Por Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Fundación Cultura de Paz (EL PAÍS, 28/06/08):
“Es de necio confundir valor y precio”. Antonio Machado
De todas las crisis a las que, como era previsible, conduce una “globalización” que ha sustituido la justicia y el buen criterio político por las leyes del mercado, la más grave es la alimentaria. Las crisis económica y medioambiental permiten planteamientos a más largo plazo -aunque en la segunda pueden alcanzarse gravísimas situaciones de irreversibilidad-, pero la alimentación constituye una cuestión básica directamente relacionada con el derecho humano supremo: el derecho a la vida.
Al afectar la supervivencia de mucha gente -casi 1.000 millones de personas no reciben la dieta mínima-, el hambre desemboca en disturbios, en malestar social irreprimible. Los mínimos nutritivos deben garantizarse. Es un desafío común y una amenaza a la estabilidad de las naciones. El cambio se volverá irrefrenable si, a la crisis financiera, se unen las de la alimentación y la del agua, porque son las necesidades básicas las que movilizan no sólo a los ciudadanos que sufren estas carencias directamente sino a los que, en toda la Tierra, sabiendo lo que sucede, reclaman con apremio que la actual economía de guerra y de dominio se transforme aceleradamente en una economía de desarrollo global, con grandes inversiones -que serán también excelente negocio y aumentarán el número de “clientes”- en las infraestructuras apropiadas para producir energía en grandes cantidades y a buen precio; para la producción y transporte de agua potable; para la obtención de alimentos para todos; para transportes y sistemas de calefacción y refrigeración que consuman progresivamente menos carburantes… y para viviendas dignas.
Existe ya el conocimiento. Debemos ser capaces de aplicarlo. Es incuestionable que la gran urgencia actual consiste en hacer posible el disfrute por parte de todos de los frutos del saber. Podemos imaginar islas, incluso artificiales, con fuentes de energía eólica, termomarina, termosolar… produciendo grandes cantidades de energía y agua potable. Los desafíos globales requieren soluciones globales, que implican a su vez cooperación a escala mundial. Debe ahora fomentarse la investigación en la producción incrementada de alimentos con un consumo de agua ajustado y el máximo ahorro en abonos. A este respecto, la transferencia del sistema nitrogenasa, que capta directamente el nitrógeno atmosférico en las leguminosas, a los cereales y al arroz en particular, representaría un paso gigantesco no sólo en relación a la mayor disponibilidad de alimentos sino por la reducción del impacto medioambiental de los fertilizantes.
Pero en lugar de desacelerar el ritmo trepidante de la producción bélica, se le imprime mayor velocidad por necesidades de la economía mundial. A los gastos militares actuales hay que sumar lo que representarán los escudos antimisiles y, a pesar de estar “de salida”, las recientes decisiones de la Administración Bush relativas a la estrategia del Pacífico (Robert Gates acaba de anunciar 15.000 millones de dólares para conferir a la base de Guam las características requeridas) y a “garantizar la seguridad marítima” de todo el contorno suramericano, resucitándose a este efecto por el Pentágono la IV Flota de Estados Unidos.
Hay que dejar de depender, con un plan mundial de emergencia, de las energías fósiles, cuyo precio se ha duplicado en los últimos tres años, y favorecer lo que durante décadas las grandes compañías petroleras han desacreditado y ocultado descaradamente: la contribución que pueden aportar las energías renovables, la nuclear (de fisión y de fusión), el hidrógeno… La producción de biocombustibles debe regularse con gran autoridad para que no incida, de forma tajante, en la disponibilidad de nutrientes. Las prácticas de cultivo deben mejorarse, sobre todo en lo que se refiere al uso de agua, evitando transportes innecesarios y fertilizantes que pueden tener un efecto ecológico negativo, y sobre todo, afrontar de una vez la cuestión de los subsidios y otras formas de protección.
El desarrollo global representaría una solución firme y desplazaría el actual sistema que sigue intentando permanecer desesperadamente a través de parches: inversiones en “nuevas oportunidades” que ofrecen algunos países asiáticos o del Golfo… o en productos alimenticios. Se insiste en el escándalo de los corruptos de los países en desarrollo sin tener en cuenta el de los corruptores. La especulación sobre materias primas, con el petróleo y los alimentos en primer lugar, ha llegado a niveles intolerables. Los países del G-8 renacionalizan lo que habían privatizado (como se ha hecho recientemente con bancos y entidades financieras) al tiempo que presionan para que sus multinacionales en los países pobres no sean objeto de nacionalización ni reducción de las condiciones actuales de explotación.
El sistema económico actual es el que hay que cambiar. Joaquín Estefanía ha advertido que es imposible dificultar al mismo tiempo la entrada libre, sin aranceles, de los productos que exportan los países africanos y de los ciudadanos que huyen de la miseria. Para superar los retos actuales, el tema de la Conferencia Mundial de Revisión del Consenso de Monterrey sobre la financiación para el desarrollo, que tendrá lugar próximamente en Doha, es realmente crucial: aplicar, de una vez por todas, impuestos sobre las transacciones de divisas que, según las palabras del propio secretario general de Naciones Unidas, no afectarían el funcionamiento del mercado.
No creo aventurado calcular que, en 10 o 15 años, con la tecnología de la comunicación más adecuada para la participación no presencial y con un porcentaje de influencia femenino muy superior al actual -calculado en el 5% a nivel mundial-, la genuina democracia se consolidará a todas las escalas y se iniciará una nueva era: la de la ciudadanía. Se habrá producido una gran transición desde vasallos y súbditos a ciudadanos plenos. De una cultura de imposición, violencia y guerra a una cultura de diálogo, conciliación y paz.
Los Estados se habrán asociado a escala regional (Estados Unidos de Norteamérica, Unión Europea, de América del Sur, de África…) y las Naciones Unidas se habrán refundado de tal manera que, dotadas de los medios personales, financieros y técnicos necesarios actúen como “democracia global”, habiendo sustituido a la actual plutocracia en la que, además, los Estados ven mermadas su autoridad nacional e internacional y su capacidad de acción al haber trasladado buena parte del poder real a grandes corporaciones supranacionales. El resultado está a la vista: carentes de instituciones internacionales capaces de regular los distintos aspectos de la gobernación mundial, tiene lugar la concentración progresiva del poder económico, tecnológico y mediático en lo que, junto a la industria bélica, constituye el “gran dominio”. Acabamos de comprobarlo en la Conferencia de la FAO, que ha concluido -como era lamentablemente de esperar- empecinados los países más prósperos en no modificar un ápice un sistema injusto y arbitrario, aferrados a unas pautas que les permitirán seguir explotando, con miope avidez, los recursos naturales sobre los que se ha basado hasta ahora su prosperidad. Pero será por poco tiempo.
Ninguna nación está exenta de responsabilidad: es inadmisible que se transfieran “al mercado” deberes morales y responsabilidades políticas que corresponden a los gobernantes democráticos. La necesidad urgente de unos códigos de conducta mundiales en el marco jurídico-ético de unas Naciones Unidas debidamente reformadas es, por cuanto antecede, una imperiosa exigencia.
El mundo ha cambiado y, por fortuna, ya son muchos los mandatarios y pueblos que han dejado de ser obedientes y sumisos, capaces de ceder a las presiones -las conozco bien- que ejercen los más poderosos. Empresas, medios de comunicación, ONG… se sumarán a un movimiento que, en pocos años, dará la medida del nuevo “poder ciudadano”.
Los diagnósticos ya están hechos. Ahora es necesario aplicar los tratamientos adecuados a tiempo. En momentos de gran aceleración histórica, son más necesarios que nunca los asideros morales. Se avecina una nueva era. Como en 1945.
Amartya Sen, premio Nobel de Economía, ha dicho recientemente que “el Estado, no el mercado, debe ser el responsable del bienestar de los ciudadanos, sobre todo de los países en vías de desarrollo”. Para evitar la revolución del hambre, activar la evolución a un nuevo sistema económico planetario. La diferencia entre revolución y evolución es la r de responsabilidad.
“Es de necio confundir valor y precio”. Antonio Machado
De todas las crisis a las que, como era previsible, conduce una “globalización” que ha sustituido la justicia y el buen criterio político por las leyes del mercado, la más grave es la alimentaria. Las crisis económica y medioambiental permiten planteamientos a más largo plazo -aunque en la segunda pueden alcanzarse gravísimas situaciones de irreversibilidad-, pero la alimentación constituye una cuestión básica directamente relacionada con el derecho humano supremo: el derecho a la vida.
Al afectar la supervivencia de mucha gente -casi 1.000 millones de personas no reciben la dieta mínima-, el hambre desemboca en disturbios, en malestar social irreprimible. Los mínimos nutritivos deben garantizarse. Es un desafío común y una amenaza a la estabilidad de las naciones. El cambio se volverá irrefrenable si, a la crisis financiera, se unen las de la alimentación y la del agua, porque son las necesidades básicas las que movilizan no sólo a los ciudadanos que sufren estas carencias directamente sino a los que, en toda la Tierra, sabiendo lo que sucede, reclaman con apremio que la actual economía de guerra y de dominio se transforme aceleradamente en una economía de desarrollo global, con grandes inversiones -que serán también excelente negocio y aumentarán el número de “clientes”- en las infraestructuras apropiadas para producir energía en grandes cantidades y a buen precio; para la producción y transporte de agua potable; para la obtención de alimentos para todos; para transportes y sistemas de calefacción y refrigeración que consuman progresivamente menos carburantes… y para viviendas dignas.
Existe ya el conocimiento. Debemos ser capaces de aplicarlo. Es incuestionable que la gran urgencia actual consiste en hacer posible el disfrute por parte de todos de los frutos del saber. Podemos imaginar islas, incluso artificiales, con fuentes de energía eólica, termomarina, termosolar… produciendo grandes cantidades de energía y agua potable. Los desafíos globales requieren soluciones globales, que implican a su vez cooperación a escala mundial. Debe ahora fomentarse la investigación en la producción incrementada de alimentos con un consumo de agua ajustado y el máximo ahorro en abonos. A este respecto, la transferencia del sistema nitrogenasa, que capta directamente el nitrógeno atmosférico en las leguminosas, a los cereales y al arroz en particular, representaría un paso gigantesco no sólo en relación a la mayor disponibilidad de alimentos sino por la reducción del impacto medioambiental de los fertilizantes.
Pero en lugar de desacelerar el ritmo trepidante de la producción bélica, se le imprime mayor velocidad por necesidades de la economía mundial. A los gastos militares actuales hay que sumar lo que representarán los escudos antimisiles y, a pesar de estar “de salida”, las recientes decisiones de la Administración Bush relativas a la estrategia del Pacífico (Robert Gates acaba de anunciar 15.000 millones de dólares para conferir a la base de Guam las características requeridas) y a “garantizar la seguridad marítima” de todo el contorno suramericano, resucitándose a este efecto por el Pentágono la IV Flota de Estados Unidos.
Hay que dejar de depender, con un plan mundial de emergencia, de las energías fósiles, cuyo precio se ha duplicado en los últimos tres años, y favorecer lo que durante décadas las grandes compañías petroleras han desacreditado y ocultado descaradamente: la contribución que pueden aportar las energías renovables, la nuclear (de fisión y de fusión), el hidrógeno… La producción de biocombustibles debe regularse con gran autoridad para que no incida, de forma tajante, en la disponibilidad de nutrientes. Las prácticas de cultivo deben mejorarse, sobre todo en lo que se refiere al uso de agua, evitando transportes innecesarios y fertilizantes que pueden tener un efecto ecológico negativo, y sobre todo, afrontar de una vez la cuestión de los subsidios y otras formas de protección.
El desarrollo global representaría una solución firme y desplazaría el actual sistema que sigue intentando permanecer desesperadamente a través de parches: inversiones en “nuevas oportunidades” que ofrecen algunos países asiáticos o del Golfo… o en productos alimenticios. Se insiste en el escándalo de los corruptos de los países en desarrollo sin tener en cuenta el de los corruptores. La especulación sobre materias primas, con el petróleo y los alimentos en primer lugar, ha llegado a niveles intolerables. Los países del G-8 renacionalizan lo que habían privatizado (como se ha hecho recientemente con bancos y entidades financieras) al tiempo que presionan para que sus multinacionales en los países pobres no sean objeto de nacionalización ni reducción de las condiciones actuales de explotación.
El sistema económico actual es el que hay que cambiar. Joaquín Estefanía ha advertido que es imposible dificultar al mismo tiempo la entrada libre, sin aranceles, de los productos que exportan los países africanos y de los ciudadanos que huyen de la miseria. Para superar los retos actuales, el tema de la Conferencia Mundial de Revisión del Consenso de Monterrey sobre la financiación para el desarrollo, que tendrá lugar próximamente en Doha, es realmente crucial: aplicar, de una vez por todas, impuestos sobre las transacciones de divisas que, según las palabras del propio secretario general de Naciones Unidas, no afectarían el funcionamiento del mercado.
No creo aventurado calcular que, en 10 o 15 años, con la tecnología de la comunicación más adecuada para la participación no presencial y con un porcentaje de influencia femenino muy superior al actual -calculado en el 5% a nivel mundial-, la genuina democracia se consolidará a todas las escalas y se iniciará una nueva era: la de la ciudadanía. Se habrá producido una gran transición desde vasallos y súbditos a ciudadanos plenos. De una cultura de imposición, violencia y guerra a una cultura de diálogo, conciliación y paz.
Los Estados se habrán asociado a escala regional (Estados Unidos de Norteamérica, Unión Europea, de América del Sur, de África…) y las Naciones Unidas se habrán refundado de tal manera que, dotadas de los medios personales, financieros y técnicos necesarios actúen como “democracia global”, habiendo sustituido a la actual plutocracia en la que, además, los Estados ven mermadas su autoridad nacional e internacional y su capacidad de acción al haber trasladado buena parte del poder real a grandes corporaciones supranacionales. El resultado está a la vista: carentes de instituciones internacionales capaces de regular los distintos aspectos de la gobernación mundial, tiene lugar la concentración progresiva del poder económico, tecnológico y mediático en lo que, junto a la industria bélica, constituye el “gran dominio”. Acabamos de comprobarlo en la Conferencia de la FAO, que ha concluido -como era lamentablemente de esperar- empecinados los países más prósperos en no modificar un ápice un sistema injusto y arbitrario, aferrados a unas pautas que les permitirán seguir explotando, con miope avidez, los recursos naturales sobre los que se ha basado hasta ahora su prosperidad. Pero será por poco tiempo.
Ninguna nación está exenta de responsabilidad: es inadmisible que se transfieran “al mercado” deberes morales y responsabilidades políticas que corresponden a los gobernantes democráticos. La necesidad urgente de unos códigos de conducta mundiales en el marco jurídico-ético de unas Naciones Unidas debidamente reformadas es, por cuanto antecede, una imperiosa exigencia.
El mundo ha cambiado y, por fortuna, ya son muchos los mandatarios y pueblos que han dejado de ser obedientes y sumisos, capaces de ceder a las presiones -las conozco bien- que ejercen los más poderosos. Empresas, medios de comunicación, ONG… se sumarán a un movimiento que, en pocos años, dará la medida del nuevo “poder ciudadano”.
Los diagnósticos ya están hechos. Ahora es necesario aplicar los tratamientos adecuados a tiempo. En momentos de gran aceleración histórica, son más necesarios que nunca los asideros morales. Se avecina una nueva era. Como en 1945.
Amartya Sen, premio Nobel de Economía, ha dicho recientemente que “el Estado, no el mercado, debe ser el responsable del bienestar de los ciudadanos, sobre todo de los países en vías de desarrollo”. Para evitar la revolución del hambre, activar la evolución a un nuevo sistema económico planetario. La diferencia entre revolución y evolución es la r de responsabilidad.
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