Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de El nuevo espacio público. (EL PAÍS, 28/06/08):
Todo el debate acerca de la llamada justicia intergeneracional se resume en las siguientes preguntas: ¿quiénes tienen más derechos, nosotros o nuestros hijos? ¿Es justo formular una “preferencia temporal por los actualmente vivos”? ¿No sería esto una versión temporal del privilegio que algunos quieren realizar en el espacio, una especie de colonialismo temporal? En ambos casos se establece una complicidad del nosotros a costa de un tercero: si en el exclusivismo de los espacios era el de fuera, en el imperialismo temporal es el después quien corre con los gastos de nuestra preferencia. Y esto es precisamente lo que ocurre cuando el horizonte temporal se estrecha: que tiende a configurarse una especie de “coalición de los vivos” que constituye una verdadera dominación de la generación actual sobre las futuras. Se ha invertido aquel asombro del que hablaba Kant cuando observaba lo curioso que era que las generaciones anteriores hubieran trabajado penosamente por las ulteriores. Hoy parece más bien lo contrario: que con nuestra absolutización del tiempo presente hacemos que las generaciones futuras trabajen involuntariamente a nuestro favor.
Puede estar ocurriendo que los actualmente vivos estemos ejerciendo una influencia sobre el futuro que cabe entender como una rapiña del futuro. Hay una especie de impunidad en el ámbito temporal del futuro, un consumo irresponsable del tiempo o expropiación del futuro de otros. Somos okupas del futuro. Cuando los contextos de acción se extienden en el espacio hasta afectar a personas del otro punto del mundo y en el tiempo condicionando el futuro de otros cercanos y distantes, entonces hay muchos conceptos y prácticas que requieren una profunda revisión.
Este entrelazamiento, espacial pero también temporal, debe ser tomado en consideración reflexivamente, lo que significa hacer transparentes los condicionamientos implícitos y convertirlos en objeto de procesos democráticos. Una de las exigencias éticas y políticas fundamentales consiste precisamente en ampliar el horizonte temporal. Dicho sumariamente: dejar de considerar al futuro como el basurero del presente, como un lugar donde se desplazan los problemas no resueltos y se alivia así al presente.
Este tipo de evidencias ha puesto en marcha todo un conjunto de nuevas reflexiones acerca de la justicia intergeneracional. Las discriminaciones que están vinculadas a la edad o condición generacional (que una generación se imponga sobre otra o viva a costa de ella) plantean unos desafíos particulares al ejercicio de la justicia. La mayor parte de las decisiones políticas que adoptamos tiene un impacto sobre las generaciones futuras. Por ejemplo, los problemas de la seguridad social (salud, pensiones, desequilibrios demográficos, seguros de desempleo) necesitan un marco temporal amplio y un enfoque cognitivo que considere los posibles escenarios futuros. ¿Es moralmente aceptable transmitir a las generaciones futuras los residuos nucleares o un medio ambiente degradado o una deuda pública considerable o un sistema de pensiones insostenible? Se trata de examinar con criterios de justicia las transferencias que se realizan de una generación a otra, la herencia y la memoria, pero también las expectativas y posibilidades que se entregan a las generaciones futuras, en términos de capital físico, ambiental, humano, tecnológico e institucional. Habría que pasar de una propiedad “privada”, generacional, sobre el tiempo a una colectivización intergeneracional del tiempo, y especialmente del tiempo futuro.
La interdependencia de las generaciones exige un nuevo modelo de contrato social. El modelo del contrato social que regula únicamente las obligaciones entre los contemporáneos ha de ampliarse hacia los sujetos futuros respecto de los cuales nos encontramos en una completa asimetría. Hay una desigualdad básica entre el presente y el futuro que no existe entre los contemporáneos. Si únicamente tenemos en cuenta el significado de nuestras acciones para nuestros intereses presentes, no seremos capaces de comprender de qué modo incidimos en el futuro y hasta qué punto esta repercusión nos apela en un sentido ético y político.
La cuestión de la responsabilidad frente a las generaciones futuras debería estar en el centro de lo que podría denominarse una “ética del futuro”. Y la primera reflexión que esta nueva textura del mundo nos impone es preguntarnos a quién hemos de considerar como “prójimo”: en definitiva, pasar de una responsabilidad de las “relaciones cortas” (Paul Ricoeur) a otra cuya regla sean “las cosas más lejanas” (Nietzsche), que el prójimo no sean simplemente los más cercanos en el espacio o en el tiempo. El principio de responsabilidad está orientado precisamente al futuro lejano. Y parte de la conciencia de que nos ha sido confiado algo que es frágil: la vida, el planeta o la polis.
Los revolucionarios franceses y americanos formularon un principio que podría denominarse de autodeterminación generacional y que exigía el respeto ante las voluntades futuras. La historia es escenario de la libertad para todas las naciones y para todas las generaciones; por eso, nuestras decisiones deben estar abiertas a la ratificación y la revocación. No podemos asegurar qué querrán los que vengan después, y por eso hemos de arbitrar procedimientos para dejar el futuro a su libre disposición. En ese contexto, Jefferson llega a plantear la cuestión de si todas las leyes deben ser aprobadas de nuevo, según el ritmo de las generaciones. Afirmaba incluso que podemos considerar a cada generación como una nación diferente con un derecho a tomar decisiones vinculantes, pero sin el poder de obligar a las siguientes, de la misma manera que no pueden obligar a los habitantes de otro país. Los contratos mueren con quienes los han firmado. Una posición similar parece defender actualmente el filósofo moral Peter Singer cuando se pregunta, por ejemplo, si nuestros descendientes valorarán la vida en la naturaleza o se sentirán mejor en centros comerciales climatizados, frente a juegos de ordenador incomprensibles para nosotros.
Ambos son, a mi juicio, planteamientos abstractos, ya que no toman en suficiente consideración el solapamiento y la interacción entre las generaciones, como tampoco la imposibilidad de delimitarlas estrictamente. Aunque está claro que debe haber cláusulas y procedimientos de revisión, cualquier interrogación sobre la justicia entre las generaciones ha de tomar en cuenta también su interacción, el hecho de que la historia no es una sucesión de discontinuidades, sino que hay vínculos entre ellas sin los cuales la idea misma de una sociedad sería incomprensible, como los deberes de memoria o la legitimidad de configurar el futuro colectivo.
El tema no es tanto dejar libertad a las generaciones siguientes como la necesidad de legitimar nuestro inevitable condicionamiento del futuro y configurarlo de acuerdo con criterios de justicia que vayan más allá de los intereses actuales. No podemos abandonarnos a la comodidad de manejar como único criterio de actuación el respeto a las decisiones futuras de la posteridad, porque incluso esa libertad de elección de las generaciones venideras exige de nosotros la adopción de muchas decisiones. La paradoja del respeto intergeneracional podría formularse así: hemos de tomar ahora determinadas decisiones para que ellos tengan después la libertad de elegir.
Todo el debate acerca de la llamada justicia intergeneracional se resume en las siguientes preguntas: ¿quiénes tienen más derechos, nosotros o nuestros hijos? ¿Es justo formular una “preferencia temporal por los actualmente vivos”? ¿No sería esto una versión temporal del privilegio que algunos quieren realizar en el espacio, una especie de colonialismo temporal? En ambos casos se establece una complicidad del nosotros a costa de un tercero: si en el exclusivismo de los espacios era el de fuera, en el imperialismo temporal es el después quien corre con los gastos de nuestra preferencia. Y esto es precisamente lo que ocurre cuando el horizonte temporal se estrecha: que tiende a configurarse una especie de “coalición de los vivos” que constituye una verdadera dominación de la generación actual sobre las futuras. Se ha invertido aquel asombro del que hablaba Kant cuando observaba lo curioso que era que las generaciones anteriores hubieran trabajado penosamente por las ulteriores. Hoy parece más bien lo contrario: que con nuestra absolutización del tiempo presente hacemos que las generaciones futuras trabajen involuntariamente a nuestro favor.
Puede estar ocurriendo que los actualmente vivos estemos ejerciendo una influencia sobre el futuro que cabe entender como una rapiña del futuro. Hay una especie de impunidad en el ámbito temporal del futuro, un consumo irresponsable del tiempo o expropiación del futuro de otros. Somos okupas del futuro. Cuando los contextos de acción se extienden en el espacio hasta afectar a personas del otro punto del mundo y en el tiempo condicionando el futuro de otros cercanos y distantes, entonces hay muchos conceptos y prácticas que requieren una profunda revisión.
Este entrelazamiento, espacial pero también temporal, debe ser tomado en consideración reflexivamente, lo que significa hacer transparentes los condicionamientos implícitos y convertirlos en objeto de procesos democráticos. Una de las exigencias éticas y políticas fundamentales consiste precisamente en ampliar el horizonte temporal. Dicho sumariamente: dejar de considerar al futuro como el basurero del presente, como un lugar donde se desplazan los problemas no resueltos y se alivia así al presente.
Este tipo de evidencias ha puesto en marcha todo un conjunto de nuevas reflexiones acerca de la justicia intergeneracional. Las discriminaciones que están vinculadas a la edad o condición generacional (que una generación se imponga sobre otra o viva a costa de ella) plantean unos desafíos particulares al ejercicio de la justicia. La mayor parte de las decisiones políticas que adoptamos tiene un impacto sobre las generaciones futuras. Por ejemplo, los problemas de la seguridad social (salud, pensiones, desequilibrios demográficos, seguros de desempleo) necesitan un marco temporal amplio y un enfoque cognitivo que considere los posibles escenarios futuros. ¿Es moralmente aceptable transmitir a las generaciones futuras los residuos nucleares o un medio ambiente degradado o una deuda pública considerable o un sistema de pensiones insostenible? Se trata de examinar con criterios de justicia las transferencias que se realizan de una generación a otra, la herencia y la memoria, pero también las expectativas y posibilidades que se entregan a las generaciones futuras, en términos de capital físico, ambiental, humano, tecnológico e institucional. Habría que pasar de una propiedad “privada”, generacional, sobre el tiempo a una colectivización intergeneracional del tiempo, y especialmente del tiempo futuro.
La interdependencia de las generaciones exige un nuevo modelo de contrato social. El modelo del contrato social que regula únicamente las obligaciones entre los contemporáneos ha de ampliarse hacia los sujetos futuros respecto de los cuales nos encontramos en una completa asimetría. Hay una desigualdad básica entre el presente y el futuro que no existe entre los contemporáneos. Si únicamente tenemos en cuenta el significado de nuestras acciones para nuestros intereses presentes, no seremos capaces de comprender de qué modo incidimos en el futuro y hasta qué punto esta repercusión nos apela en un sentido ético y político.
La cuestión de la responsabilidad frente a las generaciones futuras debería estar en el centro de lo que podría denominarse una “ética del futuro”. Y la primera reflexión que esta nueva textura del mundo nos impone es preguntarnos a quién hemos de considerar como “prójimo”: en definitiva, pasar de una responsabilidad de las “relaciones cortas” (Paul Ricoeur) a otra cuya regla sean “las cosas más lejanas” (Nietzsche), que el prójimo no sean simplemente los más cercanos en el espacio o en el tiempo. El principio de responsabilidad está orientado precisamente al futuro lejano. Y parte de la conciencia de que nos ha sido confiado algo que es frágil: la vida, el planeta o la polis.
Los revolucionarios franceses y americanos formularon un principio que podría denominarse de autodeterminación generacional y que exigía el respeto ante las voluntades futuras. La historia es escenario de la libertad para todas las naciones y para todas las generaciones; por eso, nuestras decisiones deben estar abiertas a la ratificación y la revocación. No podemos asegurar qué querrán los que vengan después, y por eso hemos de arbitrar procedimientos para dejar el futuro a su libre disposición. En ese contexto, Jefferson llega a plantear la cuestión de si todas las leyes deben ser aprobadas de nuevo, según el ritmo de las generaciones. Afirmaba incluso que podemos considerar a cada generación como una nación diferente con un derecho a tomar decisiones vinculantes, pero sin el poder de obligar a las siguientes, de la misma manera que no pueden obligar a los habitantes de otro país. Los contratos mueren con quienes los han firmado. Una posición similar parece defender actualmente el filósofo moral Peter Singer cuando se pregunta, por ejemplo, si nuestros descendientes valorarán la vida en la naturaleza o se sentirán mejor en centros comerciales climatizados, frente a juegos de ordenador incomprensibles para nosotros.
Ambos son, a mi juicio, planteamientos abstractos, ya que no toman en suficiente consideración el solapamiento y la interacción entre las generaciones, como tampoco la imposibilidad de delimitarlas estrictamente. Aunque está claro que debe haber cláusulas y procedimientos de revisión, cualquier interrogación sobre la justicia entre las generaciones ha de tomar en cuenta también su interacción, el hecho de que la historia no es una sucesión de discontinuidades, sino que hay vínculos entre ellas sin los cuales la idea misma de una sociedad sería incomprensible, como los deberes de memoria o la legitimidad de configurar el futuro colectivo.
El tema no es tanto dejar libertad a las generaciones siguientes como la necesidad de legitimar nuestro inevitable condicionamiento del futuro y configurarlo de acuerdo con criterios de justicia que vayan más allá de los intereses actuales. No podemos abandonarnos a la comodidad de manejar como único criterio de actuación el respeto a las decisiones futuras de la posteridad, porque incluso esa libertad de elección de las generaciones venideras exige de nosotros la adopción de muchas decisiones. La paradoja del respeto intergeneracional podría formularse así: hemos de tomar ahora determinadas decisiones para que ellos tengan después la libertad de elegir.
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