Por José María Zufiaur, consejero del Comité Económico y Social Europeo (EL PAÍS, 23/06/08):
La decisión mayoritaria del Consejo de la Unión Europea del pasado 9 de junio sobre la revisión de la directiva relativa al tiempo de trabajo no ha modificado el precepto básico de que la duración media del trabajo no exceda de 48 horas, incluidas las horas extraordinarias, por cada periodo de siete días. Pero al mantener la posibilidad de que por acuerdo individual entre el trabajador y el empresario se pueda superar dicho umbral, y al cifrar esa excepción en un tope de 65 horas a la semana, amenaza con vaciar de sustancia el límite legal de la jornada de trabajo, debilitar y condicionar la negociación colectiva y establecer un nuevo horizonte simbólico para la duración de la semana laboral.
El acuerdo del Consejo de la UE “britaniza” el derecho europeo del trabajo. El eslogan de Sarkozy, “trabajar más para ganar más”, toma el relevo en Europa a la bandera sindical de “trabajar menos para trabajar todos”. Todo un cambio de paradigma. Causa de enorme perplejidad y decepción para los que tienen en el mundo el modelo social europeo como referencia. Y una profunda incoherencia con el discurso a favor de la salud en el trabajo y de la conciliación laboral y personal.
Lo peor es que éste sólo es un síntoma más, que se añade a otros, en una Europa social que, en expresión del secretario general de la Confederación Europea de Sindicatos (CES), John Monks, se “bate en retirada”. Y cuya superación depende básicamente de un binomio de cuestiones hoy por hoy inexistente: un proyecto político de Europa que prevalezca sobre las reglas económicas que rigen la vida comunitaria y una coalición de fuerzas capaz de llevarlo adelante.
La actual regulación europea de la jornada semanal ya es muy flexible. Establece que el periodo obligatorio de descanso diario será de 11 horas y el semanal de 24, con lo que, en realidad, se pueden llegar a trabajar 78 horas a la semana. La vigente directiva permite, además, un descuelgue -opt-out- individual, pactado entre el trabajador y el empresario, del máximo legal semanal. Y establece un “periodo de referencia” de cuatro meses durante el cual se pueden realizar más de 48 horas de trabajo a la semana, mediante una “ordenación irregular de la jornada” a lo largo de ese periodo, pactada en convenio.
Como consecuencia de todo ello, en el Reino Unido, principal valedor de los contenidos de la actual norma, cerca de cinco millones de personas trabajan más de 48 horas a la semana, y algunos centenares de miles llegan a las 78 con cierta frecuencia
Para evitar los abusos a que ha dado lugar el opt-out se esperaba que la Comisión y el Consejo derogaran el descuelgue individual de la jornada máxima semanal o, al menos, establecieran un periodo transitorio al cabo del cual se procediera a su extinción. Que ampliaran los tiempos de descanso obligatorio, diario y semanal, y propusieran que la superación del límite máximo de tiempo de trabajo semanal se acuerde exclusivamente por la vía de la negociación colectiva. Y adaptaran la directiva a varias sentencias del Tribunal de Justicia Europeo (TJE), cuyo contenido determina inequívocamente que los tiempos de guardia forman parte del tiempo efectivo de trabajo. Pero no ha sido así. El acuerdo del Consejo sigue manteniendo la posibilidad de derogación individual, aunque limitada por nuevos requisitos. En las guardias, se da carta de naturaleza a que los “tiempos inactivos” no se consideren tiempo de trabajo, salvo convenio o norma en contrario, y se establece la posibilidad, en uno de los supuestos sin acuerdo colectivo, de ampliar hasta 12 meses el periodo de referencia para la anualización de la jornada.
Todo ello implica una potencial amenaza para la duración máxima legal de trabajo en cada Estado miembro y para la regulación de las guardias de colectivos como médicos, bomberos o cajeras de supermercado. Y de otros sectores laborales que, como los trabajadores móviles del transporte por carretera, tienen reconocido, en otra directiva comunitaria, el tiempo “de atención continuada” como tiempo de trabajo.
Es previsible que el opt-out británico se extienda a otros países, alimentando, de esa manera, el dumping social. Y que la negociación colectiva sea marginada allá donde se pueda para así establecer periodos de referencia más amplios y tiempos de trabajo semanales desmesurados. Como se está intentando hacer ya en Francia, las 35 horas de trabajo semanal a tiempo completo pasarán al baúl de los recuerdos y, en general, aumentará la discrecionalidad empresarial para flexibilizar aún más la organización del tiempo de trabajo.
Es posible, y deseable, que, no obstante, el Parlamento Europeo (PE) elimine, en el procedimiento de segunda lectura, los elementos más negativos de la propuesta consensuada en el Consejo. Pero salvo que se produzca una gran reacción social y política en contra, no está claro que ello termine sucediendo, sobre todo tras el cambio de posición de Francia e Italia. Y tampoco está garantizado que, incluso si eso sucede, no termine acaeciendo lo que está pasando tras la profunda modificación que realizó el PE del proyecto de la directiva “Bolkenstein”: algunos de sus contenidos se están intentando reintroducir de nuevo, al amparo de la revisión de la directiva de desplazamiento de trabajadores y de las sentencias del TJE.
La parálisis legislativa del último decenio en el campo social, la creciente sustitución de los procedimientos obligatorios por los indicativos y voluntarios, el contenido regresivo de las propuestas que terminan aprobándose, el drástico endurecimiento de las políticas migratorias, las recientes sentencias del TJE sobre los casos Laval, Viking y Rüffert son algunas de las manifestaciones que indican que lo que está sucediendo con la directiva de tiempo de trabajo no es un hecho aislado.
En realidad, estamos asistiendo a la erosión progresiva del modelo social europeo. Las citadas sentencias han confirmado la prevalencia, en el ordenamiento jurídico comunitario, de los derechos de establecimiento y de libre prestación de servicios sobre los derechos fundamentales de negociación colectiva y de huelga. De esta manera, se ha legitimado la competencia desleal realizada por empresas de unos Estados miembro en otros Estados miembro de la UE, al aplicar a sus trabajadores desplazados menores salarios y peores condiciones de trabajo que los que rigen en los países donde se localizaron esas empresas.
La política social europea está dejando de ser parte de la solución para pasar a ser parte del problema. Por ello, la CES ha propuesto que se incluya en el Tratado de Lisboa un Protocolo de “progreso social” que asegure la prioridad de los derechos sociales fundamentales sobre las libertades económicas y las normas de competencia y evite que las directivas o reglamentos sociales europeos puedan, por la vía de la ley o del convenio, empeorar los estándares nacionales. La política social europea ha pasado de tener como norte, en los años 60 y 70, la “equiparación en el progreso” a perseguir el establecimiento de “prescripciones mínimas” en los años 80 y 90, y, actualmente, a derivar hacia una especie de “competición entre modelos sociales nacionales”. Un panorama que desgraciadamente no contribuye a aumentar el entusiasmo de los ciudadanos europeos hacia la construcción europea. Y que reclama con urgencia la reacción de un bloque de países que estén dispuestos a defender el modelo social europeo. El encadenamiento en los próximos dos años de presidencias europeas en las que se van a suceder Francia, Suecia, España y Bélgica puede ser una buena oportunidad para ello.
La decisión mayoritaria del Consejo de la Unión Europea del pasado 9 de junio sobre la revisión de la directiva relativa al tiempo de trabajo no ha modificado el precepto básico de que la duración media del trabajo no exceda de 48 horas, incluidas las horas extraordinarias, por cada periodo de siete días. Pero al mantener la posibilidad de que por acuerdo individual entre el trabajador y el empresario se pueda superar dicho umbral, y al cifrar esa excepción en un tope de 65 horas a la semana, amenaza con vaciar de sustancia el límite legal de la jornada de trabajo, debilitar y condicionar la negociación colectiva y establecer un nuevo horizonte simbólico para la duración de la semana laboral.
El acuerdo del Consejo de la UE “britaniza” el derecho europeo del trabajo. El eslogan de Sarkozy, “trabajar más para ganar más”, toma el relevo en Europa a la bandera sindical de “trabajar menos para trabajar todos”. Todo un cambio de paradigma. Causa de enorme perplejidad y decepción para los que tienen en el mundo el modelo social europeo como referencia. Y una profunda incoherencia con el discurso a favor de la salud en el trabajo y de la conciliación laboral y personal.
Lo peor es que éste sólo es un síntoma más, que se añade a otros, en una Europa social que, en expresión del secretario general de la Confederación Europea de Sindicatos (CES), John Monks, se “bate en retirada”. Y cuya superación depende básicamente de un binomio de cuestiones hoy por hoy inexistente: un proyecto político de Europa que prevalezca sobre las reglas económicas que rigen la vida comunitaria y una coalición de fuerzas capaz de llevarlo adelante.
La actual regulación europea de la jornada semanal ya es muy flexible. Establece que el periodo obligatorio de descanso diario será de 11 horas y el semanal de 24, con lo que, en realidad, se pueden llegar a trabajar 78 horas a la semana. La vigente directiva permite, además, un descuelgue -opt-out- individual, pactado entre el trabajador y el empresario, del máximo legal semanal. Y establece un “periodo de referencia” de cuatro meses durante el cual se pueden realizar más de 48 horas de trabajo a la semana, mediante una “ordenación irregular de la jornada” a lo largo de ese periodo, pactada en convenio.
Como consecuencia de todo ello, en el Reino Unido, principal valedor de los contenidos de la actual norma, cerca de cinco millones de personas trabajan más de 48 horas a la semana, y algunos centenares de miles llegan a las 78 con cierta frecuencia
Para evitar los abusos a que ha dado lugar el opt-out se esperaba que la Comisión y el Consejo derogaran el descuelgue individual de la jornada máxima semanal o, al menos, establecieran un periodo transitorio al cabo del cual se procediera a su extinción. Que ampliaran los tiempos de descanso obligatorio, diario y semanal, y propusieran que la superación del límite máximo de tiempo de trabajo semanal se acuerde exclusivamente por la vía de la negociación colectiva. Y adaptaran la directiva a varias sentencias del Tribunal de Justicia Europeo (TJE), cuyo contenido determina inequívocamente que los tiempos de guardia forman parte del tiempo efectivo de trabajo. Pero no ha sido así. El acuerdo del Consejo sigue manteniendo la posibilidad de derogación individual, aunque limitada por nuevos requisitos. En las guardias, se da carta de naturaleza a que los “tiempos inactivos” no se consideren tiempo de trabajo, salvo convenio o norma en contrario, y se establece la posibilidad, en uno de los supuestos sin acuerdo colectivo, de ampliar hasta 12 meses el periodo de referencia para la anualización de la jornada.
Todo ello implica una potencial amenaza para la duración máxima legal de trabajo en cada Estado miembro y para la regulación de las guardias de colectivos como médicos, bomberos o cajeras de supermercado. Y de otros sectores laborales que, como los trabajadores móviles del transporte por carretera, tienen reconocido, en otra directiva comunitaria, el tiempo “de atención continuada” como tiempo de trabajo.
Es previsible que el opt-out británico se extienda a otros países, alimentando, de esa manera, el dumping social. Y que la negociación colectiva sea marginada allá donde se pueda para así establecer periodos de referencia más amplios y tiempos de trabajo semanales desmesurados. Como se está intentando hacer ya en Francia, las 35 horas de trabajo semanal a tiempo completo pasarán al baúl de los recuerdos y, en general, aumentará la discrecionalidad empresarial para flexibilizar aún más la organización del tiempo de trabajo.
Es posible, y deseable, que, no obstante, el Parlamento Europeo (PE) elimine, en el procedimiento de segunda lectura, los elementos más negativos de la propuesta consensuada en el Consejo. Pero salvo que se produzca una gran reacción social y política en contra, no está claro que ello termine sucediendo, sobre todo tras el cambio de posición de Francia e Italia. Y tampoco está garantizado que, incluso si eso sucede, no termine acaeciendo lo que está pasando tras la profunda modificación que realizó el PE del proyecto de la directiva “Bolkenstein”: algunos de sus contenidos se están intentando reintroducir de nuevo, al amparo de la revisión de la directiva de desplazamiento de trabajadores y de las sentencias del TJE.
La parálisis legislativa del último decenio en el campo social, la creciente sustitución de los procedimientos obligatorios por los indicativos y voluntarios, el contenido regresivo de las propuestas que terminan aprobándose, el drástico endurecimiento de las políticas migratorias, las recientes sentencias del TJE sobre los casos Laval, Viking y Rüffert son algunas de las manifestaciones que indican que lo que está sucediendo con la directiva de tiempo de trabajo no es un hecho aislado.
En realidad, estamos asistiendo a la erosión progresiva del modelo social europeo. Las citadas sentencias han confirmado la prevalencia, en el ordenamiento jurídico comunitario, de los derechos de establecimiento y de libre prestación de servicios sobre los derechos fundamentales de negociación colectiva y de huelga. De esta manera, se ha legitimado la competencia desleal realizada por empresas de unos Estados miembro en otros Estados miembro de la UE, al aplicar a sus trabajadores desplazados menores salarios y peores condiciones de trabajo que los que rigen en los países donde se localizaron esas empresas.
La política social europea está dejando de ser parte de la solución para pasar a ser parte del problema. Por ello, la CES ha propuesto que se incluya en el Tratado de Lisboa un Protocolo de “progreso social” que asegure la prioridad de los derechos sociales fundamentales sobre las libertades económicas y las normas de competencia y evite que las directivas o reglamentos sociales europeos puedan, por la vía de la ley o del convenio, empeorar los estándares nacionales. La política social europea ha pasado de tener como norte, en los años 60 y 70, la “equiparación en el progreso” a perseguir el establecimiento de “prescripciones mínimas” en los años 80 y 90, y, actualmente, a derivar hacia una especie de “competición entre modelos sociales nacionales”. Un panorama que desgraciadamente no contribuye a aumentar el entusiasmo de los ciudadanos europeos hacia la construcción europea. Y que reclama con urgencia la reacción de un bloque de países que estén dispuestos a defender el modelo social europeo. El encadenamiento en los próximos dos años de presidencias europeas en las que se van a suceder Francia, Suecia, España y Bélgica puede ser una buena oportunidad para ello.
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