Por Joaquín Roy, director del Centro de la UE de la Universidad de Miami (EL CORREO DIGITAL, 27/06/08):
Mientras se acercaba el solsticio de verano en el hemisferio boreal, la Unión Europea se enfrentaba a una nueva crisis institucional. Esta vez, el problema ha sido un rechazo por referéndum a un nuevo tratado. No es novedad. Este tipo de percances ha estado surgiendo a menudo desde principios de la década de los 90. Entonces se puso la marcha directa hacia su más ambiciosa transformación desde el Tratado de Roma que fundó la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957, que reforzaría la modesta, pero decisiva, primera etapa de la historia de la integración europea.
Ahora, sin embargo, llueve sobre mojado. Se trata del fracaso del referéndum de Irlanda para aprobar el nuevo Tratado de Reforma (de Lisboa) que debía sustituir a la fenecida Constitución que en 2005 fue descarrilada por los electorados francés y holandés. Irlanda era el único país que se veía obligado constitucionalmente para hacerlo por esta vía, en lugar de usar el método parlamentario, como están haciendo prudentemente el resto de los 26 países de la UE. Escaldados por el desastre en Francia y Holanda, los gobiernos europeos habían optado por el método rápido de dar el visto bueno a un texto tan aburrido como el anterior, aunque menos largo. En esencia y en su contenido sintético, es una copia reducida de la Constitución, a la que se habían aplicado unos afeitados cosméticos para rebajar el aroma del federalismo.
Pero, como sucedió en el incidente galo-neerlandés, apenas una mitad (53,4%) de menos del 40% del electorado irlandés que se molestó en acudir a las urnas propinó una dolorosa bofetada a la profundización del proceso europeo. La rigurosa legislación de la UE requiere que, para que este tipo de acuerdos entre en vigencia, sean aceptados por todos y cada uno de los Estados miembros. La unanimidad ha sido de nuevo la sentencia del intento.
El Tratado de Lisboa, llamado así por haberse aprobado por el Consejo Europeo al final de la presidencia portuguesa en diciembre del año pasado, debía proporcionar algunas mejoras institucionales para que la UE tuviera mayor consistencia y gozara de una exteriorización más ambiciosa en el nuevo entramado internacional. En cuanto a las funciones del ente colectivo, se ampliarían las competencias que pudieran ser aprobadas por mayoría cualificada. En suma, la nueva UE asumiría la funcionalidad de un Estado, con el objetivo de reforzar su presencia internacional, hoy identificada predominante por su poder ‘blando’, carente del necesario poder ‘duro’, que caracteriza a las grandes potencias.
A cambio de este nuevo intento, se habían eliminado las referencias directas a los símbolos reservados a los países (bandera, himno, lema). Pero este camuflaje no engañó a esa parte decisiva del electorado irlandés, cautivado por los temores de los sectores euroescépticos y la oportunidad cíclica de castigar a los gobiernos, aparte de las oportunidades de comicios normales. El resultado fue que apenas 100.000 irlandeses secuestraron la decisión de 500 millones de europeos que asentían al nuevo tratado mediante sus respectivos parlamentos.
Tras el drama, las explicaciones son múltiples, pero reducidas a un diagnóstico simplista: los europeos juzgan a la UE como una entidad distante y confusa. Demasiadas decisiones que atañen a sus existencias personales son tomadas por unos burócratas anónimos a los que no pueden controlar. Aducen que los miembros de la Comisión (teóricamente el ejecutivo de la UE, pero que cuece la legislación de la soberanía compartida) han sido nombrados directamente por los gobiernos, que a su vez han sido votados para una función nacional. Esos gobiernos se reúnen a puerta cerrada y por ese método redactan y aprueban tratados como el de Lisboa. Denuncian que los miembros del Parlamento Europeo (con funciones legislativas de co-decisión, dominadas por el Consejo) son mayoritariamente producto de listas forjadas por los partidos políticos.
En fin, culpan de la carestía de la vida a la introducción del euro. Tienen pánico ante la inmigración incontrolada, a la que acusan de la criminalidad. Expresan dudas intensas hacia la ampliación espectacular de 2004, que agregó diez miembros más.
Y ahora, ¿qué? Pues a repetir la historia. Se deberá construir un ‘plan C’ (convencer a Irlanda mediante ciertas concesiones) o uno ‘D’ (la marginación de Dublín) para corregir el fracaso del ‘A’ (la Constitución”) y su remedio, el ‘plan B’ (Lisboa). No será la primera vez, ni la última. Mientras tanto, la UE sigue su marcha. No ha pasado nada, dicen en Bruselas. Y éste puede ser el mayor peligro de ampliar la grieta entre las instituciones y los ciudadanos. Por un lado se les pide que voten afirmativamente. Si una tenue mayoría vota ‘no’, luego se encuentra una solución alternativa. Entonces, ¿por qué preocuparse? La amenaza no proviene del fatídico ‘no’, sino del desprecio del ’sí’.
Mientras se acercaba el solsticio de verano en el hemisferio boreal, la Unión Europea se enfrentaba a una nueva crisis institucional. Esta vez, el problema ha sido un rechazo por referéndum a un nuevo tratado. No es novedad. Este tipo de percances ha estado surgiendo a menudo desde principios de la década de los 90. Entonces se puso la marcha directa hacia su más ambiciosa transformación desde el Tratado de Roma que fundó la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957, que reforzaría la modesta, pero decisiva, primera etapa de la historia de la integración europea.
Ahora, sin embargo, llueve sobre mojado. Se trata del fracaso del referéndum de Irlanda para aprobar el nuevo Tratado de Reforma (de Lisboa) que debía sustituir a la fenecida Constitución que en 2005 fue descarrilada por los electorados francés y holandés. Irlanda era el único país que se veía obligado constitucionalmente para hacerlo por esta vía, en lugar de usar el método parlamentario, como están haciendo prudentemente el resto de los 26 países de la UE. Escaldados por el desastre en Francia y Holanda, los gobiernos europeos habían optado por el método rápido de dar el visto bueno a un texto tan aburrido como el anterior, aunque menos largo. En esencia y en su contenido sintético, es una copia reducida de la Constitución, a la que se habían aplicado unos afeitados cosméticos para rebajar el aroma del federalismo.
Pero, como sucedió en el incidente galo-neerlandés, apenas una mitad (53,4%) de menos del 40% del electorado irlandés que se molestó en acudir a las urnas propinó una dolorosa bofetada a la profundización del proceso europeo. La rigurosa legislación de la UE requiere que, para que este tipo de acuerdos entre en vigencia, sean aceptados por todos y cada uno de los Estados miembros. La unanimidad ha sido de nuevo la sentencia del intento.
El Tratado de Lisboa, llamado así por haberse aprobado por el Consejo Europeo al final de la presidencia portuguesa en diciembre del año pasado, debía proporcionar algunas mejoras institucionales para que la UE tuviera mayor consistencia y gozara de una exteriorización más ambiciosa en el nuevo entramado internacional. En cuanto a las funciones del ente colectivo, se ampliarían las competencias que pudieran ser aprobadas por mayoría cualificada. En suma, la nueva UE asumiría la funcionalidad de un Estado, con el objetivo de reforzar su presencia internacional, hoy identificada predominante por su poder ‘blando’, carente del necesario poder ‘duro’, que caracteriza a las grandes potencias.
A cambio de este nuevo intento, se habían eliminado las referencias directas a los símbolos reservados a los países (bandera, himno, lema). Pero este camuflaje no engañó a esa parte decisiva del electorado irlandés, cautivado por los temores de los sectores euroescépticos y la oportunidad cíclica de castigar a los gobiernos, aparte de las oportunidades de comicios normales. El resultado fue que apenas 100.000 irlandeses secuestraron la decisión de 500 millones de europeos que asentían al nuevo tratado mediante sus respectivos parlamentos.
Tras el drama, las explicaciones son múltiples, pero reducidas a un diagnóstico simplista: los europeos juzgan a la UE como una entidad distante y confusa. Demasiadas decisiones que atañen a sus existencias personales son tomadas por unos burócratas anónimos a los que no pueden controlar. Aducen que los miembros de la Comisión (teóricamente el ejecutivo de la UE, pero que cuece la legislación de la soberanía compartida) han sido nombrados directamente por los gobiernos, que a su vez han sido votados para una función nacional. Esos gobiernos se reúnen a puerta cerrada y por ese método redactan y aprueban tratados como el de Lisboa. Denuncian que los miembros del Parlamento Europeo (con funciones legislativas de co-decisión, dominadas por el Consejo) son mayoritariamente producto de listas forjadas por los partidos políticos.
En fin, culpan de la carestía de la vida a la introducción del euro. Tienen pánico ante la inmigración incontrolada, a la que acusan de la criminalidad. Expresan dudas intensas hacia la ampliación espectacular de 2004, que agregó diez miembros más.
Y ahora, ¿qué? Pues a repetir la historia. Se deberá construir un ‘plan C’ (convencer a Irlanda mediante ciertas concesiones) o uno ‘D’ (la marginación de Dublín) para corregir el fracaso del ‘A’ (la Constitución”) y su remedio, el ‘plan B’ (Lisboa). No será la primera vez, ni la última. Mientras tanto, la UE sigue su marcha. No ha pasado nada, dicen en Bruselas. Y éste puede ser el mayor peligro de ampliar la grieta entre las instituciones y los ciudadanos. Por un lado se les pide que voten afirmativamente. Si una tenue mayoría vota ‘no’, luego se encuentra una solución alternativa. Entonces, ¿por qué preocuparse? La amenaza no proviene del fatídico ‘no’, sino del desprecio del ’sí’.
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