Por Luis Fraga, senador del PP por Cuenca (EL PAÍS, 23/06/08):
¿Qué es lo que hace fuerte a una nación? Esta pregunta encierra otras dos. Primero, qué es una nación fuerte. Segundo, qué es una nación.
Varias bibliotecas resultarían insuficientes para almacenar los textos que intentan dar respuesta a estas preguntas. Glosarlas en un folio parecería labor arriesgada. Y resumirlas en una palabra, imposible. Pero podemos probar con tan sólo dos sílabas: Chile. Veamos por qué.
Ante todo: Chile es una nación fuerte porque sus instituciones son fuertes. Así es Chile: una justicia independiente y firme; una Administración del Estado eficaz y respetuosa; un Parlamento sólido, sobre todo. De que las leyes sean buenas (y por ello se cumplan) o malas (y entonces se cumplan menos, o nada) depende todo lo demás, desde la protección del medio natural a las normas procesales, desde la seguridad del Estado hasta el funcionamiento de la economía. Depende, en suma, de que se pueda hablar o no de un Estado de derecho. Y, por lo tanto, que se perciba un proyecto nacional atractivo. Una nación fuerte.
Pues bien: el Parlamento de Chile no es, como en otras latitudes, una síntesis de excrecencia del poder ejecutivo y de escenario donde se teatralizan debates con más ruido que nueces, sino un auténtico poder legislativo que cumple su función. Allí las leyes no las hacen ni los lobbies, ni las organizaciones de presión, ni los llamados “técnicos independientes” a sueldo de partidos o gobiernos, sino legisladores que representan a sus electorados y responden ante ellos, legisladores que en su trabajo no sólo cuentan con suficientes medios materiales y de personal, sino con capacidad real de intervenir en la labor parlamentaria. Aquello es un Parlamento de verdad.
Instituciones fuertes. Imperio de la ley y seguridad jurídica. Lo que hace fuerte a una nación es, ante todo, que su armazón institucional sea sólido y esté bien concebido. Pero esto, ¿cómo se logra? Mencionemos aquí tres factores que en Chile han sido decisivos. Primero, la unidad territorial. Chile, pese a su alargada geografía, es una nación sin grandes tensiones territoriales. Allí son conscientes del viejo axioma político: si el proyecto nacional es atractivo, las fuerzas centrífugas pierden su sentido. Es decir: si punto por punto de su ordenamiento jurídico y viga por viga del armazón institucional el Estado de derecho resplandece para el orgullo de la nación, ésta no se debilita y nadie quiere separarse.
Segundo factor: sus élites. Dime, nación, cómo son tus élites, si creen o no en ti o si sólo les interesa el dinero y te diré quién eres y cuál es tu futuro. Los grupos dirigentes chilenos han creído en su nación y han trabajado para consolidar el tercer factor del éxito: las alianzas políticas. Que son dos: la Concertación (izquierda y democracia cristiana) y la Alianza (centro y derecha).
La Concertación gobierna desde el inicio de la transición en 1990, y en esos 17 años ejemplares esta gran coalición ha logrado mejor que ningún otro Gobierno de América avances tangibles en la lucha contra la pobreza. A su frente se han turnado dos figuras de la democracia cristiana (Frei y Aylwin) y dos socialistas (Lagos y Bachelet). Precisamente de Ricardo Lagos es el lema que da título a estas líneas. “Dejemos que funcionen las instituciones”, solía decir ante situaciones en las que el papel presidencial era ése: recordarlo.
Ahora bien, las grandes coaliciones no pueden ser eternas, porque entonces se convierten en regímenes. Se forjan para consolidar reformas institucionales o constitucionales (véase la que ahora gobierna en Alemania) más o menos amplias. Por seguir con el símil arquitectónico: son el andamiaje que recubre la obra mientras se construye (¿o se renueva?) el edificio. Una vez logrado el objetivo, que es fortalecer la nación, los andamios deben retirarse. Eso parece que ahora sucederá en Chile. Casi 18 años después, las tensiones internas en la Concertación parecen anunciar el final de ésta.
Por otro lado, en los últimos tres años han surgido escándalos inimaginables hace 10: caos del transporte público en Santiago, protestas de los estudiantes… A la vez, y con gran eco en la prensa chilena, publicaciones como The New York Times o The Economist parecen ahora empeñadas en demostrar que las instituciones ya no sirven. Pero eso no es así. Chile superará esas dificultades, y en lo que se equivocan los comentarios de estos medios anglosajones no es en señalar esas tensiones, que las hay, y muy fuertes, sino en el enfoque del lugar donde se producen. Que no es en la estructura del edificio, sino en el andamiaje. Que no es en el armazón de sus instituciones, sino en la Concertación. Todo indica que se está preparando el éxito una nueva coalición, apoyada por excelentes bases y cuadros en la sociedad chilena. Pero eso no es lo esencial. Lo esencial es que las instituciones seguirán funcionando. Y que Chile, para orgullo de los chilenos, seguirá siendo lo que es: una nación fuerte.
¿Qué es lo que hace fuerte a una nación? Esta pregunta encierra otras dos. Primero, qué es una nación fuerte. Segundo, qué es una nación.
Varias bibliotecas resultarían insuficientes para almacenar los textos que intentan dar respuesta a estas preguntas. Glosarlas en un folio parecería labor arriesgada. Y resumirlas en una palabra, imposible. Pero podemos probar con tan sólo dos sílabas: Chile. Veamos por qué.
Ante todo: Chile es una nación fuerte porque sus instituciones son fuertes. Así es Chile: una justicia independiente y firme; una Administración del Estado eficaz y respetuosa; un Parlamento sólido, sobre todo. De que las leyes sean buenas (y por ello se cumplan) o malas (y entonces se cumplan menos, o nada) depende todo lo demás, desde la protección del medio natural a las normas procesales, desde la seguridad del Estado hasta el funcionamiento de la economía. Depende, en suma, de que se pueda hablar o no de un Estado de derecho. Y, por lo tanto, que se perciba un proyecto nacional atractivo. Una nación fuerte.
Pues bien: el Parlamento de Chile no es, como en otras latitudes, una síntesis de excrecencia del poder ejecutivo y de escenario donde se teatralizan debates con más ruido que nueces, sino un auténtico poder legislativo que cumple su función. Allí las leyes no las hacen ni los lobbies, ni las organizaciones de presión, ni los llamados “técnicos independientes” a sueldo de partidos o gobiernos, sino legisladores que representan a sus electorados y responden ante ellos, legisladores que en su trabajo no sólo cuentan con suficientes medios materiales y de personal, sino con capacidad real de intervenir en la labor parlamentaria. Aquello es un Parlamento de verdad.
Instituciones fuertes. Imperio de la ley y seguridad jurídica. Lo que hace fuerte a una nación es, ante todo, que su armazón institucional sea sólido y esté bien concebido. Pero esto, ¿cómo se logra? Mencionemos aquí tres factores que en Chile han sido decisivos. Primero, la unidad territorial. Chile, pese a su alargada geografía, es una nación sin grandes tensiones territoriales. Allí son conscientes del viejo axioma político: si el proyecto nacional es atractivo, las fuerzas centrífugas pierden su sentido. Es decir: si punto por punto de su ordenamiento jurídico y viga por viga del armazón institucional el Estado de derecho resplandece para el orgullo de la nación, ésta no se debilita y nadie quiere separarse.
Segundo factor: sus élites. Dime, nación, cómo son tus élites, si creen o no en ti o si sólo les interesa el dinero y te diré quién eres y cuál es tu futuro. Los grupos dirigentes chilenos han creído en su nación y han trabajado para consolidar el tercer factor del éxito: las alianzas políticas. Que son dos: la Concertación (izquierda y democracia cristiana) y la Alianza (centro y derecha).
La Concertación gobierna desde el inicio de la transición en 1990, y en esos 17 años ejemplares esta gran coalición ha logrado mejor que ningún otro Gobierno de América avances tangibles en la lucha contra la pobreza. A su frente se han turnado dos figuras de la democracia cristiana (Frei y Aylwin) y dos socialistas (Lagos y Bachelet). Precisamente de Ricardo Lagos es el lema que da título a estas líneas. “Dejemos que funcionen las instituciones”, solía decir ante situaciones en las que el papel presidencial era ése: recordarlo.
Ahora bien, las grandes coaliciones no pueden ser eternas, porque entonces se convierten en regímenes. Se forjan para consolidar reformas institucionales o constitucionales (véase la que ahora gobierna en Alemania) más o menos amplias. Por seguir con el símil arquitectónico: son el andamiaje que recubre la obra mientras se construye (¿o se renueva?) el edificio. Una vez logrado el objetivo, que es fortalecer la nación, los andamios deben retirarse. Eso parece que ahora sucederá en Chile. Casi 18 años después, las tensiones internas en la Concertación parecen anunciar el final de ésta.
Por otro lado, en los últimos tres años han surgido escándalos inimaginables hace 10: caos del transporte público en Santiago, protestas de los estudiantes… A la vez, y con gran eco en la prensa chilena, publicaciones como The New York Times o The Economist parecen ahora empeñadas en demostrar que las instituciones ya no sirven. Pero eso no es así. Chile superará esas dificultades, y en lo que se equivocan los comentarios de estos medios anglosajones no es en señalar esas tensiones, que las hay, y muy fuertes, sino en el enfoque del lugar donde se producen. Que no es en la estructura del edificio, sino en el andamiaje. Que no es en el armazón de sus instituciones, sino en la Concertación. Todo indica que se está preparando el éxito una nueva coalición, apoyada por excelentes bases y cuadros en la sociedad chilena. Pero eso no es lo esencial. Lo esencial es que las instituciones seguirán funcionando. Y que Chile, para orgullo de los chilenos, seguirá siendo lo que es: una nación fuerte.
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