Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 29/06/08):
Gracias a su inventiva prodigiosa y a sus sutiles artes de contadora de cuentos, Sherezada salva su cabeza de la cimitarra del verdugo. Arreglándoselas cada noche para tener a su esposo y señor, el rey Sahrigar, fascinado por sus historias, e interrumpiendo su relato cada amanecer en un momento particularmente hechicero de la intriga, durante mil noches y una noche consigue aplazar su ejecución hasta que, al cabo de esos casi tres años, el sanguinario monarca sasánida le perdona la vida y comienza para la pareja su verdadera luna de miel.
Sherezada lleva a cabo una verdadera proeza, sin duda. No puede devolver la vida a las decenas de muchachas sacrificadas a lo largo de un año por el déspota salvaje que vengaba en esas efímeras esposas de una noche la humillación que había sufrido al verse engañado por sus disolutas concubinas de antaño, pero, con sus astucias de gran narradora, desanimaliza al bárbaro que hasta antes de casarse con ella era puro instinto y pulsión y desarrolla en él las escondidas virtudes de lo humano. Haciéndolo vivir y soñar vidas imaginarias, lo enrumba por el camino de la civilización.
No existe en la historia de la literatura una parábola más sencilla y luminosa que la de Sherezada y Sahrigar para explicar la razón de ser de la ficción en la vida de los seres humanos y la manera como ella ha contribuido a distanciarlos de esos oscuros orígenes de su historia en los que se confundían con los cuadrúpedos y las fieras. Y ésa es sin duda la razón de que Sherezada sea uno de los personajes literarios más seductores y perennes en todas las lenguas y culturas.
Para Sherezada, contar cuentos que capturen la atención del rey es cuestión de vida o muerte. Si Sahrigar se desinteresa o se aburre de sus historias, será entregada al verdugo con las primeras luces del alba. Ese peligro mortal aguza su fantasía y perfecciona su método, y la lleva, sin saberlo, a descubrir que todas las historias son, en el fondo, una sola historia que, por debajo de su frondosa variedad de protagonistas y aventuras, comparten unas raíces secretas, que el mundo de la ficción es, como el mundo real, uno, diverso e irrompible. Para el bruto que la escucha y se deja llevar de la nariz por la destreza de Sherezada hacia los laberintos de la vida fantaseada donde permanecerá prisionero y feliz mil noches y una noche, aquella trenza de cuentos le enseñará que, dentro de la violenta realidad de matanzas, cacerías, placeres ventrales y conquistas en que ha vivido hasta ahora, otra realidad puede surgir, hecha de imaginación y de palabras, impalpable y sutil pero seductora como una noche de luna en el desierto o una música exquisita, donde un hombre vive las más extraordinarias peripecias, se multiplica en centenares de destinos diferentes, protagoniza heroísmos, pasiones y milagros indescriptibles, ama a las mujeres más bellas, padece a los magos más crueles, conoce a los sabios más versados y visita los parajes más exóticos. Cuando el rey Sahrigar perdona a su esposa -en verdad, le pide perdón y se arrepiente de sus crímenes- es alguien al que los cuentos han transformado en un ser civil, sensible y soñador.
Las mil noches y una noche no es un libro árabe traducido a las lenguas occidentales, como se suele creer. Sus orígenes son remotos, intrincados y misteriosos. Se trata de multitud de historias, orales y escritas, de origen principalmente persa, indio y árabe, pero también de otras culturas menos extendidas, algunas antiquísimas, procedentes las más viejas de los siglos IX y X, aunque sobre todo del siglo XIII, que, a partir del siglo XVIII, fueron recopiladas y vertidas al francés, al inglés y al alemán por arabistas europeos. El primer traductor europeo de Las mil noches y una noche fue el francés Antoine Galland (1646-1715). Esta traducción tuvo un éxito extraordinario y fue vertida a su vez a otras lenguas europeas. La enorme difusión de estos relatos en Europa y el prestigio que alcanzaron hicieron que en el mundo árabe, donde hasta entonces eran desdeñados por los intelectuales como literatura barata y populachera, se rectificara este criterio y empezaran a aparecer las primeras recopilaciones en la lengua original de la mayoría de los cuentos. Recomiendo a quien quiera orientarse en esta enmarañada genealogía los eruditos estudios del arabista español Juan Vernet, uno de los mejores traductores al español de los célebres relatos.
En el siglo XIX aparecieron las primeras versiones directas al inglés, las de los orientalistas Edward Lane y Sir Richard Burton, que, al igual que la de Galland, se difundirían por el mundo entero. Desde entonces, las traducciones directas o indirectas de Las mil noches y una noche se multiplicarían en todas las lenguas al extremo de competir con la Biblia y Shakespeare en ser el libro más divulgado, adaptado, traducido, vestido y desvestido de la historia. La que más circuló, por largo tiempo, en el ámbito de la lengua española fue la retraducción que hizo Vicente Blasco Ibáñez de la versión francesa del pintoresco doctor J. C. Mardrus, la más cargada de erotismo que se conoce. Luego, aparecerían varias más, directas del árabe.
Lo característico de estas traducciones es que prácticamente ninguna es idéntica a la otra. O porque cada traductor se sirvió de diferentes manuscritos, o porque lo que añadió o quitó fue tan grande como los mismos cuentos originales que utilizó, o porque las tendencias morales, religiosas y estéticas de cada época y sociedad lo empujaron a dar una orientación determinada a los textos traducidos, el hecho es que las diferencias entre las distintas versiones de estos relatos son probablemente mayores que los parecidos, como mostró Borges en su célebre ensayo, Los traductores de las mil y una noches, incluido en Historia de la Eternidad. Lo cual quiere decir que, aunque orientales en su origen, los cuentos de Las mil noches y una noche forman parte también, de pleno derecho, de la literatura occidental. Y, como todo texto clásico -pero, más que cualquiera de ellos, por su naturaleza proteica y su origen colectivo y plural-, son susceptibles de ser leídos e interpretados de manera distinta por cada generación de lectores. La buena literatura, como la vida, nunca se está quieta: evoluciona, se adapta, se renueva y, sin dejar de ser la misma, es siempre otra, con cada época y lector.
Para escribir mi propia versión he consultado distintas traducciones, pero, sobre todo, la -excelente- de M. Dolores Cinca y Margarita Castells, publicada por Ediciones Destino, el año 2006. He intentado una adaptación minimalista para el teatro, que consta sólo de dos intérpretes pero de muchos personajes. Los actores que representan el espectáculo encarnan sus propios roles y a su vez se metamorfosean en el rey Sahrigar y Sherezada y en los diversos protagonistas de las historias que aquélla cuenta al rey para escabullirse del verdugo. Mi versión es muy libre. Respetando vagamente la estructura primigenia de algunos relatos -entre ellos no figura ninguno de los más conocidos-, recrea sus contenidos -añadiendo y recortando- desde lo que podría llamarse una sensibilidad moderna.
Los personajes principales ejercen y disfrutan el placer de contar, una de las más antiguas formas de relación desarrolladas entre los seres humanos, una vez que tuvieron que agruparse en comunidades para defenderse mejor de la fiera, las inclemencias del tiempo, las tribus enemigas y procurarse el sustento. Como Sherezada al rey Sahrigar, esas historias que ardían en la caverna primitiva, alrededor del fogón que apartaba a las alimañas, fueron humanizando a sus oyentes. Ellas son el despuntar de la civilización, el punto de arranque de ese prodigioso camino que llevaría a los seres humanos, al cabo de los siglos, a los grandes descubrimientos científicos, a la conquista de la materia y del espacio, a la creación del individuo, de los derechos humanos, de la democracia, de la libertad y, también, ay, de los más mortíferos instrumentos de destrucción que haya conocido la historia. Nada de eso hubiera sido posible sin el apetito de vida alternativa, de otro destino distinto al propio, que hizo nacer en la especie la idea de inventar historias y contarlas, es decir, de hacerlas vivir y compartir mediante la palabra y, luego, más tarde, la escritura. Ese quehacer, esa magia, refinó la sensibilidad, estimuló la imaginación, enriqueció el lenguaje, deparó a hombres y mujeres todas las aventuras que no podían vivir en la vida real y les regaló momentos de suprema felicidad. Eso es también la literatura: un permanente desagravio contra los infortunios y frustraciones de la vida. Como en una obra mía anterior, Odiseo y Penélope, en Las mil noches y una noche, el teatro, la lectura y el contador de historias se funden para dar una versión en formato menor de un gran clásico de la literatura.
Debo a mis queridos y admirados amigos Aitana Sánchez-Gijón y Joan Ollé, compañeros y maestros de aventura teatral, sugerencias e ideas que corrigieron muchas imperfecciones de mi texto.
Gracias a su inventiva prodigiosa y a sus sutiles artes de contadora de cuentos, Sherezada salva su cabeza de la cimitarra del verdugo. Arreglándoselas cada noche para tener a su esposo y señor, el rey Sahrigar, fascinado por sus historias, e interrumpiendo su relato cada amanecer en un momento particularmente hechicero de la intriga, durante mil noches y una noche consigue aplazar su ejecución hasta que, al cabo de esos casi tres años, el sanguinario monarca sasánida le perdona la vida y comienza para la pareja su verdadera luna de miel.
Sherezada lleva a cabo una verdadera proeza, sin duda. No puede devolver la vida a las decenas de muchachas sacrificadas a lo largo de un año por el déspota salvaje que vengaba en esas efímeras esposas de una noche la humillación que había sufrido al verse engañado por sus disolutas concubinas de antaño, pero, con sus astucias de gran narradora, desanimaliza al bárbaro que hasta antes de casarse con ella era puro instinto y pulsión y desarrolla en él las escondidas virtudes de lo humano. Haciéndolo vivir y soñar vidas imaginarias, lo enrumba por el camino de la civilización.
No existe en la historia de la literatura una parábola más sencilla y luminosa que la de Sherezada y Sahrigar para explicar la razón de ser de la ficción en la vida de los seres humanos y la manera como ella ha contribuido a distanciarlos de esos oscuros orígenes de su historia en los que se confundían con los cuadrúpedos y las fieras. Y ésa es sin duda la razón de que Sherezada sea uno de los personajes literarios más seductores y perennes en todas las lenguas y culturas.
Para Sherezada, contar cuentos que capturen la atención del rey es cuestión de vida o muerte. Si Sahrigar se desinteresa o se aburre de sus historias, será entregada al verdugo con las primeras luces del alba. Ese peligro mortal aguza su fantasía y perfecciona su método, y la lleva, sin saberlo, a descubrir que todas las historias son, en el fondo, una sola historia que, por debajo de su frondosa variedad de protagonistas y aventuras, comparten unas raíces secretas, que el mundo de la ficción es, como el mundo real, uno, diverso e irrompible. Para el bruto que la escucha y se deja llevar de la nariz por la destreza de Sherezada hacia los laberintos de la vida fantaseada donde permanecerá prisionero y feliz mil noches y una noche, aquella trenza de cuentos le enseñará que, dentro de la violenta realidad de matanzas, cacerías, placeres ventrales y conquistas en que ha vivido hasta ahora, otra realidad puede surgir, hecha de imaginación y de palabras, impalpable y sutil pero seductora como una noche de luna en el desierto o una música exquisita, donde un hombre vive las más extraordinarias peripecias, se multiplica en centenares de destinos diferentes, protagoniza heroísmos, pasiones y milagros indescriptibles, ama a las mujeres más bellas, padece a los magos más crueles, conoce a los sabios más versados y visita los parajes más exóticos. Cuando el rey Sahrigar perdona a su esposa -en verdad, le pide perdón y se arrepiente de sus crímenes- es alguien al que los cuentos han transformado en un ser civil, sensible y soñador.
Las mil noches y una noche no es un libro árabe traducido a las lenguas occidentales, como se suele creer. Sus orígenes son remotos, intrincados y misteriosos. Se trata de multitud de historias, orales y escritas, de origen principalmente persa, indio y árabe, pero también de otras culturas menos extendidas, algunas antiquísimas, procedentes las más viejas de los siglos IX y X, aunque sobre todo del siglo XIII, que, a partir del siglo XVIII, fueron recopiladas y vertidas al francés, al inglés y al alemán por arabistas europeos. El primer traductor europeo de Las mil noches y una noche fue el francés Antoine Galland (1646-1715). Esta traducción tuvo un éxito extraordinario y fue vertida a su vez a otras lenguas europeas. La enorme difusión de estos relatos en Europa y el prestigio que alcanzaron hicieron que en el mundo árabe, donde hasta entonces eran desdeñados por los intelectuales como literatura barata y populachera, se rectificara este criterio y empezaran a aparecer las primeras recopilaciones en la lengua original de la mayoría de los cuentos. Recomiendo a quien quiera orientarse en esta enmarañada genealogía los eruditos estudios del arabista español Juan Vernet, uno de los mejores traductores al español de los célebres relatos.
En el siglo XIX aparecieron las primeras versiones directas al inglés, las de los orientalistas Edward Lane y Sir Richard Burton, que, al igual que la de Galland, se difundirían por el mundo entero. Desde entonces, las traducciones directas o indirectas de Las mil noches y una noche se multiplicarían en todas las lenguas al extremo de competir con la Biblia y Shakespeare en ser el libro más divulgado, adaptado, traducido, vestido y desvestido de la historia. La que más circuló, por largo tiempo, en el ámbito de la lengua española fue la retraducción que hizo Vicente Blasco Ibáñez de la versión francesa del pintoresco doctor J. C. Mardrus, la más cargada de erotismo que se conoce. Luego, aparecerían varias más, directas del árabe.
Lo característico de estas traducciones es que prácticamente ninguna es idéntica a la otra. O porque cada traductor se sirvió de diferentes manuscritos, o porque lo que añadió o quitó fue tan grande como los mismos cuentos originales que utilizó, o porque las tendencias morales, religiosas y estéticas de cada época y sociedad lo empujaron a dar una orientación determinada a los textos traducidos, el hecho es que las diferencias entre las distintas versiones de estos relatos son probablemente mayores que los parecidos, como mostró Borges en su célebre ensayo, Los traductores de las mil y una noches, incluido en Historia de la Eternidad. Lo cual quiere decir que, aunque orientales en su origen, los cuentos de Las mil noches y una noche forman parte también, de pleno derecho, de la literatura occidental. Y, como todo texto clásico -pero, más que cualquiera de ellos, por su naturaleza proteica y su origen colectivo y plural-, son susceptibles de ser leídos e interpretados de manera distinta por cada generación de lectores. La buena literatura, como la vida, nunca se está quieta: evoluciona, se adapta, se renueva y, sin dejar de ser la misma, es siempre otra, con cada época y lector.
Para escribir mi propia versión he consultado distintas traducciones, pero, sobre todo, la -excelente- de M. Dolores Cinca y Margarita Castells, publicada por Ediciones Destino, el año 2006. He intentado una adaptación minimalista para el teatro, que consta sólo de dos intérpretes pero de muchos personajes. Los actores que representan el espectáculo encarnan sus propios roles y a su vez se metamorfosean en el rey Sahrigar y Sherezada y en los diversos protagonistas de las historias que aquélla cuenta al rey para escabullirse del verdugo. Mi versión es muy libre. Respetando vagamente la estructura primigenia de algunos relatos -entre ellos no figura ninguno de los más conocidos-, recrea sus contenidos -añadiendo y recortando- desde lo que podría llamarse una sensibilidad moderna.
Los personajes principales ejercen y disfrutan el placer de contar, una de las más antiguas formas de relación desarrolladas entre los seres humanos, una vez que tuvieron que agruparse en comunidades para defenderse mejor de la fiera, las inclemencias del tiempo, las tribus enemigas y procurarse el sustento. Como Sherezada al rey Sahrigar, esas historias que ardían en la caverna primitiva, alrededor del fogón que apartaba a las alimañas, fueron humanizando a sus oyentes. Ellas son el despuntar de la civilización, el punto de arranque de ese prodigioso camino que llevaría a los seres humanos, al cabo de los siglos, a los grandes descubrimientos científicos, a la conquista de la materia y del espacio, a la creación del individuo, de los derechos humanos, de la democracia, de la libertad y, también, ay, de los más mortíferos instrumentos de destrucción que haya conocido la historia. Nada de eso hubiera sido posible sin el apetito de vida alternativa, de otro destino distinto al propio, que hizo nacer en la especie la idea de inventar historias y contarlas, es decir, de hacerlas vivir y compartir mediante la palabra y, luego, más tarde, la escritura. Ese quehacer, esa magia, refinó la sensibilidad, estimuló la imaginación, enriqueció el lenguaje, deparó a hombres y mujeres todas las aventuras que no podían vivir en la vida real y les regaló momentos de suprema felicidad. Eso es también la literatura: un permanente desagravio contra los infortunios y frustraciones de la vida. Como en una obra mía anterior, Odiseo y Penélope, en Las mil noches y una noche, el teatro, la lectura y el contador de historias se funden para dar una versión en formato menor de un gran clásico de la literatura.
Debo a mis queridos y admirados amigos Aitana Sánchez-Gijón y Joan Ollé, compañeros y maestros de aventura teatral, sugerencias e ideas que corrigieron muchas imperfecciones de mi texto.
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