Por Antonio Elorza (EL PAÍS, 27/06/08):
La gestación del conflicto remite a los primeros años de la República turca. El proyecto de modernización autoritaria de Kemal Atatürk, de contenido laico y europeísta, pudo triunfar gracias al desplome del imperio otomano y por el inmenso prestigio obtenido con la victoria militar contra Grecia. La religión quedó entonces como último bastión frente al cambio, y si bien se vio obligada a retroceder, desprestigiada políticamente por su vinculación al antiguo régimen, no por eso dejó de contar con el respaldo mayoritario en la sociedad cada vez que el régimen kemalista se abrió a la democracia. La secuencia de prohibiciones de partidos religiosos y golpes militares, desde los tiempos de Kemal hasta fines de los 90, fue el reflejo de esa tensión.
Pero ahora parecía alcanzado el equilibrio con la llegada al Gobierno de un partido islamista dispuesto en principio a acentuar la modernización, vincularse a Europa y mantener el respeto a una Constitución que literalmente blindaba al Estado secular. Así estaría el país en condiciones de abordar las reformas imprescindibles para el acceso a la Unión Europea, al consagrar el respeto a los derechos civiles, eliminar la tutela del Ejército sobre las instituciones, suprimir el ultranacionalista artículo 301 del Código Penal en virtud del cual fueron acusados Orhan Pamuk y el escritor armenio Hrant Dink (cuyo asesinato posterior sigue en la práctica impune) y, tal vez, soñemos, mostrarse realista en la cuestión de Chipre y justo al reconocer la herida de ese genocidio armenio que como muestra el reciente libro de Gurriarán, Armenios, gravita aún sobre los herederos de las víctimas. Nadie podría entonces cerrarle a Turquía las puertas de Europa.
Todo se ha venido abajo con la batalla sobre el velo. En principio, la cosa no debiera ser tan grave, ya que la restricción levantada por el Parlamento y restablecida por el Constitucional se limita a las universidades, y no afecta al uso masivo de la prenda en la vida civil. No existen las restricciones a la libertad religiosa en Turquía de que habla el ministro Ali Babacan.
Sólo que el tema ha destapado la dureza del enfrentamiento entre el laicismo intransigente a la defensiva de juristas y militares, de un lado, e islamistas gubernamentales de otro. Hasta el punto de que pronto el Tribunal Constitucional puede declarar la ilegalización del partido de gobierno y condenar a decenas de sus dirigentes, con Erdogan a la cabeza, por impulsar una anticonstitucional islamización del país. Ya con anterioridad el mismo fiscal Yalçincaya había promovido la ilegalización del partido nacionalista kurdo, con veinte diputados, cuyas “actuaciones e ideas” les convertirían en instrumento del independentista y terrorista PKK. Un poco más y vacía el Parlamento de Ankara.
Lo cual no debe llevarnos a la angelización de Erdogan, que ha elegido la línea de aceptar la prueba de fuerza. ¿Por qué Parlamento contra Tribunal si en la Constitución están los artículos 2, 4 y 148? ¿Por qué reaccionar enviando al infierno a sus antagonistas citando el versículo 7.179 del Corán? ¿Por qué emplear los recursos del Estado laico desde la Dirección de Asuntos Religiosos preparando una actualización de los hadices o sentencias de Mahoma si no se está pensando en reintroducir la sharía (Corán más hadices) en la legislación del país?
Y si el supervisor del mastodóntico proyecto, Mehmet Gormez, asegura que hay sólo un islam, rechazando ser un islamista moderado, que no será borrado ni un hadiz ni alterada la palabra de Alá, tal puesta al día es ante todo de temer. Hay en los 7.000 hadices de las compilaciones fiables (sahih) demasiados yihad como guerra, antijudaísmo y voluntad punitiva. En suma, la línea de Erdogan apunta a una islamización larvada, conforme destacan los representantes de los 15 millones de alevíes, que le han retirado su colaboración. Ahora bien, son signos, no pruebas.
Acaba de proponer Juan Goytisolo razonablemente que el tránsito musulmán hacia la democracia no sea forzado desde Occidente. Es menos seguro, sin embargo, que las cosas se vean mejor desde dentro cuando la atmósfera es autoritaria (su propio caso en Marruecos) y que debamos menospreciar el peso ideológico de los orígenes en el islam.
Las normas del Corán y de los hadices son de obligado cumplimiento, incluso para islamistas modernizadores como los turcos o como Tariq Ramadan: de ahí que tenga éste que admitir a regañadientes el castigo físico a la mujer desobediente, la pena de muerte para los apóstatas o esa misma centralidad del velo en que ha caído Erdogan. Cierto que islamismo no equivale a nazismo, pero dentro del abanico de islamismos, siempre orientados a regir las sociedades por la sharía o ley coránica, las fórmulas radicales, de los Hermanos Musulmanes a los tablighi o a los wahhabíes de Arabia Saudí, desembocan inevitablemente en un totalitarismo horizontal o totalismo, sociedades cerradas en que todos cumplan con el mandato de “ordenar el bien y prohibir el mal”.
Ante la ejecutoria de Erdogan, es de rigor la desconfianza, pero también lo es el reconocimiento de que el fracaso forzado de su conciliación hoy amenazada entre islam y democracia supondría un desastre para Turquía y para Europa.
La gestación del conflicto remite a los primeros años de la República turca. El proyecto de modernización autoritaria de Kemal Atatürk, de contenido laico y europeísta, pudo triunfar gracias al desplome del imperio otomano y por el inmenso prestigio obtenido con la victoria militar contra Grecia. La religión quedó entonces como último bastión frente al cambio, y si bien se vio obligada a retroceder, desprestigiada políticamente por su vinculación al antiguo régimen, no por eso dejó de contar con el respaldo mayoritario en la sociedad cada vez que el régimen kemalista se abrió a la democracia. La secuencia de prohibiciones de partidos religiosos y golpes militares, desde los tiempos de Kemal hasta fines de los 90, fue el reflejo de esa tensión.
Pero ahora parecía alcanzado el equilibrio con la llegada al Gobierno de un partido islamista dispuesto en principio a acentuar la modernización, vincularse a Europa y mantener el respeto a una Constitución que literalmente blindaba al Estado secular. Así estaría el país en condiciones de abordar las reformas imprescindibles para el acceso a la Unión Europea, al consagrar el respeto a los derechos civiles, eliminar la tutela del Ejército sobre las instituciones, suprimir el ultranacionalista artículo 301 del Código Penal en virtud del cual fueron acusados Orhan Pamuk y el escritor armenio Hrant Dink (cuyo asesinato posterior sigue en la práctica impune) y, tal vez, soñemos, mostrarse realista en la cuestión de Chipre y justo al reconocer la herida de ese genocidio armenio que como muestra el reciente libro de Gurriarán, Armenios, gravita aún sobre los herederos de las víctimas. Nadie podría entonces cerrarle a Turquía las puertas de Europa.
Todo se ha venido abajo con la batalla sobre el velo. En principio, la cosa no debiera ser tan grave, ya que la restricción levantada por el Parlamento y restablecida por el Constitucional se limita a las universidades, y no afecta al uso masivo de la prenda en la vida civil. No existen las restricciones a la libertad religiosa en Turquía de que habla el ministro Ali Babacan.
Sólo que el tema ha destapado la dureza del enfrentamiento entre el laicismo intransigente a la defensiva de juristas y militares, de un lado, e islamistas gubernamentales de otro. Hasta el punto de que pronto el Tribunal Constitucional puede declarar la ilegalización del partido de gobierno y condenar a decenas de sus dirigentes, con Erdogan a la cabeza, por impulsar una anticonstitucional islamización del país. Ya con anterioridad el mismo fiscal Yalçincaya había promovido la ilegalización del partido nacionalista kurdo, con veinte diputados, cuyas “actuaciones e ideas” les convertirían en instrumento del independentista y terrorista PKK. Un poco más y vacía el Parlamento de Ankara.
Lo cual no debe llevarnos a la angelización de Erdogan, que ha elegido la línea de aceptar la prueba de fuerza. ¿Por qué Parlamento contra Tribunal si en la Constitución están los artículos 2, 4 y 148? ¿Por qué reaccionar enviando al infierno a sus antagonistas citando el versículo 7.179 del Corán? ¿Por qué emplear los recursos del Estado laico desde la Dirección de Asuntos Religiosos preparando una actualización de los hadices o sentencias de Mahoma si no se está pensando en reintroducir la sharía (Corán más hadices) en la legislación del país?
Y si el supervisor del mastodóntico proyecto, Mehmet Gormez, asegura que hay sólo un islam, rechazando ser un islamista moderado, que no será borrado ni un hadiz ni alterada la palabra de Alá, tal puesta al día es ante todo de temer. Hay en los 7.000 hadices de las compilaciones fiables (sahih) demasiados yihad como guerra, antijudaísmo y voluntad punitiva. En suma, la línea de Erdogan apunta a una islamización larvada, conforme destacan los representantes de los 15 millones de alevíes, que le han retirado su colaboración. Ahora bien, son signos, no pruebas.
Acaba de proponer Juan Goytisolo razonablemente que el tránsito musulmán hacia la democracia no sea forzado desde Occidente. Es menos seguro, sin embargo, que las cosas se vean mejor desde dentro cuando la atmósfera es autoritaria (su propio caso en Marruecos) y que debamos menospreciar el peso ideológico de los orígenes en el islam.
Las normas del Corán y de los hadices son de obligado cumplimiento, incluso para islamistas modernizadores como los turcos o como Tariq Ramadan: de ahí que tenga éste que admitir a regañadientes el castigo físico a la mujer desobediente, la pena de muerte para los apóstatas o esa misma centralidad del velo en que ha caído Erdogan. Cierto que islamismo no equivale a nazismo, pero dentro del abanico de islamismos, siempre orientados a regir las sociedades por la sharía o ley coránica, las fórmulas radicales, de los Hermanos Musulmanes a los tablighi o a los wahhabíes de Arabia Saudí, desembocan inevitablemente en un totalitarismo horizontal o totalismo, sociedades cerradas en que todos cumplan con el mandato de “ordenar el bien y prohibir el mal”.
Ante la ejecutoria de Erdogan, es de rigor la desconfianza, pero también lo es el reconocimiento de que el fracaso forzado de su conciliación hoy amenazada entre islam y democracia supondría un desastre para Turquía y para Europa.
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