Por Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional, Universitat Pompeu Fabra (EL PERIÓDICO, 15/06/08):
La respuesta que algunos estados democráticos están dando a los embates del terrorismo ponen en peligro un pilar esencial del Estado de Derecho: la garantía de los derechos y libertades. El conflicto entre el clásico binomio entre libertad y seguridad, el Gobierno de Gordon Brown lo ha resuelto a favor de una solución que entra en los cánones del más puro autoritarismo: ¡la detención sin cargos durante 42 días¡ por indicios de responsabilidad en delitos de terrorismo.
No es la primera vez que ocurre en la historia de los sistemas democráticos, pero el impacto de los brutales atentados de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de de 2001 llevó a algunos estados a adoptar medidas contra el terrorismo que han tenido efectos demoledores para las libertades públicas. Un ejemplo lo constituyó, muy poco después, la aprobación en EEUU, por la práctica unanimidad del Congreso, excepción hecha de una senadora demócrata por California, de la iniciativa legislativa del Gobierno del infausto presidente Bush llamada Patriot Act 2001: una ley especial para combatir el terrorismo, que redujo a papel mojado derechos constitucionales como el relativo a un proceso justo ante tribunales independientes, reconocidos en la sexta enmienda a la Constitución.
UN NEFASTO ejemplo de esta ley ha sido y es todavía la prisión de Guantánamo, el gulag del Caribe, donde los derechos del detenido han sido y son absolutamente ignorados hasta nuestros días. Ha habido que esperar a dos sentencias del Tribunal Supremo de los Estados Unidos para que sea declarada la inconstitucionalidad de aquella ley, por vulneración de lo que en España entendemos como derecho a la tutela judicial por una jurisdicción independiente. Después de una primera decisión tomada en 2004, en la que el Supremo norteamericano resolvió que los tribunales de Estados Unidos disponen de jurisdicción para entender de la legalidad de la detención de ciudadanos extranjeros capturados fuera de EEUU en actividades hostiles, hubo que esperar a la más significativa sentencia de junio de 2006 para que, en relación a la prisión de Guantánamo, el Tribunal Supremo decidiese que los tribunales militares secretos allí constituidos eran una medida contraria a la Constitución. Y ahora, el Supremo, en una decisión adoptada por ajustada mayoría, ha reconocido a los presos allí detenidos el derecho al habeas corpus, a defenderse legalmente. No está mal, pero han pasado siete años desde la Patriot Act.
Y ahora resulta que el Gobierno laborista de Brown ha conseguido aprobar en la Cámara de los Comunes una ampliación del periodo de detención gubernativa –no judicial– a nada menos que 42 días. Lo que supone que durante más de un mes la persona detenida estará sometida a los interrogatorios policiales sin intervención judicial, lo que a todas luces no es ya un exceso sino la institucionalización de una situación que deja la puerta abierta al abuso sobre el detenido.
Y lo cierto es que en el caso británico –fiel seguidor de todas las decisiones que vienen de Washington– llueve sobre mojado. En materia de detención policial para sospechosos de terrorismo, ya era el país que establecía el régimen más duro. Hasta esta reforma legislativa, el régimen vigente era de una detención de 28 días, a años luz de los razonables cinco días vigentes en España, los cuatro en Francia, los dos en Alemania o uno en Italia. La flagrante diferencia del caso británico no admite discusión, aunque desde las islas siempre habrá quien diga que la propuesta de Brown es mejor que la de aquel brillante farsante a quien él sustituyó no hace mucho en el 10 de Downing Street, pues Blair proponía una detención previa ¡de 90 días¡.
En la lógica de la primera democracia liberal del continente europeo, es una patética forma de vestir a un muerto. Es una firme apuesta para olvidarse de uno de los pilares esenciales del Estado de Derecho, que es el que –junto a la división de poderes y el principio de legalidad al que deben estar sometidos todos los poderes públicos– consigna la garantía de los derechos fundamentales de la persona. Establecer un periodo de detención policial por 42 días es una espita abierta a la tortura.
NO HAY DUDA de que el Estado democrático, a través de su Derecho de excepción, debe articular la defensa frente aquellos ataques de especial gravedad que pueda recibir de personas y organizaciones que tengan por objetivo poner en cuestión el régimen de libertades. Pero la respuesta no puede ser la negación de aquello que forma parte del propio Estado de Derecho. Ante la medida tomada por el Parlamento británico, de nada sirve que la ley establezca que, para su aplicación, el ministro de Interior tiene que haber declarado antes la existencia de una amenaza terrorista y que en 48 horas tal circunstancia haya sido convalidada por el Parlamento. Esto es un puro maquillaje de una medida autoritaria que hace perder las señas de identidad básicas al sistema democrático.
La respuesta que algunos estados democráticos están dando a los embates del terrorismo ponen en peligro un pilar esencial del Estado de Derecho: la garantía de los derechos y libertades. El conflicto entre el clásico binomio entre libertad y seguridad, el Gobierno de Gordon Brown lo ha resuelto a favor de una solución que entra en los cánones del más puro autoritarismo: ¡la detención sin cargos durante 42 días¡ por indicios de responsabilidad en delitos de terrorismo.
No es la primera vez que ocurre en la historia de los sistemas democráticos, pero el impacto de los brutales atentados de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de de 2001 llevó a algunos estados a adoptar medidas contra el terrorismo que han tenido efectos demoledores para las libertades públicas. Un ejemplo lo constituyó, muy poco después, la aprobación en EEUU, por la práctica unanimidad del Congreso, excepción hecha de una senadora demócrata por California, de la iniciativa legislativa del Gobierno del infausto presidente Bush llamada Patriot Act 2001: una ley especial para combatir el terrorismo, que redujo a papel mojado derechos constitucionales como el relativo a un proceso justo ante tribunales independientes, reconocidos en la sexta enmienda a la Constitución.
UN NEFASTO ejemplo de esta ley ha sido y es todavía la prisión de Guantánamo, el gulag del Caribe, donde los derechos del detenido han sido y son absolutamente ignorados hasta nuestros días. Ha habido que esperar a dos sentencias del Tribunal Supremo de los Estados Unidos para que sea declarada la inconstitucionalidad de aquella ley, por vulneración de lo que en España entendemos como derecho a la tutela judicial por una jurisdicción independiente. Después de una primera decisión tomada en 2004, en la que el Supremo norteamericano resolvió que los tribunales de Estados Unidos disponen de jurisdicción para entender de la legalidad de la detención de ciudadanos extranjeros capturados fuera de EEUU en actividades hostiles, hubo que esperar a la más significativa sentencia de junio de 2006 para que, en relación a la prisión de Guantánamo, el Tribunal Supremo decidiese que los tribunales militares secretos allí constituidos eran una medida contraria a la Constitución. Y ahora, el Supremo, en una decisión adoptada por ajustada mayoría, ha reconocido a los presos allí detenidos el derecho al habeas corpus, a defenderse legalmente. No está mal, pero han pasado siete años desde la Patriot Act.
Y ahora resulta que el Gobierno laborista de Brown ha conseguido aprobar en la Cámara de los Comunes una ampliación del periodo de detención gubernativa –no judicial– a nada menos que 42 días. Lo que supone que durante más de un mes la persona detenida estará sometida a los interrogatorios policiales sin intervención judicial, lo que a todas luces no es ya un exceso sino la institucionalización de una situación que deja la puerta abierta al abuso sobre el detenido.
Y lo cierto es que en el caso británico –fiel seguidor de todas las decisiones que vienen de Washington– llueve sobre mojado. En materia de detención policial para sospechosos de terrorismo, ya era el país que establecía el régimen más duro. Hasta esta reforma legislativa, el régimen vigente era de una detención de 28 días, a años luz de los razonables cinco días vigentes en España, los cuatro en Francia, los dos en Alemania o uno en Italia. La flagrante diferencia del caso británico no admite discusión, aunque desde las islas siempre habrá quien diga que la propuesta de Brown es mejor que la de aquel brillante farsante a quien él sustituyó no hace mucho en el 10 de Downing Street, pues Blair proponía una detención previa ¡de 90 días¡.
En la lógica de la primera democracia liberal del continente europeo, es una patética forma de vestir a un muerto. Es una firme apuesta para olvidarse de uno de los pilares esenciales del Estado de Derecho, que es el que –junto a la división de poderes y el principio de legalidad al que deben estar sometidos todos los poderes públicos– consigna la garantía de los derechos fundamentales de la persona. Establecer un periodo de detención policial por 42 días es una espita abierta a la tortura.
NO HAY DUDA de que el Estado democrático, a través de su Derecho de excepción, debe articular la defensa frente aquellos ataques de especial gravedad que pueda recibir de personas y organizaciones que tengan por objetivo poner en cuestión el régimen de libertades. Pero la respuesta no puede ser la negación de aquello que forma parte del propio Estado de Derecho. Ante la medida tomada por el Parlamento británico, de nada sirve que la ley establezca que, para su aplicación, el ministro de Interior tiene que haber declarado antes la existencia de una amenaza terrorista y que en 48 horas tal circunstancia haya sido convalidada por el Parlamento. Esto es un puro maquillaje de una medida autoritaria que hace perder las señas de identidad básicas al sistema democrático.
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