Por Antonio Rivera (EL CORREO DIGITAL, 12/06/08):
Este artículo lo he escrito ya más veces. En cada ocasión en que una nevada, una perturbación natural o humana, una huelga del transporte como en este caso, interrumpen la llamada normalidad, comprobamos de sopetón lo extremadamente frágiles que son nuestras complejas sociedades contemporáneas. Soportadas sobre dogmas como la seguridad y la libertad de opción, todo se pone patas arriba en veinticuatro horas. En ese tiempo, en lo que tardaron en verse los efectos del primer día de la huelga de camiones, se ha extendido sobre la población el temor al desabastecimiento, se han modificado drásticamente los comportamientos cotidianos e incluso se ha alterado el ritmo productivo habitual. A mayor complejidad social, mayor dependencia y fragilidad. En cuanto falla un mecanismo, todo se viene abajo, como un pretencioso castillo de naipes.
La abundancia de medios informativos y la necesidad de llevarse una noticia a la boca fuerza a éstos a sobredimensionar los efectos de la anormalidad. Entrevistas radiofónicas extravagantes en la mañana del pasado lunes, con enviados especiales a la gasolinera de la esquina que entrevistaban a atónitos ciudadanos que sólo iban a echar gasolina, creaban la impresión de que tan preciado líquido iba a durar minutos. Con el conocido efecto ‘bola de nieve’, el ciudadano que escuchaba esa señal de alarma sobre algo inexistente o poco existente, marchaba raudo a la misma gasolinera a llenar su depósito. No vaya a ser que Otro tanto ha ocurrido en los supermercados y tiendas de alimentación. Los viejos recuerdos y fantasmas del desabastecimiento de hace medio siglo -el tiempo que llevamos sin tener que sobrevivir a catástrofes como una guerra- se activan y, sobre todo los mayores, acuden solícitos a proveerse en grandes cantidades de productos que no necesitan. El efecto, nuevamente, el problema de las existencias y esa pavorosa imagen de la estantería medio vacía que arrastra nuestra imaginación a tiempos y lugares que la mayoría, por suerte, no hemos conocido. Es el caos.
Las supertecnificadas factorías, gobernadas por supertecnificados sistemas de organización ‘científica’ del trabajo, tienen que echar la cancela al día siguiente del conflicto porque no han llegado los camiones con los componentes para alimentar la cadena de producción ese día. Cierran fábricas con miles de trabajadores dentro que son enviados a sus casas y que o bien descuentan ese día como de fiesta forzada, a recuperar forzosamente en el futuro, o si dura más acaban llegando al expediente de regulación por causas ‘objetivas’, que pagamos entre todos los demás ciudadanos sin darnos cuenta. Todo parece normal, producto de las circunstancias, pero todo es una estafa formidable que procede de una elección del sistema productivo hecha por las grandes firmas de la automoción que, en la medida de sus posibilidades, se ha trasladado a otros sectores. Más del 70% de los almacenes de productos, mercancías y componentes van sobre ruedas. El almacén es la carretera, lo que explica que ésta haya pasado en cosa de años de ser estratégica en su estado a conformarse ya de una importancia casi militar. Los recursos públicos de los que disponemos para lo que ya se configura como ampliación de las cadenas de montaje se comprueban decisivos en días como éstos. El destino final hacia el beneficio privado que tiene toda esta componenda: gastos en infraestructuras de transporte (carreteras y accesos), sistemas de regulación de la producción, seguridad para las grandes empresas ante problemas de abastecimiento, regulaciones de empleo pactadas sindicalmente o soportadas en sistemas públicos (expedientes de regulación), se descubre también evidente.
Todo parece natural y normal, pero todo está diseñado a mayor gloria de la gran factoría y firma, a la que aseguramos entre todos cualquier eventualidad, derivando los costes de ésta a sus proveedores, a sus empleados o a los contribuyentes. Una engañufla que se sostiene cada uno de los días, no por ignorancia de la misma, sino porque seguimos creyendo con Adam Smith que su superlativo beneficio obrará en el de todos: accionistas, proveedores, trabajadores, consumidores, ciudadanos paganos Una vieja superstición liberal -capitalista, ¡qué diablos!- que dura ya un cuarto de milenio y que se demuestra poco consistente -y hasta especiosa- en cuanto se pone en marcha el más leve ‘efecto mariposa’.
Fragilidad, entonces, extrema. En la sociedad de los sofisticados sistemas de calor-frío, cuando podemos vivir sin problemas en ambientes extremos gracias a nuestra tecnología, los alimentos resultan más perecederos que cuando nuestras abuelas tenían que recurrir al salazón o al secado. En la sociedad hipercompleja, donde todos dependemos extremadamente de todos, el desajuste de una pieza va alterando una a una todas las demás hasta demostrarnos hasta qué punto somos frágiles. En la sociedad interconectada e intercomunicada, la real autonomía de los individuos se comprueba realmente escasa en cuanto algo falla, porque, efectivamente, cuanto más nos despegamos de la tierra menos tenemos que echarnos a la boca cuando todo se viene abajo. En esencia, un problema reiterado que lo venimos viendo en otra expresión aún más dramática, la del incremento de precios de productos de primera necesidad en países pobres. En esos lugares, las políticas comerciales han roto las redes locales de producción y consumo, y la fortaleza de las grandes trasnacionales ha subordinado (o anulado) a los productores y ha convertido en dependientes a los consumidores. Lo que hace unos años era una autosuficiencia en la pobreza, ahora es una dependencia en la miseria, que se hace extrema cuando inevitablemente los precios se disparan. Realmente, es el mismo problema en países ricos y pobres, aunque los efectos del mal no sean, ni mucho menos, los mismos: el abandono progresivo de una cierta autosuficiencia, forzado en la medida en que las sociedades se hacen más y más complejas, hace feliz al género humano mientras la normalidad funciona, pero esa normalidad se trastoca más a menudo al depender cada vez más de los más leves desajustes.
El leve vuelo de la mariposa, encadenando situaciones cada vez menos fortuitas y más previsibles, acaba haciendo descarrilar un tren, el tren de nuestra orgullosa y opulenta sociedad. Una lección que estos días volverá a desvanecerse ante la fortaleza visual y narrativa de estanterías vacías, gasolineras sin combustible, colas de camiones, kilos de mala leche y toneladas de terror ante el posible desabastecimiento. ‘Horror vacui’, el miedo a lo incontrolado, la vieja milonga de las sociedades humanas.
Este artículo lo he escrito ya más veces. En cada ocasión en que una nevada, una perturbación natural o humana, una huelga del transporte como en este caso, interrumpen la llamada normalidad, comprobamos de sopetón lo extremadamente frágiles que son nuestras complejas sociedades contemporáneas. Soportadas sobre dogmas como la seguridad y la libertad de opción, todo se pone patas arriba en veinticuatro horas. En ese tiempo, en lo que tardaron en verse los efectos del primer día de la huelga de camiones, se ha extendido sobre la población el temor al desabastecimiento, se han modificado drásticamente los comportamientos cotidianos e incluso se ha alterado el ritmo productivo habitual. A mayor complejidad social, mayor dependencia y fragilidad. En cuanto falla un mecanismo, todo se viene abajo, como un pretencioso castillo de naipes.
La abundancia de medios informativos y la necesidad de llevarse una noticia a la boca fuerza a éstos a sobredimensionar los efectos de la anormalidad. Entrevistas radiofónicas extravagantes en la mañana del pasado lunes, con enviados especiales a la gasolinera de la esquina que entrevistaban a atónitos ciudadanos que sólo iban a echar gasolina, creaban la impresión de que tan preciado líquido iba a durar minutos. Con el conocido efecto ‘bola de nieve’, el ciudadano que escuchaba esa señal de alarma sobre algo inexistente o poco existente, marchaba raudo a la misma gasolinera a llenar su depósito. No vaya a ser que Otro tanto ha ocurrido en los supermercados y tiendas de alimentación. Los viejos recuerdos y fantasmas del desabastecimiento de hace medio siglo -el tiempo que llevamos sin tener que sobrevivir a catástrofes como una guerra- se activan y, sobre todo los mayores, acuden solícitos a proveerse en grandes cantidades de productos que no necesitan. El efecto, nuevamente, el problema de las existencias y esa pavorosa imagen de la estantería medio vacía que arrastra nuestra imaginación a tiempos y lugares que la mayoría, por suerte, no hemos conocido. Es el caos.
Las supertecnificadas factorías, gobernadas por supertecnificados sistemas de organización ‘científica’ del trabajo, tienen que echar la cancela al día siguiente del conflicto porque no han llegado los camiones con los componentes para alimentar la cadena de producción ese día. Cierran fábricas con miles de trabajadores dentro que son enviados a sus casas y que o bien descuentan ese día como de fiesta forzada, a recuperar forzosamente en el futuro, o si dura más acaban llegando al expediente de regulación por causas ‘objetivas’, que pagamos entre todos los demás ciudadanos sin darnos cuenta. Todo parece normal, producto de las circunstancias, pero todo es una estafa formidable que procede de una elección del sistema productivo hecha por las grandes firmas de la automoción que, en la medida de sus posibilidades, se ha trasladado a otros sectores. Más del 70% de los almacenes de productos, mercancías y componentes van sobre ruedas. El almacén es la carretera, lo que explica que ésta haya pasado en cosa de años de ser estratégica en su estado a conformarse ya de una importancia casi militar. Los recursos públicos de los que disponemos para lo que ya se configura como ampliación de las cadenas de montaje se comprueban decisivos en días como éstos. El destino final hacia el beneficio privado que tiene toda esta componenda: gastos en infraestructuras de transporte (carreteras y accesos), sistemas de regulación de la producción, seguridad para las grandes empresas ante problemas de abastecimiento, regulaciones de empleo pactadas sindicalmente o soportadas en sistemas públicos (expedientes de regulación), se descubre también evidente.
Todo parece natural y normal, pero todo está diseñado a mayor gloria de la gran factoría y firma, a la que aseguramos entre todos cualquier eventualidad, derivando los costes de ésta a sus proveedores, a sus empleados o a los contribuyentes. Una engañufla que se sostiene cada uno de los días, no por ignorancia de la misma, sino porque seguimos creyendo con Adam Smith que su superlativo beneficio obrará en el de todos: accionistas, proveedores, trabajadores, consumidores, ciudadanos paganos Una vieja superstición liberal -capitalista, ¡qué diablos!- que dura ya un cuarto de milenio y que se demuestra poco consistente -y hasta especiosa- en cuanto se pone en marcha el más leve ‘efecto mariposa’.
Fragilidad, entonces, extrema. En la sociedad de los sofisticados sistemas de calor-frío, cuando podemos vivir sin problemas en ambientes extremos gracias a nuestra tecnología, los alimentos resultan más perecederos que cuando nuestras abuelas tenían que recurrir al salazón o al secado. En la sociedad hipercompleja, donde todos dependemos extremadamente de todos, el desajuste de una pieza va alterando una a una todas las demás hasta demostrarnos hasta qué punto somos frágiles. En la sociedad interconectada e intercomunicada, la real autonomía de los individuos se comprueba realmente escasa en cuanto algo falla, porque, efectivamente, cuanto más nos despegamos de la tierra menos tenemos que echarnos a la boca cuando todo se viene abajo. En esencia, un problema reiterado que lo venimos viendo en otra expresión aún más dramática, la del incremento de precios de productos de primera necesidad en países pobres. En esos lugares, las políticas comerciales han roto las redes locales de producción y consumo, y la fortaleza de las grandes trasnacionales ha subordinado (o anulado) a los productores y ha convertido en dependientes a los consumidores. Lo que hace unos años era una autosuficiencia en la pobreza, ahora es una dependencia en la miseria, que se hace extrema cuando inevitablemente los precios se disparan. Realmente, es el mismo problema en países ricos y pobres, aunque los efectos del mal no sean, ni mucho menos, los mismos: el abandono progresivo de una cierta autosuficiencia, forzado en la medida en que las sociedades se hacen más y más complejas, hace feliz al género humano mientras la normalidad funciona, pero esa normalidad se trastoca más a menudo al depender cada vez más de los más leves desajustes.
El leve vuelo de la mariposa, encadenando situaciones cada vez menos fortuitas y más previsibles, acaba haciendo descarrilar un tren, el tren de nuestra orgullosa y opulenta sociedad. Una lección que estos días volverá a desvanecerse ante la fortaleza visual y narrativa de estanterías vacías, gasolineras sin combustible, colas de camiones, kilos de mala leche y toneladas de terror ante el posible desabastecimiento. ‘Horror vacui’, el miedo a lo incontrolado, la vieja milonga de las sociedades humanas.
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