Por Fernando Savater, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense (EL PAÍS, 19/06/08):
Nada más llegar a Epsom me encontré con Fulano y casi se me saltan las lágrimas: “¡Pobre Carlitos! ¡Qué desgracia!”. Asintió, con cara hosca. “Pero… ¿cómo pudo pasar?”, insistí. “Nada, un despiste, otro más”, me informó. “Ya sabes cómo era. Estaba viendo los caballos en las cuadras y a la vez contaba el dinero para apostar. Se le cayeron dos euros rodando y se metió a cuatro patas en el box para buscarlos. La yegua se asustó y le pegó una coz en la cabeza. Murió en el acto”. “¡Qué barbaridad, pobrecillo!”, deploré. “Por lo menos fue en el hipódromo. No había nadie más aficionado que él. ¡Cuánto le vamos a echar de menos!”. “Tampoco había nadie más distraído”, gruñó Fulano. Protesté que todos solemos serlo. “Lo suyo no era natural. Era capaz de darle un beso a una chica sin quitarse el cigarrillo de la boca”, recordó Fulano, implacable. “Bueno, a veces…”, traté de defenderle. Fulano hurgó en la herida: “Siempre se dejaba cosas en los hoteles”. Argüí que a mí también suele pasarme. “¡Los zapatos!”, rugió Fulano. “¿Te has ido tú alguna vez de un hotel sin ponerte los zapatos?”. Me encogí de hombros y volví a suspirar: “Le extrañaremos mucho”.
El trágico accidente de Carlitos fue recogido por la prensa nacional, naturalmente. Es el único tipo de noticia hípica que suelen dar: caídas de jockeys, tongos, etcétera… Jamás cuentan los resultados de las carreras más hermosas ni los éxitos de los caballos y jockeys españoles en el mundo. Y encima se justifican diciendo que en España hay poca afición al turf. ¿Cuánta afición habría aquí a la fórmula 1 si los periódicos nunca mencionaran las victorias de Fernando Alonso pero se regodearan en los bólidos que se estrellan y los pilotos que se dejan sobornar por la competencia?
En cualquier caso, los asiduos de Epsom íbamos a echar de menos a Carlitos, que nunca se perdía la gran carrera anual. No sólo por amistad desinteresada, sino también porque -despistado o no- era un auténtico lince para los pronósticos. Y este año el Derby se presentaba inusualmente incierto. Privado de los consejos de mi sabio de cabecera, repasé una y otra vez todos los criterios (racionales o mágicos) para decidir mi apuesta. ¿La excelencia del jockey? El más genial de todos, Lanfranco Dettori, montaba a un precioso caballo criado en Argentina, Río de la Plata, que lamentablemente era difícil que tuviese fondo para culminar la milla y media del arduo recorrido. Además, abundaban los jinetes estupendos, desde el veterano Mick Kinane hasta jóvenes ya tan considerados como Ryan Moore o Jaime Spencer, pasando por los siempre fiables Ted Durcan, Kerrin McEvoy o Pat Smullen. Cualquiera de ellos aprovecharía bien su oportunidad de victoria… si la tenía. ¿El origen de los participantes? Siempre me gustaron los hijos del campeón francés Hernando y corría uno de ellos, Casual Conquest, que además tenía el valor añadido de ser irlandés: pero era un bicho grandote, con poca experiencia, y quizá no se manejara bien en las ondulaciones de Epsom. El cruce que mejor resultado suele dar es el de Sadler Wells, el gran semental que hace unas semanas ha tenido que cesar en sus funciones por cuestión de edad (¡pobre, también él!), con las yeguas descendientes de Mill Reef, pero había al menos tres caballos con esa afortunada combinación de sangres. Nada decisivo, pues. ¿Y las últimas actuaciones? La preparatoria más fiable para el Derby la había ganado Tartan Bearer, pupilo de sir Michael Stoute, el mejor preparador inglés. Es propio hermano de Golan, que hace años ganó las Dos Mil Guineas y llegó segundo en el Derby. En aquella ocasión le venció Galileo, que precisamente es el padre de New Approach, considerado el año pasado el mejor de todos los jóvenes y que éste ha llegado segundo en las Dos Mil Guineas tanto en Inglaterra como en Irlanda. Su preparador, el irlandés Bolger, dijo que le retiraba de Epsom, luego lo declaró participante en el último minuto y desesperó así a todas las casas de apuestas. En fin, un lío.
Me encontraba tan confuso que recurrí a los nombres de los caballos para inspirarme, algo indigno de un experto. Mi genealogía paterna granadina me pedía jugarle a Washington Irving e incluso apostar a Alessandro Volta me pareció por un momento una idea realmente luminosa. El único que podía descartarse sin miedo era Maidstone Mixture, un modestísimo jamelgo que sólo había ganado una carrera ¡de vallas! y al que su pintoresco propietario había matriculado en el Derby como capricho final de su vida hípica. Le montaba un joven desconocido de 22 años que acababa de salir de la cárcel y en las apuestas iba 1.000 a uno. Al final me incliné por Kandahar Run, un precioso tordillo al que había visto en octubre ganar en Newmarket, entrenado por una gloria del pasado, Henry Cecil: lo guapo frágil y lo venido a menos cuyo esplendor apenas se recuerda, nunca he sabido resistirme a eso.
Este año, también Epsom ha estado en obras, la enfermedad urbana más extendida. Por lo menos aún sigue igual la famosa curva de Tattenham, tan larga y compleja, clave de su personalidad. Ayer fui al Imperial War Museum para ver la exposición dedicada a Ian Fleming y aproveché para pasearme un rato por sus salas, de sereno exhibicionismo bélico. En una se guardan los rótulos toscamente pintados en tablones con que los soldados de la primera gran guerra se orientaban en las trincheras. Son nombres de lugares amados, a veces irónicos o picarescos: uno de ellos dice “Tattenham Corner”, y lleva varias siluetas de caballitos pintadas con sencillez. Me conmoví pensando en aquellos remotos aficionados que sufrían entre el barro, la sangre y las explosiones, refugiándose a veces para descansar en el recuerdo de las onduladas praderas de Surrey y los campeones que allí florecen cada año.
Ayer, el recogimiento en la tribuna antes de la carrera era casi sacramental. Pero ahora el móvil nos hace accesibles a todos nuestros conocidos, para bien o para mal. Desde Venezuela un amigo me informa de la desaparición de Eugenio Montejo, poeta noble y hondo. Al final de uno de sus poemas confesaba: “No soy ateo de nada salvo de la muerte”. El ateísmo más difícil, quizá el único realmente liberador. Llega la Reina, que este año va vestida color fresa o algo así. La imagino antes de bajarse del Rolls escondiendo en el asiento un libro de Henry James o Jean Genet, como en Una lectora poco común, la deliciosa novelita de Alan Bennett publicada por Herralde. Y por fin ocurre el Derby. De salida encabeza unos metros el pelotón el infiltrado Maidstone Mixture (supongo que para sacarse la fotografía y alegrar al amo), antes de irse al último lugar que le corresponde. También veo en segunda posición a mi hermoso Kandahar Run hasta ya iniciada la recta final y me hago ilusiones. No hay caso. El asunto está entre Casual Conquest, de galope potente pero bisoño, y Tartan Bearer, que le rebasa con autoridad a 200 metros de la meta. La suerte parece echada hasta que por los palos se cuela irresistible New Approach, que lucha con él para arrebatarle la victoria por casi un cuerpo: se repite en cierto modo la historia y el hermano menor de Golan encuentra su némesis en el hijo de Galileo…
Me reúno con Fulano para comentar la prueba y de pronto veo a Carlitos. Está en las taquillas de juego y va de una a otra con desasosiego impaciente. “Mira”, balbuceo, “es Carlitos…”. “Ya lo he visto”, me responde, seco. “Pero ¿no está…?”. “¡Claro que está muerto!”, responde fastidiado. “Ya te he dicho que la yegua le espachurró la sesera”. Con un escalofrío, le veo acercarse a nosotros. “¡Hola, chicos! No sé qué les pasa a los taquilleros, con esto de la obras están rarísimos. No me hacen ni caso y no logro apostar. ¡Es un infierno!”. Se le veía igual que siempre, salvo un reguero negro, seco y grumoso, que le bajaba por la sien desde el pelo hasta el cuello de la camisa. “¡Y tengo el ganador de la siguiente: Bureaucrat, seis a uno! Oye, vosotros también estáis pasmados. Ni que hubierais visto un…”. Se alejó de nuevo hacia las taquillas, anotando algo en el programa. “¿No se da cuenta, verdad”, murmuré. “¡Nada, ni enterarse, en la luna!”, refunfuñó Fulano. “Te digo que no es natural ser tan distraído”. Convine con él: “No, ahora ya no es natural”. Pero acertó y mis cinco libras a Bureaucrat me las pagaron seis a uno. Gracias, Carlitos.
Nada más llegar a Epsom me encontré con Fulano y casi se me saltan las lágrimas: “¡Pobre Carlitos! ¡Qué desgracia!”. Asintió, con cara hosca. “Pero… ¿cómo pudo pasar?”, insistí. “Nada, un despiste, otro más”, me informó. “Ya sabes cómo era. Estaba viendo los caballos en las cuadras y a la vez contaba el dinero para apostar. Se le cayeron dos euros rodando y se metió a cuatro patas en el box para buscarlos. La yegua se asustó y le pegó una coz en la cabeza. Murió en el acto”. “¡Qué barbaridad, pobrecillo!”, deploré. “Por lo menos fue en el hipódromo. No había nadie más aficionado que él. ¡Cuánto le vamos a echar de menos!”. “Tampoco había nadie más distraído”, gruñó Fulano. Protesté que todos solemos serlo. “Lo suyo no era natural. Era capaz de darle un beso a una chica sin quitarse el cigarrillo de la boca”, recordó Fulano, implacable. “Bueno, a veces…”, traté de defenderle. Fulano hurgó en la herida: “Siempre se dejaba cosas en los hoteles”. Argüí que a mí también suele pasarme. “¡Los zapatos!”, rugió Fulano. “¿Te has ido tú alguna vez de un hotel sin ponerte los zapatos?”. Me encogí de hombros y volví a suspirar: “Le extrañaremos mucho”.
El trágico accidente de Carlitos fue recogido por la prensa nacional, naturalmente. Es el único tipo de noticia hípica que suelen dar: caídas de jockeys, tongos, etcétera… Jamás cuentan los resultados de las carreras más hermosas ni los éxitos de los caballos y jockeys españoles en el mundo. Y encima se justifican diciendo que en España hay poca afición al turf. ¿Cuánta afición habría aquí a la fórmula 1 si los periódicos nunca mencionaran las victorias de Fernando Alonso pero se regodearan en los bólidos que se estrellan y los pilotos que se dejan sobornar por la competencia?
En cualquier caso, los asiduos de Epsom íbamos a echar de menos a Carlitos, que nunca se perdía la gran carrera anual. No sólo por amistad desinteresada, sino también porque -despistado o no- era un auténtico lince para los pronósticos. Y este año el Derby se presentaba inusualmente incierto. Privado de los consejos de mi sabio de cabecera, repasé una y otra vez todos los criterios (racionales o mágicos) para decidir mi apuesta. ¿La excelencia del jockey? El más genial de todos, Lanfranco Dettori, montaba a un precioso caballo criado en Argentina, Río de la Plata, que lamentablemente era difícil que tuviese fondo para culminar la milla y media del arduo recorrido. Además, abundaban los jinetes estupendos, desde el veterano Mick Kinane hasta jóvenes ya tan considerados como Ryan Moore o Jaime Spencer, pasando por los siempre fiables Ted Durcan, Kerrin McEvoy o Pat Smullen. Cualquiera de ellos aprovecharía bien su oportunidad de victoria… si la tenía. ¿El origen de los participantes? Siempre me gustaron los hijos del campeón francés Hernando y corría uno de ellos, Casual Conquest, que además tenía el valor añadido de ser irlandés: pero era un bicho grandote, con poca experiencia, y quizá no se manejara bien en las ondulaciones de Epsom. El cruce que mejor resultado suele dar es el de Sadler Wells, el gran semental que hace unas semanas ha tenido que cesar en sus funciones por cuestión de edad (¡pobre, también él!), con las yeguas descendientes de Mill Reef, pero había al menos tres caballos con esa afortunada combinación de sangres. Nada decisivo, pues. ¿Y las últimas actuaciones? La preparatoria más fiable para el Derby la había ganado Tartan Bearer, pupilo de sir Michael Stoute, el mejor preparador inglés. Es propio hermano de Golan, que hace años ganó las Dos Mil Guineas y llegó segundo en el Derby. En aquella ocasión le venció Galileo, que precisamente es el padre de New Approach, considerado el año pasado el mejor de todos los jóvenes y que éste ha llegado segundo en las Dos Mil Guineas tanto en Inglaterra como en Irlanda. Su preparador, el irlandés Bolger, dijo que le retiraba de Epsom, luego lo declaró participante en el último minuto y desesperó así a todas las casas de apuestas. En fin, un lío.
Me encontraba tan confuso que recurrí a los nombres de los caballos para inspirarme, algo indigno de un experto. Mi genealogía paterna granadina me pedía jugarle a Washington Irving e incluso apostar a Alessandro Volta me pareció por un momento una idea realmente luminosa. El único que podía descartarse sin miedo era Maidstone Mixture, un modestísimo jamelgo que sólo había ganado una carrera ¡de vallas! y al que su pintoresco propietario había matriculado en el Derby como capricho final de su vida hípica. Le montaba un joven desconocido de 22 años que acababa de salir de la cárcel y en las apuestas iba 1.000 a uno. Al final me incliné por Kandahar Run, un precioso tordillo al que había visto en octubre ganar en Newmarket, entrenado por una gloria del pasado, Henry Cecil: lo guapo frágil y lo venido a menos cuyo esplendor apenas se recuerda, nunca he sabido resistirme a eso.
Este año, también Epsom ha estado en obras, la enfermedad urbana más extendida. Por lo menos aún sigue igual la famosa curva de Tattenham, tan larga y compleja, clave de su personalidad. Ayer fui al Imperial War Museum para ver la exposición dedicada a Ian Fleming y aproveché para pasearme un rato por sus salas, de sereno exhibicionismo bélico. En una se guardan los rótulos toscamente pintados en tablones con que los soldados de la primera gran guerra se orientaban en las trincheras. Son nombres de lugares amados, a veces irónicos o picarescos: uno de ellos dice “Tattenham Corner”, y lleva varias siluetas de caballitos pintadas con sencillez. Me conmoví pensando en aquellos remotos aficionados que sufrían entre el barro, la sangre y las explosiones, refugiándose a veces para descansar en el recuerdo de las onduladas praderas de Surrey y los campeones que allí florecen cada año.
Ayer, el recogimiento en la tribuna antes de la carrera era casi sacramental. Pero ahora el móvil nos hace accesibles a todos nuestros conocidos, para bien o para mal. Desde Venezuela un amigo me informa de la desaparición de Eugenio Montejo, poeta noble y hondo. Al final de uno de sus poemas confesaba: “No soy ateo de nada salvo de la muerte”. El ateísmo más difícil, quizá el único realmente liberador. Llega la Reina, que este año va vestida color fresa o algo así. La imagino antes de bajarse del Rolls escondiendo en el asiento un libro de Henry James o Jean Genet, como en Una lectora poco común, la deliciosa novelita de Alan Bennett publicada por Herralde. Y por fin ocurre el Derby. De salida encabeza unos metros el pelotón el infiltrado Maidstone Mixture (supongo que para sacarse la fotografía y alegrar al amo), antes de irse al último lugar que le corresponde. También veo en segunda posición a mi hermoso Kandahar Run hasta ya iniciada la recta final y me hago ilusiones. No hay caso. El asunto está entre Casual Conquest, de galope potente pero bisoño, y Tartan Bearer, que le rebasa con autoridad a 200 metros de la meta. La suerte parece echada hasta que por los palos se cuela irresistible New Approach, que lucha con él para arrebatarle la victoria por casi un cuerpo: se repite en cierto modo la historia y el hermano menor de Golan encuentra su némesis en el hijo de Galileo…
Me reúno con Fulano para comentar la prueba y de pronto veo a Carlitos. Está en las taquillas de juego y va de una a otra con desasosiego impaciente. “Mira”, balbuceo, “es Carlitos…”. “Ya lo he visto”, me responde, seco. “Pero ¿no está…?”. “¡Claro que está muerto!”, responde fastidiado. “Ya te he dicho que la yegua le espachurró la sesera”. Con un escalofrío, le veo acercarse a nosotros. “¡Hola, chicos! No sé qué les pasa a los taquilleros, con esto de la obras están rarísimos. No me hacen ni caso y no logro apostar. ¡Es un infierno!”. Se le veía igual que siempre, salvo un reguero negro, seco y grumoso, que le bajaba por la sien desde el pelo hasta el cuello de la camisa. “¡Y tengo el ganador de la siguiente: Bureaucrat, seis a uno! Oye, vosotros también estáis pasmados. Ni que hubierais visto un…”. Se alejó de nuevo hacia las taquillas, anotando algo en el programa. “¿No se da cuenta, verdad”, murmuré. “¡Nada, ni enterarse, en la luna!”, refunfuñó Fulano. “Te digo que no es natural ser tan distraído”. Convine con él: “No, ahora ya no es natural”. Pero acertó y mis cinco libras a Bureaucrat me las pagaron seis a uno. Gracias, Carlitos.
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