Por Daniel Reboredo, historiador (EL CORREO DIGITAL, 19/06/08):
El Tratado de Lisboa está gravemente herido. La UE no lo está a pesar del rechazo irlandés. Los egoísmos nacionalistas, las interpretaciones sesgadas, el rechazo por el rechazo y la crítica constante a cualquier iniciativa comunitaria y al propio proyecto europeo no conseguirán eliminar la criatura, imperfecta pero mejorable, que concibieron los padres fundadores hace medio siglo. Reconociendo las múltiples carencias de la Unión; la necesidad de reformar el modelo económico y social europeo, combinando y fusionando la tradición solidaria del Estado social y la competitividad en una economía globalizada y evitando que la UE se reduzca sólo a un gigantesco mercado; lo perentorio de una verdadera política que supere los temores sobre la identidad de los individuos y que sea realmente paradigma de democracia, y unas estructuras más democráticas, transparentes y eficientes; no dejan de sorprendernos las posturas maximalistas de rechazo absoluto a lo que la Unión significa a la par que ‘alucinamos’ con las voces que abogan por derruir lo ya construido e iniciar un no se sabe qué. Es conveniente recordar que entre las visiones de Europa, que han oscilado siempre entre los entusiastas partidarios de un Estado federal capaz de convertirse en una superpotencia y los que desean que Europa sea sólo un gran mercado, existen múltiples posiciones más pragmáticas y razonables hacia las que debemos caminar.
Irlanda ha simbolizado el miedo a la pérdida de privilegios y al desconocimiento de lo que significa un Tratado de Lisboa al que se tilda de complejo y complicado. Tristemente, esto se ha convertido en una constante entre los países miembros, incluso en los recién llegados que tantos quebraderos de cabeza están dando a la Unión y en los que las vísceras nacionalistas contaminan cualquier tipo de discurso. Vísceras que están más presentes de lo que creemos en los Estados de la inmaculada Europa occidental y que se manifiestan en los diferentes nacionalismos integristas. Como se suele decir, la ocasión la pintan calva. Irlanda debe ser el punto de partida de una Unión que no es un Estado ni lo será nunca, aunque tenga competencias supranacionales, haya aprobado tratados y elaborado leyes que están por encima de las nacionales, sino un fenómeno supranacional e intergubernamental. Lo primero que tienen que consensuar los Estados miembros es qué es Europa y cómo debe ser gobernada. Lo que algunos consideran una hidra monstruosa de 27 cabezas debe iniciar una nueva fase en su andadura en la que se libre del lastre de quienes sólo quieren estar en el proyecto europeo para lucrarse a la par que torpedean las imprescindibles iniciativas políticas, sociales y ciudadanas que la Unión debe generar.
La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno que se inicia hoy ha pasado de ser rutinaria a convertirse en una reunión de gran trascendencia, ya que la negativa irlandesa demorará, en el mejor de los casos, la puesta en marcha del Tratado de Lisboa y paralizará el calendario de admisión de nuevos socios como Croacia. En la cumbre se decidirá seguir con las ratificaciones previstas (Bélgica, Chipre, España, Holanda, Italia, Reino Unido, República Checa y Suecia), única respuesta posible para transmitir normalidad y unidad en los tiempos venideros ante la crisis (una más) en la que ya se encuentra inmersa. En cualquier caso, la fecha prevista de entrada en vigor del Tratado (1 de enero de 2009) se demorará como mínimo medio año ya que, en principio, los 26 Estados socios de Irlanda no aceptan el ‘no’ por respuesta, tal y como se manifestó en la reunión mensual de Luxemburgo del pasado martes.
Después de más de cincuenta años de existencia de la Unión, la integración regional-nacional-estatal en Europa es una ilusionante y compleja realidad. Viejos y nuevos Estados-nación del continente se han sumado a ella y la han convertido en lo que actualmente es. Las permanentes crisis o el estado permanente de crisis de la UE son trastornos pasajeros de una robusta salud, aquejada en ocasiones de achaques superables, que choca con las previsiones negativas y los escenarios catastrofistas. Las carencias del todavía proyecto europeo no desmerecen el hecho de que la integración regional se haya convertido en elemento de desarrollo económico, en catalizador de una progresiva modernización y en mecanismo de convergencia para desarrollar los países más atrasados. El sistema político de la Unión es excesivamente burocrático y, en no pocas ocasiones, lento, ineficiente y costoso; la propia UE se ha convertido en un negocio muy lucrativo para los responsables políticos, para los grupos de poder económico y para todos los que se benefician de las dádivas y subvenciones comunitarias; la atracción que la misma ejerce sobre los ciudadanos cada vez es menor al percibirse que las decisiones se adoptan sin ninguna transparencia democrática por unas élites lejanas y difusas; el déficit democrático es una realidad que se manifiesta en la ausencia de debates de alcance global sobre temas que tiempo atrás dependían de los Estados; la integración europea ha reducido las opciones democráticas de los ciudadanos a la par que ha incrementado las de los gestores políticos; las políticas sociales y de bienestar cada vez son menos importantes. Todo esto es verdad y lastra la viabilidad de la Unión. Malo para la democracia y para la política, genera un estado inestable y peligroso al proyecto cuando los ciudadanos se sienten cada vez más alejados de lo que debieran considerar como propio.
Espíritu, identidad común integrada por muchas identidades, espacio político europeo y una Europa más política y ciudadana que económica tienen que ser los pilares de la Unión. Francia, Holanda, Irlanda son obstáculos necesarios para seguir definiendo un proyecto político supranacional que dé cobijo a ciudadanos diversos que quieren librarse de los yugos viscerales del nacionalismo destructor. En el siglo XXI, Europa tiene que ser un espacio en el que se desarrolle un modelo de sociedad fundado en los derechos individuales, con un alto grado de cohesión social y en el que el mercado sea un vehículo de prosperidad y desarrollo económico que repercuta en la vida de todos los ciudadanos y no sólo en la de unos pocos. Todo ello envuelto en un marco político asentado y protector. Por eso, el ‘no’ irlandés no es una catástrofe, como tampoco lo fueron los de Francia y Holanda, sino una nueva oportunidad para ‘definir el volumen’ de una Unión que debe modelarse con cincel de hierro eliminando todas las impurezas que arrastra.
El Tratado de Lisboa está gravemente herido. La UE no lo está a pesar del rechazo irlandés. Los egoísmos nacionalistas, las interpretaciones sesgadas, el rechazo por el rechazo y la crítica constante a cualquier iniciativa comunitaria y al propio proyecto europeo no conseguirán eliminar la criatura, imperfecta pero mejorable, que concibieron los padres fundadores hace medio siglo. Reconociendo las múltiples carencias de la Unión; la necesidad de reformar el modelo económico y social europeo, combinando y fusionando la tradición solidaria del Estado social y la competitividad en una economía globalizada y evitando que la UE se reduzca sólo a un gigantesco mercado; lo perentorio de una verdadera política que supere los temores sobre la identidad de los individuos y que sea realmente paradigma de democracia, y unas estructuras más democráticas, transparentes y eficientes; no dejan de sorprendernos las posturas maximalistas de rechazo absoluto a lo que la Unión significa a la par que ‘alucinamos’ con las voces que abogan por derruir lo ya construido e iniciar un no se sabe qué. Es conveniente recordar que entre las visiones de Europa, que han oscilado siempre entre los entusiastas partidarios de un Estado federal capaz de convertirse en una superpotencia y los que desean que Europa sea sólo un gran mercado, existen múltiples posiciones más pragmáticas y razonables hacia las que debemos caminar.
Irlanda ha simbolizado el miedo a la pérdida de privilegios y al desconocimiento de lo que significa un Tratado de Lisboa al que se tilda de complejo y complicado. Tristemente, esto se ha convertido en una constante entre los países miembros, incluso en los recién llegados que tantos quebraderos de cabeza están dando a la Unión y en los que las vísceras nacionalistas contaminan cualquier tipo de discurso. Vísceras que están más presentes de lo que creemos en los Estados de la inmaculada Europa occidental y que se manifiestan en los diferentes nacionalismos integristas. Como se suele decir, la ocasión la pintan calva. Irlanda debe ser el punto de partida de una Unión que no es un Estado ni lo será nunca, aunque tenga competencias supranacionales, haya aprobado tratados y elaborado leyes que están por encima de las nacionales, sino un fenómeno supranacional e intergubernamental. Lo primero que tienen que consensuar los Estados miembros es qué es Europa y cómo debe ser gobernada. Lo que algunos consideran una hidra monstruosa de 27 cabezas debe iniciar una nueva fase en su andadura en la que se libre del lastre de quienes sólo quieren estar en el proyecto europeo para lucrarse a la par que torpedean las imprescindibles iniciativas políticas, sociales y ciudadanas que la Unión debe generar.
La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno que se inicia hoy ha pasado de ser rutinaria a convertirse en una reunión de gran trascendencia, ya que la negativa irlandesa demorará, en el mejor de los casos, la puesta en marcha del Tratado de Lisboa y paralizará el calendario de admisión de nuevos socios como Croacia. En la cumbre se decidirá seguir con las ratificaciones previstas (Bélgica, Chipre, España, Holanda, Italia, Reino Unido, República Checa y Suecia), única respuesta posible para transmitir normalidad y unidad en los tiempos venideros ante la crisis (una más) en la que ya se encuentra inmersa. En cualquier caso, la fecha prevista de entrada en vigor del Tratado (1 de enero de 2009) se demorará como mínimo medio año ya que, en principio, los 26 Estados socios de Irlanda no aceptan el ‘no’ por respuesta, tal y como se manifestó en la reunión mensual de Luxemburgo del pasado martes.
Después de más de cincuenta años de existencia de la Unión, la integración regional-nacional-estatal en Europa es una ilusionante y compleja realidad. Viejos y nuevos Estados-nación del continente se han sumado a ella y la han convertido en lo que actualmente es. Las permanentes crisis o el estado permanente de crisis de la UE son trastornos pasajeros de una robusta salud, aquejada en ocasiones de achaques superables, que choca con las previsiones negativas y los escenarios catastrofistas. Las carencias del todavía proyecto europeo no desmerecen el hecho de que la integración regional se haya convertido en elemento de desarrollo económico, en catalizador de una progresiva modernización y en mecanismo de convergencia para desarrollar los países más atrasados. El sistema político de la Unión es excesivamente burocrático y, en no pocas ocasiones, lento, ineficiente y costoso; la propia UE se ha convertido en un negocio muy lucrativo para los responsables políticos, para los grupos de poder económico y para todos los que se benefician de las dádivas y subvenciones comunitarias; la atracción que la misma ejerce sobre los ciudadanos cada vez es menor al percibirse que las decisiones se adoptan sin ninguna transparencia democrática por unas élites lejanas y difusas; el déficit democrático es una realidad que se manifiesta en la ausencia de debates de alcance global sobre temas que tiempo atrás dependían de los Estados; la integración europea ha reducido las opciones democráticas de los ciudadanos a la par que ha incrementado las de los gestores políticos; las políticas sociales y de bienestar cada vez son menos importantes. Todo esto es verdad y lastra la viabilidad de la Unión. Malo para la democracia y para la política, genera un estado inestable y peligroso al proyecto cuando los ciudadanos se sienten cada vez más alejados de lo que debieran considerar como propio.
Espíritu, identidad común integrada por muchas identidades, espacio político europeo y una Europa más política y ciudadana que económica tienen que ser los pilares de la Unión. Francia, Holanda, Irlanda son obstáculos necesarios para seguir definiendo un proyecto político supranacional que dé cobijo a ciudadanos diversos que quieren librarse de los yugos viscerales del nacionalismo destructor. En el siglo XXI, Europa tiene que ser un espacio en el que se desarrolle un modelo de sociedad fundado en los derechos individuales, con un alto grado de cohesión social y en el que el mercado sea un vehículo de prosperidad y desarrollo económico que repercuta en la vida de todos los ciudadanos y no sólo en la de unos pocos. Todo ello envuelto en un marco político asentado y protector. Por eso, el ‘no’ irlandés no es una catástrofe, como tampoco lo fueron los de Francia y Holanda, sino una nueva oportunidad para ‘definir el volumen’ de una Unión que debe modelarse con cincel de hierro eliminando todas las impurezas que arrastra.
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