Por Ignacio Marco-Gardoqui (EL CORREO DIGITAL, 29/06/08):
Con la cantidad de datos proporcionados diariamente por la actualidad económica, ya nos hemos enterado de que estamos en una situación difícil. Si la denominemos crisis o desaceleración aguda tiene cierto morbo y mucha intencionalidad política, pero escasa importancia práctica. Lo relevante es saber dónde estamos, qué podemos hacer para mejorar las cosas y qué debemos hacer para conseguirlo. Ya hemos comentado en varias ocasiones que muchos de los principales ingredientes de la crisis proceden de ámbitos que se nos escapan de las manos y responden a causas que no controlamos. Poco o nada podemos hacer frente a la cotización del petróleo, la subida de los tipos de interés, el tipo de cambio del dólar, la desaceleración europea o la crisis inmobiliaria. Incluso estamos limitados a la hora de luchar contra la inflación, debido a que una buena parte de ella nos llega del exterior. Y esta impotencia vale tanto para los ciudadanos individuales como para los agentes sociales considerados globalmente o, incluso, para los gobiernos.
Sin embargo, esta sensación de impotencia no debe conducirnos a la inacción, porque es sólo relativa. Hay también muchas cosas que podemos hacer y, varias, que debemos hacer. Esta misma semana, el gobernador del Banco de España -que no es sospechoso de connivencia estrecha con la patronal, ni de estar al servicio del gran capital internacional-, nos daba algunas recetas que considero interesantes y que deberían servir como base de un debate social de altura y de profundidad. Cuando nos enfrentamos a problemas difíciles y complejos, lo mejor siempre es ir a su meollo sustancial. En este caso, la raíz se encuentra en la desagradable constatación de que nuestro sistema económico ha perdido capacidad de competir. Las causas son variadas. En unos casos es por los avances tecnológicos que nos han desbordado; en otros, por la excesiva elevación de los costes y, en no pocos, por la desidia empresarial que nos ha impedido acomodar la oferta de productos y servicios a los caprichosos vaivenes de la demanda.
La competencia se ha hecho mundial y, en consecuencia, se ha endurecido. Por eso, o recuperamos capacidad de competir o, simplemente, perderemos empleo, cerraremos empresas, disminuiremos el PIB y tendremos problemas para mantener el edificio de la protección social, ya que éste no se sostiene ni sobre la voluntad de los gobernantes ni encima de las exigencias de los gobernados, sino sobre la riqueza total generada. Hace un par de décadas, hubiésemos solucionado estos problemas con una severa devaluación de la peseta, pero ya no tenemos peseta y corremos el riesgo de efectuar el ajuste con el empleo. Una manera, muy simple y demasiado torpe, de recuperar productividades perdidas consiste en hacer lo mismo con menos gente. Hay otra forma más complicada, pero más conveniente, que consiste en hacer más cosas y mejores con la misma gente.
¿Qué podemos hacer para mantenernos competitivos? El Banco de España nos daba algunas ideas. Recordemos dos, aunque sólo con mencionarlas se desatan las iras de muchos. Una consistía en abaratar el despido y la otra en eliminar el IPC como efecto de referencia fundamental en la revisión salarial. La primera causa zozobra a los que tenemos la suerte de contar con un empleo, pero es necesario tener en cuenta que todas las barreras colocadas para impedir la salida del mercado laboral de unos, acaban por convertirse en barreras para la entrada en él de otros, en general los más jóvenes y mejor preparados. No se trata de dar carta blanca y barra libre para que cada uno haga lo que quiera, sino de permitir a los empresarios que acomoden sus estructuras a los cambios de la coyuntura. Impedirlo alivia el presente, a cambio de conducir a las empresas hacia un futuro negro. ¿Cuántos empleos son temporales, cuándo deberían ser definitivos? ¿Cuántos no lo son por el miedo que provoca la legislación actual que regula el despido?
La segunda se refiere a la acentuada costumbre de ligar la revisión salarial con el IPC, lo que tiene un gran sentido a nivel personal -la gente trabaja fundamentalmente para pagar sus facturas-, pero ninguno a nivel empresarial. Los trabajadores deberíamos cobrar en función del producto que se obtiene de nuestro trabajo y la referencia debería ser la productividad, mucho antes que el precio de las patatas. Lo malo de estas propuestas, su gran debilidad, radica en el momento en el que se proponen. Hemos perdido un tiempo valiosísimo. Hubiese sido mucho más sencillo hacerlo con inflaciones del 2% y con carteras de pedidos obesas que ahora, cuando los precios se nos han ido al 5,1% y los pedidos de muchas empresas se encuentran en peligro de extinción.
Como vemos, una buena parte del coste del ajuste recae necesariamente sobre las espaldas de los trabajadores. Los empresarios tienen también una tarea ardua, como es mejorar la eficacia de sus sistemas de producción, la calidad, el valor y el diseño de sus productos y aumentar la agresividad exportadora. Casi nada. Así que, si el Gobierno y los agentes sociales quieren que el proceso de diálogo social tenga algún resultado tangible que se traduzca en una mejora de la competitividad global del sistema, deben buscar el equilibrio de los esfuerzos y de los sacrificios. No se trata hoy de ganar posiciones a costa del de enfrente, sino de lograr juntos un gran acuerdo equitativo.
Con la cantidad de datos proporcionados diariamente por la actualidad económica, ya nos hemos enterado de que estamos en una situación difícil. Si la denominemos crisis o desaceleración aguda tiene cierto morbo y mucha intencionalidad política, pero escasa importancia práctica. Lo relevante es saber dónde estamos, qué podemos hacer para mejorar las cosas y qué debemos hacer para conseguirlo. Ya hemos comentado en varias ocasiones que muchos de los principales ingredientes de la crisis proceden de ámbitos que se nos escapan de las manos y responden a causas que no controlamos. Poco o nada podemos hacer frente a la cotización del petróleo, la subida de los tipos de interés, el tipo de cambio del dólar, la desaceleración europea o la crisis inmobiliaria. Incluso estamos limitados a la hora de luchar contra la inflación, debido a que una buena parte de ella nos llega del exterior. Y esta impotencia vale tanto para los ciudadanos individuales como para los agentes sociales considerados globalmente o, incluso, para los gobiernos.
Sin embargo, esta sensación de impotencia no debe conducirnos a la inacción, porque es sólo relativa. Hay también muchas cosas que podemos hacer y, varias, que debemos hacer. Esta misma semana, el gobernador del Banco de España -que no es sospechoso de connivencia estrecha con la patronal, ni de estar al servicio del gran capital internacional-, nos daba algunas recetas que considero interesantes y que deberían servir como base de un debate social de altura y de profundidad. Cuando nos enfrentamos a problemas difíciles y complejos, lo mejor siempre es ir a su meollo sustancial. En este caso, la raíz se encuentra en la desagradable constatación de que nuestro sistema económico ha perdido capacidad de competir. Las causas son variadas. En unos casos es por los avances tecnológicos que nos han desbordado; en otros, por la excesiva elevación de los costes y, en no pocos, por la desidia empresarial que nos ha impedido acomodar la oferta de productos y servicios a los caprichosos vaivenes de la demanda.
La competencia se ha hecho mundial y, en consecuencia, se ha endurecido. Por eso, o recuperamos capacidad de competir o, simplemente, perderemos empleo, cerraremos empresas, disminuiremos el PIB y tendremos problemas para mantener el edificio de la protección social, ya que éste no se sostiene ni sobre la voluntad de los gobernantes ni encima de las exigencias de los gobernados, sino sobre la riqueza total generada. Hace un par de décadas, hubiésemos solucionado estos problemas con una severa devaluación de la peseta, pero ya no tenemos peseta y corremos el riesgo de efectuar el ajuste con el empleo. Una manera, muy simple y demasiado torpe, de recuperar productividades perdidas consiste en hacer lo mismo con menos gente. Hay otra forma más complicada, pero más conveniente, que consiste en hacer más cosas y mejores con la misma gente.
¿Qué podemos hacer para mantenernos competitivos? El Banco de España nos daba algunas ideas. Recordemos dos, aunque sólo con mencionarlas se desatan las iras de muchos. Una consistía en abaratar el despido y la otra en eliminar el IPC como efecto de referencia fundamental en la revisión salarial. La primera causa zozobra a los que tenemos la suerte de contar con un empleo, pero es necesario tener en cuenta que todas las barreras colocadas para impedir la salida del mercado laboral de unos, acaban por convertirse en barreras para la entrada en él de otros, en general los más jóvenes y mejor preparados. No se trata de dar carta blanca y barra libre para que cada uno haga lo que quiera, sino de permitir a los empresarios que acomoden sus estructuras a los cambios de la coyuntura. Impedirlo alivia el presente, a cambio de conducir a las empresas hacia un futuro negro. ¿Cuántos empleos son temporales, cuándo deberían ser definitivos? ¿Cuántos no lo son por el miedo que provoca la legislación actual que regula el despido?
La segunda se refiere a la acentuada costumbre de ligar la revisión salarial con el IPC, lo que tiene un gran sentido a nivel personal -la gente trabaja fundamentalmente para pagar sus facturas-, pero ninguno a nivel empresarial. Los trabajadores deberíamos cobrar en función del producto que se obtiene de nuestro trabajo y la referencia debería ser la productividad, mucho antes que el precio de las patatas. Lo malo de estas propuestas, su gran debilidad, radica en el momento en el que se proponen. Hemos perdido un tiempo valiosísimo. Hubiese sido mucho más sencillo hacerlo con inflaciones del 2% y con carteras de pedidos obesas que ahora, cuando los precios se nos han ido al 5,1% y los pedidos de muchas empresas se encuentran en peligro de extinción.
Como vemos, una buena parte del coste del ajuste recae necesariamente sobre las espaldas de los trabajadores. Los empresarios tienen también una tarea ardua, como es mejorar la eficacia de sus sistemas de producción, la calidad, el valor y el diseño de sus productos y aumentar la agresividad exportadora. Casi nada. Así que, si el Gobierno y los agentes sociales quieren que el proceso de diálogo social tenga algún resultado tangible que se traduzca en una mejora de la competitividad global del sistema, deben buscar el equilibrio de los esfuerzos y de los sacrificios. No se trata hoy de ganar posiciones a costa del de enfrente, sino de lograr juntos un gran acuerdo equitativo.
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