Por Sami Nair, catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad París VIII (EL PERIÓDICO, 17/06/08):
Los irlandeses han dicho no. Esta vez al tratado constitucional de Lisboa, después de haber rechazado en el 2000 el Tratado de Niza, que obligó a los jefes de Estado europeos a modificarlo. Por supuesto, las élites políticas y financieras encuentran esta actitud muy poco educada, muy poco fair, muy poco “europea”. Unos dicen que un país con tan pocos habitantes no puede parar la marcha hacia delante de la Unión. Estos, desgraciadamente, no conocen la ley europea, según la cual no existe la regla de la mayoría absoluta porque no existe un solo pueblo europeo, sino 27 y pronto 30, implicados en el proyecto europeo, y cada uno tiene el derecho de decidir acerca de su porvenir. Europa no es una nación: es un conjunto de naciones libres y soberanas.
Otros dicen que los pueblos no son bastante maduros, que el tratado no ha sido bien explicado, que etcétera, etcétera. Bueno: el mero hecho de que uno de los pueblos que más se ha aprovechado de la Unión no quiera este tratado debería dar que pensar. Y, tal y como los sondeos lo demuestran, un referendo sobre el mismo texto hubiera dado el mismo resultado en Francia. Por eso, Nicolas Sarkozy no quiso consultar al pueblo.
Lo que pasa es muy sencillo: la confianza se ha perdido; los pueblos no creen en sus dirigentes políticos en lo que se refiere a Europa; la ven como algo abstracto, lejano, dominador, socialmente regresivo, financieramente destrozador, con un euro que hizo estallar el precio de la vida diaria, una competencia desleal de las sociedades europeas, una privatización del vínculo social insoportable para los pobres y las capas medias, y una impotencia política caricaturesca. Es lo que ha constituido el programa de los defensores del no en Irlanda hoy; ayer, en Francia y en los Países Bajos.
¿Cuáles son las lecciones de esta situación?
Primero, el rechazo de un poder supranacional, representado por los tecnócratas de Bruselas. ¿Por qué? A causa de la falta de consulta democrática sobre un modelo económico concebido como una nueva religión, el liberalismo sin reglas, que hace de la competencia la única vía posible de la construcción europea, olvidando el empleo, el crecimiento, los servicios públicos, la educación para todos, la lucha real (y no retórica) contra la inflación.
SEGUNDO, la desconfianza ante la ampliación sin preparación suficiente a nuevos países, abriendo sus mercados a las multinacionales europeas pero echando a la calle a millones de ciudadanos que no encuentran trabajo en casa. Los cuales, para sobrevivir, huyen hacia los países europeos más desarrollados, donde son acusados de incrementar la competencia entre trabajadores. Lo que pasa con los rumanos en Italia, con los polacos en otros países, es emblemático de esta ampliación anárquica, hecha solo a beneficio de las grandes empresas europeas, que aprovechan por doquier la competencia a la baja de los sueldos.
Tercero, los irlandeses han dicho no porque, pese a lo que dicen los estrategas de café en Bruselas, Europa no es una marca deportiva o de moda: no se vende. Se vive, lo que es totalmente diferente. Eso es así porque mientras las élites no sepan ofrecer una verdadera alternativa positiva, social e identitaria a los europeos, el proceso global tendrá problemas.
Algunos empiezan a darse cuenta de la situación. El Gobierno español, uno de los más europeístas, ha hecho sonar la alarma al pedir al Banco Central Europeo que cambie un poco su política. La reacción del señor Jean-Claude Trichet, presidente de esta institución, ha sido tajante. Dijo, más o menos: nosotros, o sea, los miembros del consejo de dirección del banco, sabemos lo que hay que hacer, y nuestra política es la mejor posible. La independencia del banco es sagrada.
Luego, ¡no nos queda más que esperar la próxima crisis!
¿Qué van a hacer los dirigentes europeos ante el no irlandés? ¿Van a seguir diciendo que tienen toda la razón, que el pueblo irlandés no ha entendido nada y van a encontrar una argucia para desviar su votación?
SERÍA UNA catástrofe para Europa, pues la vía realista para volver a conseguir la confianza en este magnífico proceso de unificación europeo es pararse y replantear todo el proyecto. ¿No es totalmente satisfactorio el actual Tratado de Niza? ¿Por qué? Hasta la fecha, ha permitido un buen funcionamiento democrático de Europa. ¿Hay que mejorarlo? Si es así, esa reforma, ¿es realmente más urgente que la de la orientación económica global? Hay que plantearse esa simple cuestión: ¿es verdaderamente el problema de Europa un problema institucional? ¿No es una cuestión más profunda, más grave? Y no es esta: ¿qué Europa queremos?
La verdad es que tanto la derecha como la izquierda socialdemócrata han fallado ante esta cuestión. No tienen imaginación, han aceptado que todo el proceso europeo fuera dirigido desde las coacciones económicas, ahora monetarias, sin plantearse nunca la cuestión identitaria de fondo. Aún más: responsabilizan a la gente que quiere saber adónde vamos, tachándola de antieuropeísta. Plantear la cuestión del porvenir social de Europa es lo que los pueblos quieren. Las élites no lo han entendido. Y el resultado es la proliferación del rechazo de Europa. La única solución es, entonces, devolver el proyecto europeo a los pueblos y controlar, controlar más, a los tecnócratas que pretenden saber mejor que los ciudadanos cuáles son los intereses de todos. Hacer, en una palabra, de la ciudadanía europea algo más que una fórmula diariamente salmodiada, pero nunca realizada.
Los irlandeses han dicho no. Esta vez al tratado constitucional de Lisboa, después de haber rechazado en el 2000 el Tratado de Niza, que obligó a los jefes de Estado europeos a modificarlo. Por supuesto, las élites políticas y financieras encuentran esta actitud muy poco educada, muy poco fair, muy poco “europea”. Unos dicen que un país con tan pocos habitantes no puede parar la marcha hacia delante de la Unión. Estos, desgraciadamente, no conocen la ley europea, según la cual no existe la regla de la mayoría absoluta porque no existe un solo pueblo europeo, sino 27 y pronto 30, implicados en el proyecto europeo, y cada uno tiene el derecho de decidir acerca de su porvenir. Europa no es una nación: es un conjunto de naciones libres y soberanas.
Otros dicen que los pueblos no son bastante maduros, que el tratado no ha sido bien explicado, que etcétera, etcétera. Bueno: el mero hecho de que uno de los pueblos que más se ha aprovechado de la Unión no quiera este tratado debería dar que pensar. Y, tal y como los sondeos lo demuestran, un referendo sobre el mismo texto hubiera dado el mismo resultado en Francia. Por eso, Nicolas Sarkozy no quiso consultar al pueblo.
Lo que pasa es muy sencillo: la confianza se ha perdido; los pueblos no creen en sus dirigentes políticos en lo que se refiere a Europa; la ven como algo abstracto, lejano, dominador, socialmente regresivo, financieramente destrozador, con un euro que hizo estallar el precio de la vida diaria, una competencia desleal de las sociedades europeas, una privatización del vínculo social insoportable para los pobres y las capas medias, y una impotencia política caricaturesca. Es lo que ha constituido el programa de los defensores del no en Irlanda hoy; ayer, en Francia y en los Países Bajos.
¿Cuáles son las lecciones de esta situación?
Primero, el rechazo de un poder supranacional, representado por los tecnócratas de Bruselas. ¿Por qué? A causa de la falta de consulta democrática sobre un modelo económico concebido como una nueva religión, el liberalismo sin reglas, que hace de la competencia la única vía posible de la construcción europea, olvidando el empleo, el crecimiento, los servicios públicos, la educación para todos, la lucha real (y no retórica) contra la inflación.
SEGUNDO, la desconfianza ante la ampliación sin preparación suficiente a nuevos países, abriendo sus mercados a las multinacionales europeas pero echando a la calle a millones de ciudadanos que no encuentran trabajo en casa. Los cuales, para sobrevivir, huyen hacia los países europeos más desarrollados, donde son acusados de incrementar la competencia entre trabajadores. Lo que pasa con los rumanos en Italia, con los polacos en otros países, es emblemático de esta ampliación anárquica, hecha solo a beneficio de las grandes empresas europeas, que aprovechan por doquier la competencia a la baja de los sueldos.
Tercero, los irlandeses han dicho no porque, pese a lo que dicen los estrategas de café en Bruselas, Europa no es una marca deportiva o de moda: no se vende. Se vive, lo que es totalmente diferente. Eso es así porque mientras las élites no sepan ofrecer una verdadera alternativa positiva, social e identitaria a los europeos, el proceso global tendrá problemas.
Algunos empiezan a darse cuenta de la situación. El Gobierno español, uno de los más europeístas, ha hecho sonar la alarma al pedir al Banco Central Europeo que cambie un poco su política. La reacción del señor Jean-Claude Trichet, presidente de esta institución, ha sido tajante. Dijo, más o menos: nosotros, o sea, los miembros del consejo de dirección del banco, sabemos lo que hay que hacer, y nuestra política es la mejor posible. La independencia del banco es sagrada.
Luego, ¡no nos queda más que esperar la próxima crisis!
¿Qué van a hacer los dirigentes europeos ante el no irlandés? ¿Van a seguir diciendo que tienen toda la razón, que el pueblo irlandés no ha entendido nada y van a encontrar una argucia para desviar su votación?
SERÍA UNA catástrofe para Europa, pues la vía realista para volver a conseguir la confianza en este magnífico proceso de unificación europeo es pararse y replantear todo el proyecto. ¿No es totalmente satisfactorio el actual Tratado de Niza? ¿Por qué? Hasta la fecha, ha permitido un buen funcionamiento democrático de Europa. ¿Hay que mejorarlo? Si es así, esa reforma, ¿es realmente más urgente que la de la orientación económica global? Hay que plantearse esa simple cuestión: ¿es verdaderamente el problema de Europa un problema institucional? ¿No es una cuestión más profunda, más grave? Y no es esta: ¿qué Europa queremos?
La verdad es que tanto la derecha como la izquierda socialdemócrata han fallado ante esta cuestión. No tienen imaginación, han aceptado que todo el proceso europeo fuera dirigido desde las coacciones económicas, ahora monetarias, sin plantearse nunca la cuestión identitaria de fondo. Aún más: responsabilizan a la gente que quiere saber adónde vamos, tachándola de antieuropeísta. Plantear la cuestión del porvenir social de Europa es lo que los pueblos quieren. Las élites no lo han entendido. Y el resultado es la proliferación del rechazo de Europa. La única solución es, entonces, devolver el proyecto europeo a los pueblos y controlar, controlar más, a los tecnócratas que pretenden saber mejor que los ciudadanos cuáles son los intereses de todos. Hacer, en una palabra, de la ciudadanía europea algo más que una fórmula diariamente salmodiada, pero nunca realizada.
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