Por José M. de Areilza, profesor de Derecho Comunitario y Cátedra Jean Monnet (ABC, 14/06/08):
EL referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa ha tenido en vilo a las instituciones comunitarias y a los gobiernos de la Unión durante un largo día. Ha sido un verdadero «Bloomsday» europeo, sucedido además unas pocas jornadas antes de la celebración anual de la transgresora novela de James Joyce. El relato del paso del tiempo durante un día ordinario en Dublín a través de su personaje Leopoldo Bloom es recordado en todo el mundo cada vez que llega el 16 de junio, la fecha en la que transcurre el Ulises. En el caso europeo, el Odiseo y protagonista de este flujo de inquietudes y ensoñaciones ha sido el propio proyecto de integración, que ha sufrido otro revés y ve agudizarse su crisis de confianza. Durante la jornada de referéndum, los líderes europeos han visto pasar delante de ellos veinte años de reformas de los Tratados, logros, transformaciones, adversidades y problemas alrededor de la construcción europea. Merece la pena no limitarse a convertir a los irlandeses en chivos expiatorios de los males de Europa y abrir la reflexión sobre lo ocurrido.
La celebración de una consulta popular sobre el Tratado de Lisboa y la baja calidad del debate público en el pequeño país del Eire han recibido críticas muy severas. Los irlandeses han sido los únicos en celebrar un referéndum para ratificar este pacto de rescate de la fallida Constitución europea, aunque su ejemplo puede animar al Reino Unido y a otros. Durante las últimas semanas, los proponentes del no en Irlanda han manipulado los contenidos del nuevo Tratado y han despertado miedos infundados en la población, invocando la pérdida de la neutralidad del país o futuras subidas de impuestos. Por su parte, los partidarios del sí, la mayor parte de la clase política, no han sabido movilizar a la población ni hacer pedagogía sobre los avances que supone el acuerdo de Lisboa. Muchos gobiernos europeos han caído en el error de tachar de ingratos a los irlandeses por haber dudado de la bondad del nuevo pacto, a la vista de la ingente cantidad de fondos comunitarios de los que se han beneficiado en los últimos años. En pleno nerviosismo, políticos europeos favorables al nuevo Tratado han adoptado un tono de superioridad para afirmar que no se debe permitir a un pequeño Estado hacer descarrilar una reforma valiosa que mejora el funcionamiento de la Unión Europea ampliada. Sólo falta que alguien desde Bruselas, París o Berlín cite ahora al dramaturgo alemán Bertolt Brecht, «el pueblo ha perdido la confianza del gobierno, el gobierno ha decidido disolver al pueblo y nombrar uno nuevo».
Los ataques furibundos a la libertad de Irlanda para decidir en referéndum sobre Lisboa son preocupantes. Los fondos europeos no son una limosna que convierte al que los recibe en esclavo agradecido de los donantes, sino parte de un contrato social paneuropeo inspirado en el valor de la justicia y con un impacto muy positivo en el conjunto del mercado interior. Irlanda no se ha convertido en uno de los países con mayor renta per capita de la UE gracias a este maná, sino por el buen uso del mismo, un conjunto de políticas económicas y fiscales acertadas y por hablar de modo preferente en inglés. En cuanto a las reglas del juego para aprobar la reforma, fueron decididas por los veintisiete miembros de la Unión durante el llamado rescate de la Constitución europea el año pasado. Se puede discutir el acierto de mantener la exigencia de unanimidad para ratificar las reformas futuras de los Tratados y reflexionar sobre la conveniencia de someter a referéndum un texto tan complejo, pero no cabe impugnar la vigencia de estas reglas por un resultado adverso a los intereses de muchos. Es una cuestión de «fair play». Irlanda tenía derecho a rechazar esta reforma e incluso a animar de forma indirecta a otros Estados a celebrar consultas populares. Al final, en un resultado muy apretado ha ganado el no, pero esta no es la conclusión más importante del «Bloomsday» vivido.
El episodio irlandés debe llevarnos a recordar la finalidad de la construcción europea, una continua profundización en la integración económica y política compatible con el respeto a las identidades nacionales, que se refuerzan y no se debilitan con el proceso supranacional. Por ello no cabe hacer una traslación automática de las categorías políticas de mayoría y minorías del plano nacional al europeo. Irlanda es un pueblo muy consciente del carácter muy diferenciado de su identidad, lo que no le ha impedido dar al mundo algunos de los mejores escritores universales en lengua inglesa -Swift, Wilde, Yeats, Shaw, Joyce-. Ha forjado su original carácter a través de adversidades y contrariedades, de las que siempre se han sentido parte sus más de cuarenta millones de primos con los que cuenta hoy en EEUU.
La jornada de votación ha puesto de relieve de nuevo la dificultad que atraviesa la Unión para superar la crisis de confianza de los ciudadanos hacia el difuso y mejorable modelo de gobierno europeo. Los propios líderes europeos son responsables de esta falta de transparencia y explicación sobre cómo nos gobernamos en buena medida desde Bruselas. Los actuales jefes de gobierno perdieron las formas durante la elaboración del Tratado de Lisboa en la segunda mitad de 2007 y protagonizaron una de las operaciones menos memorables en las seis décadas del proceso de integración. El pacto de salida del laberinto constitucional se hizo a partir de un mandato cerrado del Consejo Europeo a toda prisa y sin debates públicos, que incorporaba por la puerta de atrás la mayor parte de los contenidos de la fallida Constitución europea. En la elaboración del pacto de Lisboa se utilizó de modo deliberado un lenguaje oscuro para disfrazar su contenido (en comparación con algunas partes del articulado, el Ulises de Joyce es mucho más legible) y evitar así referendos. Se ha presentado como un acuerdo «técnico», cuando incorpora la reforma política de las instituciones de la Constitución y por lo tanto supone una importante redistribución del poder europeo, con avances notables pero también con países más y menos beneficiados.
De los veintisiete estados miembros, solo a los irlandeses se les ha permitido votar sobre este Tratado. De un modo vicario, los europeos silenciados y ausentes del debate europeo se han expresado a través de los irlandeses, que con su rechazo al texto han puesto de relieve la preocupante distancia entre gobernantes y gobernados en la isla del Eire y en muchos países de la Unión. Ahora los líderes europeos deben encontrar un Plan B de lo que ya era un Plan B. Pero no basta con encontrar a toda costa una salida a cinco años de introspección y ensimismamiento colectivos. El proceso de ratificación de Lisboa debería fomentar y no impedir una reflexión permanente sobre la Europa que queremos, todo lo ilustrada, racional y profunda que sea posible y con la que se supere el torpe giro elitista con el que se ha hecho camino en los últimos meses. Más que hacer trampas burocráticas para inventar artificialmente un consenso, deberíamos ser capaces de despertar un anhelo en la ciudadanía que afirme el proyecto europeo, con la misma convicción con la que Molly Bloom pone fin a la novela de Joyce en su famoso soliloquio de síes concatenados: «yes I said yes I will Yes».
EL referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa ha tenido en vilo a las instituciones comunitarias y a los gobiernos de la Unión durante un largo día. Ha sido un verdadero «Bloomsday» europeo, sucedido además unas pocas jornadas antes de la celebración anual de la transgresora novela de James Joyce. El relato del paso del tiempo durante un día ordinario en Dublín a través de su personaje Leopoldo Bloom es recordado en todo el mundo cada vez que llega el 16 de junio, la fecha en la que transcurre el Ulises. En el caso europeo, el Odiseo y protagonista de este flujo de inquietudes y ensoñaciones ha sido el propio proyecto de integración, que ha sufrido otro revés y ve agudizarse su crisis de confianza. Durante la jornada de referéndum, los líderes europeos han visto pasar delante de ellos veinte años de reformas de los Tratados, logros, transformaciones, adversidades y problemas alrededor de la construcción europea. Merece la pena no limitarse a convertir a los irlandeses en chivos expiatorios de los males de Europa y abrir la reflexión sobre lo ocurrido.
La celebración de una consulta popular sobre el Tratado de Lisboa y la baja calidad del debate público en el pequeño país del Eire han recibido críticas muy severas. Los irlandeses han sido los únicos en celebrar un referéndum para ratificar este pacto de rescate de la fallida Constitución europea, aunque su ejemplo puede animar al Reino Unido y a otros. Durante las últimas semanas, los proponentes del no en Irlanda han manipulado los contenidos del nuevo Tratado y han despertado miedos infundados en la población, invocando la pérdida de la neutralidad del país o futuras subidas de impuestos. Por su parte, los partidarios del sí, la mayor parte de la clase política, no han sabido movilizar a la población ni hacer pedagogía sobre los avances que supone el acuerdo de Lisboa. Muchos gobiernos europeos han caído en el error de tachar de ingratos a los irlandeses por haber dudado de la bondad del nuevo pacto, a la vista de la ingente cantidad de fondos comunitarios de los que se han beneficiado en los últimos años. En pleno nerviosismo, políticos europeos favorables al nuevo Tratado han adoptado un tono de superioridad para afirmar que no se debe permitir a un pequeño Estado hacer descarrilar una reforma valiosa que mejora el funcionamiento de la Unión Europea ampliada. Sólo falta que alguien desde Bruselas, París o Berlín cite ahora al dramaturgo alemán Bertolt Brecht, «el pueblo ha perdido la confianza del gobierno, el gobierno ha decidido disolver al pueblo y nombrar uno nuevo».
Los ataques furibundos a la libertad de Irlanda para decidir en referéndum sobre Lisboa son preocupantes. Los fondos europeos no son una limosna que convierte al que los recibe en esclavo agradecido de los donantes, sino parte de un contrato social paneuropeo inspirado en el valor de la justicia y con un impacto muy positivo en el conjunto del mercado interior. Irlanda no se ha convertido en uno de los países con mayor renta per capita de la UE gracias a este maná, sino por el buen uso del mismo, un conjunto de políticas económicas y fiscales acertadas y por hablar de modo preferente en inglés. En cuanto a las reglas del juego para aprobar la reforma, fueron decididas por los veintisiete miembros de la Unión durante el llamado rescate de la Constitución europea el año pasado. Se puede discutir el acierto de mantener la exigencia de unanimidad para ratificar las reformas futuras de los Tratados y reflexionar sobre la conveniencia de someter a referéndum un texto tan complejo, pero no cabe impugnar la vigencia de estas reglas por un resultado adverso a los intereses de muchos. Es una cuestión de «fair play». Irlanda tenía derecho a rechazar esta reforma e incluso a animar de forma indirecta a otros Estados a celebrar consultas populares. Al final, en un resultado muy apretado ha ganado el no, pero esta no es la conclusión más importante del «Bloomsday» vivido.
El episodio irlandés debe llevarnos a recordar la finalidad de la construcción europea, una continua profundización en la integración económica y política compatible con el respeto a las identidades nacionales, que se refuerzan y no se debilitan con el proceso supranacional. Por ello no cabe hacer una traslación automática de las categorías políticas de mayoría y minorías del plano nacional al europeo. Irlanda es un pueblo muy consciente del carácter muy diferenciado de su identidad, lo que no le ha impedido dar al mundo algunos de los mejores escritores universales en lengua inglesa -Swift, Wilde, Yeats, Shaw, Joyce-. Ha forjado su original carácter a través de adversidades y contrariedades, de las que siempre se han sentido parte sus más de cuarenta millones de primos con los que cuenta hoy en EEUU.
La jornada de votación ha puesto de relieve de nuevo la dificultad que atraviesa la Unión para superar la crisis de confianza de los ciudadanos hacia el difuso y mejorable modelo de gobierno europeo. Los propios líderes europeos son responsables de esta falta de transparencia y explicación sobre cómo nos gobernamos en buena medida desde Bruselas. Los actuales jefes de gobierno perdieron las formas durante la elaboración del Tratado de Lisboa en la segunda mitad de 2007 y protagonizaron una de las operaciones menos memorables en las seis décadas del proceso de integración. El pacto de salida del laberinto constitucional se hizo a partir de un mandato cerrado del Consejo Europeo a toda prisa y sin debates públicos, que incorporaba por la puerta de atrás la mayor parte de los contenidos de la fallida Constitución europea. En la elaboración del pacto de Lisboa se utilizó de modo deliberado un lenguaje oscuro para disfrazar su contenido (en comparación con algunas partes del articulado, el Ulises de Joyce es mucho más legible) y evitar así referendos. Se ha presentado como un acuerdo «técnico», cuando incorpora la reforma política de las instituciones de la Constitución y por lo tanto supone una importante redistribución del poder europeo, con avances notables pero también con países más y menos beneficiados.
De los veintisiete estados miembros, solo a los irlandeses se les ha permitido votar sobre este Tratado. De un modo vicario, los europeos silenciados y ausentes del debate europeo se han expresado a través de los irlandeses, que con su rechazo al texto han puesto de relieve la preocupante distancia entre gobernantes y gobernados en la isla del Eire y en muchos países de la Unión. Ahora los líderes europeos deben encontrar un Plan B de lo que ya era un Plan B. Pero no basta con encontrar a toda costa una salida a cinco años de introspección y ensimismamiento colectivos. El proceso de ratificación de Lisboa debería fomentar y no impedir una reflexión permanente sobre la Europa que queremos, todo lo ilustrada, racional y profunda que sea posible y con la que se supere el torpe giro elitista con el que se ha hecho camino en los últimos meses. Más que hacer trampas burocráticas para inventar artificialmente un consenso, deberíamos ser capaces de despertar un anhelo en la ciudadanía que afirme el proyecto europeo, con la misma convicción con la que Molly Bloom pone fin a la novela de Joyce en su famoso soliloquio de síes concatenados: «yes I said yes I will Yes».
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