Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 15/06/08):
Aunque con su alcalde actual, Bloomberg, está bastante menos limpia de lo que estaba con el alcalde Giuliani, New York sigue siendo una ciudad fascinante, la Babilonia del siglo XXI, una Torre de Babel moderna, la capital del mundo actual. He estado muchas veces aquí, en Manhattan, pero casi siempre por pocos días y para asistir a congresos o dar conferencias, y ésta es la primera vez, después de cerca de 30 años, que permanezco en la ciudad un par de meses, tiempo suficiente para tomarle el pulso, vivirla y adivinarla.
Es pequeña, en términos numéricos y estadísticos, y sin embargo, como en el Aleph borgiano, todo cabe o pasa por ella, los países, las razas, las religiones, las lenguas, y todo rápidamente se integra en ella, perdiendo su condición forastera y adoptando una nueva, neoyorquina. Es la ciudad de todos y de nadie, una ciudad sin identidad propia porque las tiene todas. El mundo hispánico, o latino como también lo llaman aquí, es multipresente y en sus calles, bares, almacenes, restaurantes, después del inglés el español es el idioma que más se oye por doquier, en todas sus variantes latinoamericanas y en la local, el spanglish, que comienza ya a generar una literatura. A ello se debe, sin duda, que instituciones como el Teatro Español y el Instituto Cervantes tengan una presencia tan viva en la vida cultural neoyorquina. En aquél, me tocó ver una estupenda adaptación teatral de Doña Flor y sus dos maridos de Jorge Amado, hecha por Jorge Alí Triana, y el Cervantes colaboró muy de cerca con el Centro del PEN Internacional en el congreso que reunió en New York en el mes de abril a varios centenares de escritores procedentes del mundo entero.
Uno de los estereotipos más resabidos, que New York es la ciudad de los negocios y la incultura, se desintegra simplemente hojeando el Time Out o los suplementos culturales que saca cada semana The New York Times. La verdad es que, en lo que se refiere a oferta cultural, no hay ninguna otra ciudad en el planeta que ofrezca tantas posibilidades, en todos los dominios y quehaceres artísticos, como la Gran Manzana. Pintura, escultura, música clásica y moderna, danza, teatro, ópera, cine, ideas, literatura, cursos, talleres, conferencias, museos, escuelas artísticas, academias, constituyen una dimensión vertiginosa de la vida neoyorquina que nadie puede abarcar en su totalidad, sino, a lo más, y dedicando a ello mucho tiempo, apenas una ínfima muestra, la puntita del iceberg.
Para quien acostumbra trabajar en bibliotecas, como yo, la Public Library de New York es un pequeño paraíso. Situada en la Quinta Avenida, entre las calles 41 y 42, el inmenso edificio decimonónico de sólidas columnatas, escaleras de mármol e inmensos, altísimos salones de lectura magníficamente iluminados, se asienta sobre una verdadera ciudad subterránea de varios pisos donde viven sus millones de libros, computarizados y preservados en cámaras de aire acondicionado que los defienden del calor, los insectos y la humedad. Es una de las mejor provistas de Estados Unidos, después de la Biblioteca del Congreso y la de Harvard, y una de las más funcionales y eficientes en que me ha tocado trabajar. Uno de sus tesoros es la Colección Berg, donada por dos hermanos médicos, judíos de origen húngaro, gracias a los cuales la institución cuenta, entre otras maravillas, con la primera edición del Quijote, manuscritos de Dickens, de Henry James, de Whitman, prácticamente de todos los diarios y novelas de Virginia Woolf y del texto mecanografiado de Tierra Baldía de Eliot con las correcciones y comentarios hechos a mano por Ezra Pound.
Es también la biblioteca más ruidosa y trajinada del mundo, porque los turistas invaden las salas de lectura, tomando fotos y hablando en voz alta con total desfachatez. Pero uno termina por acostumbrarse a ese bullicio, como a una música de fondo. Aunque tiene el personal especializado necesario, la Public Library, como todas las instituciones culturales de Estados Unidos, funciona gracias a la ayuda de personas voluntarias, generalmente jubilados y principalmente mujeres, que ofrecen información y guía y ayudan a los usuarios a orientarse en el laberinto de sus instalaciones. A mí me conmueven mucho esas señoras, algunas muy ancianas, que están allí siempre a la hora y con la sonrisa en la cara, prestando ese servicio público. El voluntariado cívico es una institución anglosajona y sin ella ni Inglaterra ni Estados Unidos serían lo que son.
La riquísima vida cultural de New York no existiría sin la contribución de la sociedad civil que es la que en gran parte la financia y promociona. El Estado también, sin duda, pero en proporción relativamente limitada y, a veces, ínfima. Es verdad que tanto empresas como individuos tienen importantes incentivos tributarios para hacer donaciones y patrocinar actividades culturales, pero, antes que ello, la razón profunda de esas astronómicas sumas de dinero que anualmente invierten las fundaciones y las entidades comerciales, industriales y financieras, y las personas privadas, en museos, espectáculos, exposiciones, bibliotecas, conferencias, universidades, etcétera, es una cultura, una conciencia cívica de que si una sociedad quiere tener una vida intelectual y artística rica, creativa y libre es obligación de todos los ciudadanos sin excepción asumirla y sostenerla. A ello se debe que, a diferencia de lo que ocurre en otras partes, donde los gobiernos filantrópicos convierten a la cultura en un producto oficial de auto promoción y manipulación burocrática, en países como Inglaterra y Estados Unidos la cultura tenga ese sesgo independiente y plural, que garantiza su libertad, su renovación y estado continuo de experimentación.
En los dos meses que acabo de pasar aquí vi, por ejemplo, cómo conseguía recursos para la renovación integral en que está empeñado, el Museo del Barrio, situado en el Harlem Latino, y dedicado a exponer arte procedente de América Latina. Ya ha reconstruido su bellísimo auditorio, una joya belle époque que estaba en ruinas. En la cena de gala que celebró para reunir fondos se recolectaron en pocas horas cerca de cuatro millones de dólares.
Es verdad que una vida cultural poco subvencionada por el Estado, que se apoya sobre todo en la sociedad civil para mantenerse, es cara. La de New York lo es y ciertos espectáculos, como la ópera y los conciertos, suelen alcanzar precios prohibitivos. Y sin embargo todo lo que vale la pena de verse está siempre lleno de gente en New York, y los dos grandes museos, el Metropolitan y el MOMA (el Museo de Arte Moderno) reciben al año más visitantes que el Yankee Stadium y el Madison Square Garden.
En muchos sentidos, New York se ha convertido en este tiempo en lo que fue París para muchas generaciones anteriores: el lugar donde los jóvenes artistas y creadores quieren llegar porque intuyen que allí encontrarán un ambiente estimulante para su trabajo y porque saben que si triunfan allí habrán triunfado en el mundo entero. No sólo ocurre con músicos, pintores, bailarines, actores y cineastas. También con escritores. Me ha sorprendido la cantidad de jóvenes poetas, narradores, dramaturgos de distintos países latinoamericanos avecindados ahora en New York, escribiendo y tratando de abrirse camino en la ciudad de los rascacielos. Algunos están vinculados a universidades y fundaciones y otros sobreviven como pueden, trabajando en librerías, editoriales o tocando guitarras y bongós en los bares latinos y hasta en las esquinas. Pero sacan revistas, dan recitales, y en las librerías neoyorquinas hay ahora, en casi todas ellas, secciones dedicadas a los libros en español.
He pasado dos meses intensos y exaltantes en esta efervescente ciudad. Vivía en los alrededores de Union Square, un barrio muy simpático y animado, donde incluso encontré cafés a la europea donde podía ir a leer el periódico y a garabatear unas notas tomando un cortado. Y donde se halla Strand, la librería de compraventa de libros antiguos más grande del mundo. Vi exposiciones magníficas y algunas obras de teatro -una de Beckett, con John Turturro, sobre todo- espléndidamente montadas. Y películas, muchas películas, aprovechando el Festival de Tribeca, que trae a New York en el curso de diez días largometrajes de todo el planeta. Y, sin embargo, siempre tuve la sensación de que a esta maravillosa ciudad le faltaba algo para sentirme totalmente en casa. ¿Qué cosa? Vejez, historia, tradición, antigüedad. Eso que es el alma secreta de cualquier ciudad europea y hasta de la aldea más desamparada e ínfima, esa invisible presencia que establece un vínculo entre hoy y ayer, esos siglos de aventuras, guerras, proezas artísticas y conmociones históricas, religiosas y culturales, de los que ha resultado la civilización en que vivimos. En New York todo es tan reciente que da la sensación de que el pasado nunca existió, que la vida sólo es futuro en trance de hacerse. Será que ya no soy joven, pero esa sensación de que no hay casi vida detrás, que toda ella está sólo por delante, me produce cierta angustia y una sensación de soledad.
Aunque con su alcalde actual, Bloomberg, está bastante menos limpia de lo que estaba con el alcalde Giuliani, New York sigue siendo una ciudad fascinante, la Babilonia del siglo XXI, una Torre de Babel moderna, la capital del mundo actual. He estado muchas veces aquí, en Manhattan, pero casi siempre por pocos días y para asistir a congresos o dar conferencias, y ésta es la primera vez, después de cerca de 30 años, que permanezco en la ciudad un par de meses, tiempo suficiente para tomarle el pulso, vivirla y adivinarla.
Es pequeña, en términos numéricos y estadísticos, y sin embargo, como en el Aleph borgiano, todo cabe o pasa por ella, los países, las razas, las religiones, las lenguas, y todo rápidamente se integra en ella, perdiendo su condición forastera y adoptando una nueva, neoyorquina. Es la ciudad de todos y de nadie, una ciudad sin identidad propia porque las tiene todas. El mundo hispánico, o latino como también lo llaman aquí, es multipresente y en sus calles, bares, almacenes, restaurantes, después del inglés el español es el idioma que más se oye por doquier, en todas sus variantes latinoamericanas y en la local, el spanglish, que comienza ya a generar una literatura. A ello se debe, sin duda, que instituciones como el Teatro Español y el Instituto Cervantes tengan una presencia tan viva en la vida cultural neoyorquina. En aquél, me tocó ver una estupenda adaptación teatral de Doña Flor y sus dos maridos de Jorge Amado, hecha por Jorge Alí Triana, y el Cervantes colaboró muy de cerca con el Centro del PEN Internacional en el congreso que reunió en New York en el mes de abril a varios centenares de escritores procedentes del mundo entero.
Uno de los estereotipos más resabidos, que New York es la ciudad de los negocios y la incultura, se desintegra simplemente hojeando el Time Out o los suplementos culturales que saca cada semana The New York Times. La verdad es que, en lo que se refiere a oferta cultural, no hay ninguna otra ciudad en el planeta que ofrezca tantas posibilidades, en todos los dominios y quehaceres artísticos, como la Gran Manzana. Pintura, escultura, música clásica y moderna, danza, teatro, ópera, cine, ideas, literatura, cursos, talleres, conferencias, museos, escuelas artísticas, academias, constituyen una dimensión vertiginosa de la vida neoyorquina que nadie puede abarcar en su totalidad, sino, a lo más, y dedicando a ello mucho tiempo, apenas una ínfima muestra, la puntita del iceberg.
Para quien acostumbra trabajar en bibliotecas, como yo, la Public Library de New York es un pequeño paraíso. Situada en la Quinta Avenida, entre las calles 41 y 42, el inmenso edificio decimonónico de sólidas columnatas, escaleras de mármol e inmensos, altísimos salones de lectura magníficamente iluminados, se asienta sobre una verdadera ciudad subterránea de varios pisos donde viven sus millones de libros, computarizados y preservados en cámaras de aire acondicionado que los defienden del calor, los insectos y la humedad. Es una de las mejor provistas de Estados Unidos, después de la Biblioteca del Congreso y la de Harvard, y una de las más funcionales y eficientes en que me ha tocado trabajar. Uno de sus tesoros es la Colección Berg, donada por dos hermanos médicos, judíos de origen húngaro, gracias a los cuales la institución cuenta, entre otras maravillas, con la primera edición del Quijote, manuscritos de Dickens, de Henry James, de Whitman, prácticamente de todos los diarios y novelas de Virginia Woolf y del texto mecanografiado de Tierra Baldía de Eliot con las correcciones y comentarios hechos a mano por Ezra Pound.
Es también la biblioteca más ruidosa y trajinada del mundo, porque los turistas invaden las salas de lectura, tomando fotos y hablando en voz alta con total desfachatez. Pero uno termina por acostumbrarse a ese bullicio, como a una música de fondo. Aunque tiene el personal especializado necesario, la Public Library, como todas las instituciones culturales de Estados Unidos, funciona gracias a la ayuda de personas voluntarias, generalmente jubilados y principalmente mujeres, que ofrecen información y guía y ayudan a los usuarios a orientarse en el laberinto de sus instalaciones. A mí me conmueven mucho esas señoras, algunas muy ancianas, que están allí siempre a la hora y con la sonrisa en la cara, prestando ese servicio público. El voluntariado cívico es una institución anglosajona y sin ella ni Inglaterra ni Estados Unidos serían lo que son.
La riquísima vida cultural de New York no existiría sin la contribución de la sociedad civil que es la que en gran parte la financia y promociona. El Estado también, sin duda, pero en proporción relativamente limitada y, a veces, ínfima. Es verdad que tanto empresas como individuos tienen importantes incentivos tributarios para hacer donaciones y patrocinar actividades culturales, pero, antes que ello, la razón profunda de esas astronómicas sumas de dinero que anualmente invierten las fundaciones y las entidades comerciales, industriales y financieras, y las personas privadas, en museos, espectáculos, exposiciones, bibliotecas, conferencias, universidades, etcétera, es una cultura, una conciencia cívica de que si una sociedad quiere tener una vida intelectual y artística rica, creativa y libre es obligación de todos los ciudadanos sin excepción asumirla y sostenerla. A ello se debe que, a diferencia de lo que ocurre en otras partes, donde los gobiernos filantrópicos convierten a la cultura en un producto oficial de auto promoción y manipulación burocrática, en países como Inglaterra y Estados Unidos la cultura tenga ese sesgo independiente y plural, que garantiza su libertad, su renovación y estado continuo de experimentación.
En los dos meses que acabo de pasar aquí vi, por ejemplo, cómo conseguía recursos para la renovación integral en que está empeñado, el Museo del Barrio, situado en el Harlem Latino, y dedicado a exponer arte procedente de América Latina. Ya ha reconstruido su bellísimo auditorio, una joya belle époque que estaba en ruinas. En la cena de gala que celebró para reunir fondos se recolectaron en pocas horas cerca de cuatro millones de dólares.
Es verdad que una vida cultural poco subvencionada por el Estado, que se apoya sobre todo en la sociedad civil para mantenerse, es cara. La de New York lo es y ciertos espectáculos, como la ópera y los conciertos, suelen alcanzar precios prohibitivos. Y sin embargo todo lo que vale la pena de verse está siempre lleno de gente en New York, y los dos grandes museos, el Metropolitan y el MOMA (el Museo de Arte Moderno) reciben al año más visitantes que el Yankee Stadium y el Madison Square Garden.
En muchos sentidos, New York se ha convertido en este tiempo en lo que fue París para muchas generaciones anteriores: el lugar donde los jóvenes artistas y creadores quieren llegar porque intuyen que allí encontrarán un ambiente estimulante para su trabajo y porque saben que si triunfan allí habrán triunfado en el mundo entero. No sólo ocurre con músicos, pintores, bailarines, actores y cineastas. También con escritores. Me ha sorprendido la cantidad de jóvenes poetas, narradores, dramaturgos de distintos países latinoamericanos avecindados ahora en New York, escribiendo y tratando de abrirse camino en la ciudad de los rascacielos. Algunos están vinculados a universidades y fundaciones y otros sobreviven como pueden, trabajando en librerías, editoriales o tocando guitarras y bongós en los bares latinos y hasta en las esquinas. Pero sacan revistas, dan recitales, y en las librerías neoyorquinas hay ahora, en casi todas ellas, secciones dedicadas a los libros en español.
He pasado dos meses intensos y exaltantes en esta efervescente ciudad. Vivía en los alrededores de Union Square, un barrio muy simpático y animado, donde incluso encontré cafés a la europea donde podía ir a leer el periódico y a garabatear unas notas tomando un cortado. Y donde se halla Strand, la librería de compraventa de libros antiguos más grande del mundo. Vi exposiciones magníficas y algunas obras de teatro -una de Beckett, con John Turturro, sobre todo- espléndidamente montadas. Y películas, muchas películas, aprovechando el Festival de Tribeca, que trae a New York en el curso de diez días largometrajes de todo el planeta. Y, sin embargo, siempre tuve la sensación de que a esta maravillosa ciudad le faltaba algo para sentirme totalmente en casa. ¿Qué cosa? Vejez, historia, tradición, antigüedad. Eso que es el alma secreta de cualquier ciudad europea y hasta de la aldea más desamparada e ínfima, esa invisible presencia que establece un vínculo entre hoy y ayer, esos siglos de aventuras, guerras, proezas artísticas y conmociones históricas, religiosas y culturales, de los que ha resultado la civilización en que vivimos. En New York todo es tan reciente que da la sensación de que el pasado nunca existió, que la vida sólo es futuro en trance de hacerse. Será que ya no soy joven, pero esa sensación de que no hay casi vida detrás, que toda ella está sólo por delante, me produce cierta angustia y una sensación de soledad.
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