial integrado, libre de esferas de influencia, en el que cicatrizarían las heridas causadas por los imperios coloniales y los de la Guerra Fría.
En un mundo así, la comunidad internacional reconocería como propia una responsabilidad que pasaría por encima de la soberanía en situaciones excepcionales, como impedir las persecuciones raciales o los genocidios, detener a criminales de guerra, restaurar la democracia o proporcionar socorro en casos de desastre cuando los gobiernos nacionales no pudieran o no quisieran tomar las medidas correspondientes.
A lo largo de los años 90 se crearon algunos precedentes. El Gobierno de George Bush intervino para atajar el hambre en Somalia y para ayudar a los kurdos del norte de Irak, el Gobierno Clinton repuso en el poder en Haití a un dirigente elegido democráticamente, la OTAN puso fin a la guerra en Bosnia y cortó la campaña de terror de Slobodan Milosevic en Kosovo; los británicos pararon una guerra civil en Sierra Leona y las Naciones Unidas autorizaron misiones de socorro en Timor Oriental y en otros lugares del mundo.
Estas intervenciones no representaron ningún paso hacia un gobierno mundial. Reflejaban la postura de que el sistema internacional existe para que se impongan unos determinados valores esenciales, entre ellos, el desarrollo, la Justicia y los Derechos Humanos. Desde este punto de vista, la soberanía sigue teniendo una consideración fundamental, pero pueden plantearse casos en los que exista la responsabilidad de intervenir para salvar vidas, mediante sanciones o, en casos extremos, mediante el empleo de la fuerza.
La decisión del Gobierno Bush de presentar batalla en Afganistán a raíz del 11-S no restó fuerza, en modo alguno, a este planteamiento porque estuvo motivada claramente por la autodefensa. La invasión de Irak, con toda aquella palabrería grandilocuente sobre la prevención, era sin embargo, harina de otro costal. Desencadenó una reacción negativa que ha debilitado el apoyo a intervenciones transfronterizas en pos de objetivos encomiables. Los gobiernos, especialmente los del mundo en vías de desarrollo, están ahora decididos a mantener el principio de soberanía, aun cuando los costes humanos de esta actuación sean tan elevados.
Así es como los dirigentes de Myanmar se han librado de las repercusiones de sus atroces decisiones, Sudán ha tenido la posibilidad de dictar las condiciones de las operaciones multinacionales en Darfur y hasta es posible que el Gobierno de Zimbabue se salga con la suya de robar unas elecciones presidenciales.
Los dirigentes políticos de Pakistán han conminado al Gobierno Bush a echar marcha atrás a pesar del incremento de células de Al Qaeda y de los talibán en el indómito noroeste del país, los dirigentes africanos han dicho que no (lo que quizá sea comprensible) a la creación de un mando militar norteamericano para el continente y, a pesar de esfuerzos recientes por introducir dentro de la legislación internacional la doctrina de la «responsabilidad de protección», el concepto de la intervención humanitaria ha perdido predicamento.
La conciencia mundial no es que esté dormida pero, tras las turbulencias de los últimos años, se encuentra en un estado de profunda confusión. Algunos gobiernos estarán en contra de que se hagan excepciones al principio de soberanía porque temen las críticas a sus políticas respectivas. Otros defenderán el carácter sacrosanto de la soberanía hasta que recuperen la confianza en el criterio de los que proponen excepciones.
Lo que se ventila en el fondo de este debate es en qué consiste el sistema internacional. ¿No es nada más que una colección de recursos prácticos encajados por los gobiernos en un ordenamiento legal para protegerse a sí mismos? ¿Es un marco vivo de reglas dirigidas a hacer del mundo un lugar más humano? Sabemos cuál sería la respuesta del Gobierno de Myanmar a esta pregunta, pero lo que necesitamos oír es la voz (y el grito) del pueblo de Birmania.
La respuesta criminalmente negligente del Gobierno de Birmania al ciclón del mes pasado y la reacción del mundo a esa respuesta ilustran tres desalentadoras realidades de nuestros días: los gobiernos totalitarios siguen ahí tan campantes, sus vecinos son reacios a presionarlos para que cambien y la noción de soberanía nacional como algo sagrado está ganando terreno, ayudada no en pequeña medida por los resultados desastrosos de la invasión de Irak por EEUU. De hecho, muchas de las intervenciones necesarias en la década anterior a esta invasión, en lugares como Haití y los Balcanes, parecerían imposibles en el ambiente hoy reinante.
La primera realidad, y la más obvia, es la supervivencia de gobiernos totalitarios en una era de comunicaciones globales y progreso democrático. La junta militar de Myanmar emplea el mismo repertorio de instrumentos utilizados por los epígonos de Stalin para aplastar a los disidentes y controlar las vidas de los ciudadanos. Las necesidades de las víctimas del ciclón Nargis no significan nada para un régimen centrado exclusivamente en mantener su propia autoridad.
La segunda es la nula disposición de los países vecinos de Myanmar a recurrir a su capacidad de influencia colectiva en favor del cambio. Hace una década, cuando a Myanmar se le permitió entrar a formar parte de la ASAO (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático en sus siglas en inglés), dirigentes de la zona me aseguraron que presionarían a la junta para que procediera a abrir su economía y avanzara hacia la democracia. Con escasas y honorables excepciones, eso no ha ocurrido.
Una tercera realidad es que el concepto de soberanía nacional, en cuanto que principio inviolable y fundamental de la legislación internacional, está, una vez más, ganando terreno de nuevo. Muchos diplomáticos y expertos en política exterior tenían la esperanza de que la caída del Muro de Berlín llevaría a la creación de un sistema mundial integrado, libre de esferas de influencia, en el que cicatrizarían las heridas causadas por los imperios coloniales y los de la Guerra Fría.
En un mundo así, la comunidad internacional reconocería como propia una responsabilidad que pasaría por encima de la soberanía en situaciones excepcionales, como impedir las persecuciones raciales o los genocidios, detener a criminales de guerra, restaurar la democracia o proporcionar socorro en casos de desastre cuando los gobiernos nacionales no pudieran o no quisieran tomar las medidas correspondientes.
A lo largo de los años 90 se crearon algunos precedentes. El Gobierno de George Bush intervino para atajar el hambre en Somalia y para ayudar a los kurdos del norte de Irak, el Gobierno Clinton repuso en el poder en Haití a un dirigente elegido democráticamente, la OTAN puso fin a la guerra en Bosnia y cortó la campaña de terror de Slobodan Milosevic en Kosovo; los británicos pararon una guerra civil en Sierra Leona y las Naciones Unidas autorizaron misiones de socorro en Timor Oriental y en otros lugares del mundo.
Estas intervenciones no representaron ningún paso hacia un gobierno mundial. Reflejaban la postura de que el sistema internacional existe para que se impongan unos determinados valores esenciales, entre ellos, el desarrollo, la Justicia y los Derechos Humanos. Desde este punto de vista, la soberanía sigue teniendo una consideración fundamental, pero pueden plantearse casos en los que exista la responsabilidad de intervenir para salvar vidas, mediante sanciones o, en casos extremos, mediante el empleo de la fuerza.
La decisión del Gobierno Bush de presentar batalla en Afganistán a raíz del 11-S no restó fuerza, en modo alguno, a este planteamiento porque estuvo motivada claramente por la autodefensa. La invasión de Irak, con toda aquella palabrería grandilocuente sobre la prevención, era sin embargo, harina de otro costal. Desencadenó una reacción negativa que ha debilitado el apoyo a intervenciones transfronterizas en pos de objetivos encomiables. Los gobiernos, especialmente los del mundo en vías de desarrollo, están ahora decididos a mantener el principio de soberanía, aun cuando los costes humanos de esta actuación sean tan elevados.
Así es como los dirigentes de Myanmar se han librado de las repercusiones de sus atroces decisiones, Sudán ha tenido la posibilidad de dictar las condiciones de las operaciones multinacionales en Darfur y hasta es posible que el Gobierno de Zimbabue se salga con la suya de robar unas elecciones presidenciales.
Los dirigentes políticos de Pakistán han conminado al Gobierno Bush a echar marcha atrás a pesar del incremento de células de Al Qaeda y de los talibán en el indómito noroeste del país, los dirigentes africanos han dicho que no (lo que quizá sea comprensible) a la creación de un mando militar norteamericano para el continente y, a pesar de esfuerzos recientes por introducir dentro de la legislación internacional la doctrina de la «responsabilidad de protección», el concepto de la intervención humanitaria ha perdido predicamento.
La conciencia mundial no es que esté dormida pero, tras las turbulencias de los últimos años, se encuentra en un estado de profunda confusión. Algunos gobiernos estarán en contra de que se hagan excepciones al principio de soberanía porque temen las críticas a sus políticas respectivas. Otros defenderán el carácter sacrosanto de la soberanía hasta que recuperen la confianza en el criterio de los que proponen excepciones.
Lo que se ventila en el fondo de este debate es en qué consiste el sistema internacional. ¿No es nada más que una colección de recursos prácticos encajados por los gobiernos en un ordenamiento legal para protegerse a sí mismos? ¿Es un marco vivo de reglas dirigidas a hacer del mundo un lugar más humano? Sabemos cuál sería la respuesta del Gobierno de Myanmar a esta pregunta, pero lo que necesitamos oír es la voz (y el grito) del pueblo de Birmania.
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