Por Honorio M. Velasco, catedrático de Antropología Social y Cultural en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (LA VANGUARDIA, 22/06/08):
La modernidad ha reavivado muchas fiestas tradicionales y favorecido la “invención” de otras tras largos años de haber impulsado su desaparición. Una aparente contradicción que tal vez no lo sea tanto. El desmantelamiento del mundo tradicional, identificado, aunque no del todo, con el mundo rural, parecía inevitable. La tecnología, los vestidos, las edificaciones, los modos de ganarse la vida, la moral, el habla, las actitudes, los modelos, los símbolos… Y si hubo algo que resistió mejor los vientos de modernización, eso fue la fiesta tradicional. Y no todas, sino más propiamente algunas. Tal vez aquellas cargadas de transgresión consentida o de alta exhibición estética o de momentos de emoción intensa se mantuvieron más que otras, se tambalearon también, pero acabaron conservándose a pesar del efecto de arrastre que se esperaba después de la desaparición de tantas tachadas de rutinarias, vacías, aburridas o incluso de ejercicios de hipocresía y cinismo, de demostraciones de autoritarismo… La explicación no es simple. Pero el diagnóstico de sociedad desencantada que Weber apreció con el advenimiento de la modernidad aún nos resulta sugerente. Y por lo mismo los intentos de reencantamiento. En las fiestas tradicionales era posible hallar ingenuidad, espontaneidad, alegría sana, simpatía…, pero también desenfreno, apasionamiento, locura. Aunque fuera por unos breves momentos.
Las fiestas mantenidas se descargaron de religión a la vez que se cubrieron de espectáculo. La aplicación del Vaticano II fue demoledora. La Iglesia católica pareció sentirse liberada cuando se deshizo todo lo que pudo de la religiosidad popular. El sistema de denominación siguió siendo religioso, San José, San Fermín, San Sebastián, la Virgen de la Fuencisla, la Virgen del Rosario…, pero la sociedad en general reconocía sin ambages que las únicas fiestas verdaderamente “de guardar” eran las patronales. Parecía haberse hecho por fin evidente que si las fiestas debían ser tenidas como fenómeno religioso, lo eran más como manifestaciones locales y menos como participación en una religión universal. No pocas tensiones se han producido - y aún tienen lugar- por la pretensión de control y de dotación de sentido por parte de las autoridades religiosas en particular sobre los actos litúrgicos de las fiestas y la imponente presencia de la sociedad civil en todo el programa de las fiestas.
De paso, no se podría dejar de destacar que la pretensión de control por parte de los poderes políticos no ha sido menor e igualmente sigue formulándose todavía. Pasó un tiempo en el que los fervores políticos se mezclaban con los festivos. Pero se ha comprobado repetidamente que la fiesta controlada, manipulada, no es fiesta y que los réditos políticos que se sacan de ello acaban siendo menguados.
El espectáculo se ha ido extendiendo con la modernidad. Y las fiestas tradicionales han sido integradas en él. Tras una primero vacilante y luego profusa distribución de información, la gran variedad de las fiestas tradicionales en España (santantonadas, águedas, carnavales, Semana Santa, Corpus, hogueras, el diagosto, el Cristo…) se convirtió en un poderoso atractivo para orientar a una enorme población desplazándose en tiempo de ocio. En las reglas tradicionales estaba la apertura de la comunidad y la ampliación casi indefinida de la hospitalidad en tiempos de fiesta. Muy especialmente los emigrados a las ciudades esperaron y esperan a este tiempo para un breve retorno a sus pueblos en las áreas rurales, obligado, en parte nostálgico y en parte exhibicionista. Pero también los turistas, perennes forasteros buscando raíces culturales, se sintieron invitados y sin remedio se convirtieron en muchedumbre invasora.
La demanda de espectáculo encontró enseguida complicidades económicas y políticas, pero los inocentes o sentidos rituales ejecutados bajo mandato de la tradición y llenos de significado por la implicación con que los nativos los acometían fueron mudándose bajo la presión de esa demanda, adoptando fórmulas semiprofesionales y provocando el paso de los nativos a la condición de actores. Muchos rituales han ganado en brillantez y han perdido frescura. En la misma línea, las instituciones públicas y la propia sociedad civil están intentando el reconocimiento de sus fiestas tradicionales como patrimonio cultural inmaterial, lo que significa una alta distinción pero obliga aún más al espectáculo y genera añoranza de los tiempos en los que se vivía en pequeños mundos con rituales únicos. Tal vez ya nunca será igual.
Para compensar, la modernidad ha descubierto muchos más motivos de fiestas. Y entre ellos, los históricos, conmemorando antiguos acontecimientos, y los gastronómicos, publicitando los productos de la tierra, se mimetizan con las formas tradicionales. Las fiestas tienen un gran futuro.
La modernidad ha reavivado muchas fiestas tradicionales y favorecido la “invención” de otras tras largos años de haber impulsado su desaparición. Una aparente contradicción que tal vez no lo sea tanto. El desmantelamiento del mundo tradicional, identificado, aunque no del todo, con el mundo rural, parecía inevitable. La tecnología, los vestidos, las edificaciones, los modos de ganarse la vida, la moral, el habla, las actitudes, los modelos, los símbolos… Y si hubo algo que resistió mejor los vientos de modernización, eso fue la fiesta tradicional. Y no todas, sino más propiamente algunas. Tal vez aquellas cargadas de transgresión consentida o de alta exhibición estética o de momentos de emoción intensa se mantuvieron más que otras, se tambalearon también, pero acabaron conservándose a pesar del efecto de arrastre que se esperaba después de la desaparición de tantas tachadas de rutinarias, vacías, aburridas o incluso de ejercicios de hipocresía y cinismo, de demostraciones de autoritarismo… La explicación no es simple. Pero el diagnóstico de sociedad desencantada que Weber apreció con el advenimiento de la modernidad aún nos resulta sugerente. Y por lo mismo los intentos de reencantamiento. En las fiestas tradicionales era posible hallar ingenuidad, espontaneidad, alegría sana, simpatía…, pero también desenfreno, apasionamiento, locura. Aunque fuera por unos breves momentos.
Las fiestas mantenidas se descargaron de religión a la vez que se cubrieron de espectáculo. La aplicación del Vaticano II fue demoledora. La Iglesia católica pareció sentirse liberada cuando se deshizo todo lo que pudo de la religiosidad popular. El sistema de denominación siguió siendo religioso, San José, San Fermín, San Sebastián, la Virgen de la Fuencisla, la Virgen del Rosario…, pero la sociedad en general reconocía sin ambages que las únicas fiestas verdaderamente “de guardar” eran las patronales. Parecía haberse hecho por fin evidente que si las fiestas debían ser tenidas como fenómeno religioso, lo eran más como manifestaciones locales y menos como participación en una religión universal. No pocas tensiones se han producido - y aún tienen lugar- por la pretensión de control y de dotación de sentido por parte de las autoridades religiosas en particular sobre los actos litúrgicos de las fiestas y la imponente presencia de la sociedad civil en todo el programa de las fiestas.
De paso, no se podría dejar de destacar que la pretensión de control por parte de los poderes políticos no ha sido menor e igualmente sigue formulándose todavía. Pasó un tiempo en el que los fervores políticos se mezclaban con los festivos. Pero se ha comprobado repetidamente que la fiesta controlada, manipulada, no es fiesta y que los réditos políticos que se sacan de ello acaban siendo menguados.
El espectáculo se ha ido extendiendo con la modernidad. Y las fiestas tradicionales han sido integradas en él. Tras una primero vacilante y luego profusa distribución de información, la gran variedad de las fiestas tradicionales en España (santantonadas, águedas, carnavales, Semana Santa, Corpus, hogueras, el diagosto, el Cristo…) se convirtió en un poderoso atractivo para orientar a una enorme población desplazándose en tiempo de ocio. En las reglas tradicionales estaba la apertura de la comunidad y la ampliación casi indefinida de la hospitalidad en tiempos de fiesta. Muy especialmente los emigrados a las ciudades esperaron y esperan a este tiempo para un breve retorno a sus pueblos en las áreas rurales, obligado, en parte nostálgico y en parte exhibicionista. Pero también los turistas, perennes forasteros buscando raíces culturales, se sintieron invitados y sin remedio se convirtieron en muchedumbre invasora.
La demanda de espectáculo encontró enseguida complicidades económicas y políticas, pero los inocentes o sentidos rituales ejecutados bajo mandato de la tradición y llenos de significado por la implicación con que los nativos los acometían fueron mudándose bajo la presión de esa demanda, adoptando fórmulas semiprofesionales y provocando el paso de los nativos a la condición de actores. Muchos rituales han ganado en brillantez y han perdido frescura. En la misma línea, las instituciones públicas y la propia sociedad civil están intentando el reconocimiento de sus fiestas tradicionales como patrimonio cultural inmaterial, lo que significa una alta distinción pero obliga aún más al espectáculo y genera añoranza de los tiempos en los que se vivía en pequeños mundos con rituales únicos. Tal vez ya nunca será igual.
Para compensar, la modernidad ha descubierto muchos más motivos de fiestas. Y entre ellos, los históricos, conmemorando antiguos acontecimientos, y los gastronómicos, publicitando los productos de la tierra, se mimetizan con las formas tradicionales. Las fiestas tienen un gran futuro.
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