Por Miguel Herrero de Miñón, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (EL PAÍS, 20/06/08):
El afán integracionista, sin duda bienintencionado, del euroentusiasmo, choca con la voluntad popular cada vez que la incómoda realidad, ya de las normas, ya de la opinión pública, obliga a consultarla. No faltará quien propugne, y precedentes hay de ello, repetir el referéndum irlandés hasta que “salga bien”, como se hacía en la dictadura de Mugabe. O argüir que un pequeño país no puede obstaculizar lo que otros más grandes pretenden conseguir, algo que recuerda la vieja terminología del “pueblo de señores”. Pero, felizmente, todavía fórmulas tan gruesas no son de universal aceptación y una “comunidad de derecho” como pretende ser la Unión Europea se debe considerar ligada por trámites tan enojosos como la unánime ratificación de los nuevos tratados por los Estados miembros y por la voluntad de sus pueblos directamente expresada, cuando así lo exigen sus normas constitucionales.
En los últimos tiempos, cada vez que se ha querido constitucionalizar la organización comunitaria, de manera expresa (caso del Tratado Constitucional de 2004) o tácitamente (caso del Tratado de Lisboa de 2007), el empeño ha naufragado allí donde se ha convocado un referéndum, salvo en los significativos casos español y luxemburgués. Franceses y holandeses, dos pueblos de dimensiones y tradiciones distintas, coincidieron a la hora de rechazar el proyecto de Constitución Europea. En la República Federal, corazón del europeísmo, hubo que manipular la interpretación del artículo 20 de su Ley Fundamental para evitar una consulta popular cuyo resultado se presumía negativo y nadie duda cuál hubiera sido la respuesta de británicos, suecos o checos.
La desconfianza en el veredicto democrático sobre el Tratado de Lisboa era tal, que todos los gobernantes de la Unión, en un alarde de confianza democrática, acordaron obviar las consultas populares. Solamente en Irlanda los imperativos constitucionales forzaron el referéndum sobre el tratado y, pese a la presión comunitaria y la opción unánime de la clase política, el pueblo lo ha rechazado.
Se ensayaron explicaciones múltiples ante hecho tan desconcertante como que la democracia no avalase la integración europea, olvidando que aquélla es un método de decisión libre y ésta el resultado de una decisión que, si es libre, no puede estar ya predeterminada. Se dijo que los franceses votaron contra Chirac y los holandeses contra la inmigración, y ahora se dirá que los irlandeses han votado para defender su atrayente sistema fiscal, como si tales cuestiones no fueran importantes motivos para razonar una decisión.
Pero eso son añagazas de avestruz a la hora de negarse a rectificar la senda equivocada que ha tomado la integración europea. Una equivocación sobrevenida según demuestra el hecho de que, con la excepción de Noruega, todas las ampliaciones de la Comunidad, ahora Unión, se hicieron con el entusiasmo de los adheridos, que sin embargo se muestran reluctantes ante los intentos de mayor integración.
Que las dificultades comenzasen con el Tratado de Maastricht, y no sólo en Dinamarca, o que casi todas las jurisdicciones constitucionales de los Estados miembros se muestren contrarias a las tesis integracionistas de la Corte de Justicia comunitaria, debiera haber incitado a la meditación. Pero el euroentusiasmo comparte con el paleocomunismo soviético y el neconservadurismo norteamericano dos errores fundamentales. Por una parte, cree conocer el sentido de la historia: la ineluctable unión política “cada vez más estrecha” como los soviéticos creían en el triunfo del socialismo y los neoconservadores en el de la democracia capitalista. Por otra, se considera legitimado para acelerarla en lo que estima buena dirección. El presidente Delors lo expresó claramente con términos de rancio sabor leninista. Cuando un pueblo -se refería entonces al británico- se resiste a cumplir su destino comunitario, debe ser obligado a ello. ¿Era otro el argumento soviético frente a Hungría en 1956?
Mientras la Comunidad, hoy Unión, avanzó por la senda de la integración funcional que le habían marcado sus fundadores, se generaron importantes solidaridades que fundamentaban la integración en los hechos. La situación cambió al hilo de dos importantes giros en la estrategia integradora. Por un lado, la obsesión neoliberal ha llevado a una visión de la competencia que interfiere gravemente en las instituciones y formas de vida ciudadanas, sin mostrarse capaz de resolver problemas reales de abastecimientos ni de precios. Por una vez, el presidente Sarkozy tenía razón al señalar que tratar de convencer de lo contrario al hombre de la calle era una tomadura de pelo.
Por otro lado, se pretendió sustituir la fuerza normativa de los hechos, la solidaridad real creada por el funcionalismo, por el progresivo remedo de unos embrionarios Estados Unidos de Europa, empeño de los diferentes proyectos de Unión Política desde Spinelli para acá. A ello han respondido procesos dispares, pero coincidentes. Por ejemplo, la marea creciente de un derecho comunitario, de calidad muy discutible, capaz de regular los asuntos más dispares, elaborado fundamentalmente por una tecnocracia lejana, cuando no ajena, a cualquier instancia de legitimación y control democrático y carente de la cercanía que proporciona el conocimiento de la realidad. O la inútil proliferación de instituciones comunitarias miméticamente calcadas sobre las de los Estados miembros. O la tentativa, ya medio abandonada, de reproducir a escala de la Unión la simbología nacional. En una palabra, el intento de crear la unión política europea sobre un inexistente demos, sin haber dejado que el tiempo permitiera fraguar, si es que podía fraguarlo, un verdadero ethnos europeo, el determinado por “la comunidad de afinidades espirituales, las habitudes, las facultades y convicciones”.
Porque, como la historia demuestra reiteradamente, la Constitución refleja la integración de la comunidad política, y no la genera, fracasó el proyecto de Constitución Europea y ahora el Tratado de Lisboa, intentos ambos de poner los hipotéticos resultados (la integración institucional) antes de sus inexistentes condiciones (la voluntad de vivir juntos). Si ahora, en vez de buscar añagazas para desvirtuar el rechazo irlandés, los responsables de la Unión centrasen su atención en cooperar intensa y eficazmente en problemas prácticos y acuciantes, como los abastecimientos energéticos, la defensa medioambiental y la cooperación policial, y lo hacen sin despliegues institucionales y normativos, la Unión progresaría y se afianzaría. Si, por el contrario, se empeñan en perturbar la vida ciudadana en el interior y remedar en el exterior la política de una potencia hegemónica con gestos, símbolos, normas e instituciones, avanzarán hacia el vacío y los pueblos les volverán progresivamente la espalda. Y, en una Europa felizmente democrática, son los pueblos quienes, en último término, imponen su voluntad a los Estados, los verdaderos señores de la Unión fuera de los cuales no hay democracia, es decir, gobierno de las mayorías, respeto de las minorías y solidaridad social.
El afán integracionista, sin duda bienintencionado, del euroentusiasmo, choca con la voluntad popular cada vez que la incómoda realidad, ya de las normas, ya de la opinión pública, obliga a consultarla. No faltará quien propugne, y precedentes hay de ello, repetir el referéndum irlandés hasta que “salga bien”, como se hacía en la dictadura de Mugabe. O argüir que un pequeño país no puede obstaculizar lo que otros más grandes pretenden conseguir, algo que recuerda la vieja terminología del “pueblo de señores”. Pero, felizmente, todavía fórmulas tan gruesas no son de universal aceptación y una “comunidad de derecho” como pretende ser la Unión Europea se debe considerar ligada por trámites tan enojosos como la unánime ratificación de los nuevos tratados por los Estados miembros y por la voluntad de sus pueblos directamente expresada, cuando así lo exigen sus normas constitucionales.
En los últimos tiempos, cada vez que se ha querido constitucionalizar la organización comunitaria, de manera expresa (caso del Tratado Constitucional de 2004) o tácitamente (caso del Tratado de Lisboa de 2007), el empeño ha naufragado allí donde se ha convocado un referéndum, salvo en los significativos casos español y luxemburgués. Franceses y holandeses, dos pueblos de dimensiones y tradiciones distintas, coincidieron a la hora de rechazar el proyecto de Constitución Europea. En la República Federal, corazón del europeísmo, hubo que manipular la interpretación del artículo 20 de su Ley Fundamental para evitar una consulta popular cuyo resultado se presumía negativo y nadie duda cuál hubiera sido la respuesta de británicos, suecos o checos.
La desconfianza en el veredicto democrático sobre el Tratado de Lisboa era tal, que todos los gobernantes de la Unión, en un alarde de confianza democrática, acordaron obviar las consultas populares. Solamente en Irlanda los imperativos constitucionales forzaron el referéndum sobre el tratado y, pese a la presión comunitaria y la opción unánime de la clase política, el pueblo lo ha rechazado.
Se ensayaron explicaciones múltiples ante hecho tan desconcertante como que la democracia no avalase la integración europea, olvidando que aquélla es un método de decisión libre y ésta el resultado de una decisión que, si es libre, no puede estar ya predeterminada. Se dijo que los franceses votaron contra Chirac y los holandeses contra la inmigración, y ahora se dirá que los irlandeses han votado para defender su atrayente sistema fiscal, como si tales cuestiones no fueran importantes motivos para razonar una decisión.
Pero eso son añagazas de avestruz a la hora de negarse a rectificar la senda equivocada que ha tomado la integración europea. Una equivocación sobrevenida según demuestra el hecho de que, con la excepción de Noruega, todas las ampliaciones de la Comunidad, ahora Unión, se hicieron con el entusiasmo de los adheridos, que sin embargo se muestran reluctantes ante los intentos de mayor integración.
Que las dificultades comenzasen con el Tratado de Maastricht, y no sólo en Dinamarca, o que casi todas las jurisdicciones constitucionales de los Estados miembros se muestren contrarias a las tesis integracionistas de la Corte de Justicia comunitaria, debiera haber incitado a la meditación. Pero el euroentusiasmo comparte con el paleocomunismo soviético y el neconservadurismo norteamericano dos errores fundamentales. Por una parte, cree conocer el sentido de la historia: la ineluctable unión política “cada vez más estrecha” como los soviéticos creían en el triunfo del socialismo y los neoconservadores en el de la democracia capitalista. Por otra, se considera legitimado para acelerarla en lo que estima buena dirección. El presidente Delors lo expresó claramente con términos de rancio sabor leninista. Cuando un pueblo -se refería entonces al británico- se resiste a cumplir su destino comunitario, debe ser obligado a ello. ¿Era otro el argumento soviético frente a Hungría en 1956?
Mientras la Comunidad, hoy Unión, avanzó por la senda de la integración funcional que le habían marcado sus fundadores, se generaron importantes solidaridades que fundamentaban la integración en los hechos. La situación cambió al hilo de dos importantes giros en la estrategia integradora. Por un lado, la obsesión neoliberal ha llevado a una visión de la competencia que interfiere gravemente en las instituciones y formas de vida ciudadanas, sin mostrarse capaz de resolver problemas reales de abastecimientos ni de precios. Por una vez, el presidente Sarkozy tenía razón al señalar que tratar de convencer de lo contrario al hombre de la calle era una tomadura de pelo.
Por otro lado, se pretendió sustituir la fuerza normativa de los hechos, la solidaridad real creada por el funcionalismo, por el progresivo remedo de unos embrionarios Estados Unidos de Europa, empeño de los diferentes proyectos de Unión Política desde Spinelli para acá. A ello han respondido procesos dispares, pero coincidentes. Por ejemplo, la marea creciente de un derecho comunitario, de calidad muy discutible, capaz de regular los asuntos más dispares, elaborado fundamentalmente por una tecnocracia lejana, cuando no ajena, a cualquier instancia de legitimación y control democrático y carente de la cercanía que proporciona el conocimiento de la realidad. O la inútil proliferación de instituciones comunitarias miméticamente calcadas sobre las de los Estados miembros. O la tentativa, ya medio abandonada, de reproducir a escala de la Unión la simbología nacional. En una palabra, el intento de crear la unión política europea sobre un inexistente demos, sin haber dejado que el tiempo permitiera fraguar, si es que podía fraguarlo, un verdadero ethnos europeo, el determinado por “la comunidad de afinidades espirituales, las habitudes, las facultades y convicciones”.
Porque, como la historia demuestra reiteradamente, la Constitución refleja la integración de la comunidad política, y no la genera, fracasó el proyecto de Constitución Europea y ahora el Tratado de Lisboa, intentos ambos de poner los hipotéticos resultados (la integración institucional) antes de sus inexistentes condiciones (la voluntad de vivir juntos). Si ahora, en vez de buscar añagazas para desvirtuar el rechazo irlandés, los responsables de la Unión centrasen su atención en cooperar intensa y eficazmente en problemas prácticos y acuciantes, como los abastecimientos energéticos, la defensa medioambiental y la cooperación policial, y lo hacen sin despliegues institucionales y normativos, la Unión progresaría y se afianzaría. Si, por el contrario, se empeñan en perturbar la vida ciudadana en el interior y remedar en el exterior la política de una potencia hegemónica con gestos, símbolos, normas e instituciones, avanzarán hacia el vacío y los pueblos les volverán progresivamente la espalda. Y, en una Europa felizmente democrática, son los pueblos quienes, en último término, imponen su voluntad a los Estados, los verdaderos señores de la Unión fuera de los cuales no hay democracia, es decir, gobierno de las mayorías, respeto de las minorías y solidaridad social.
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