Por Jorge Volpi, escritor mexicano (EL PAÍS, 27/06/08):
A fines de los noventa, mientras preparaba mi doctorado en Salamanca, descubrí que era latinoamericano. Durante los 30 años que viví en México jamás reparé en esa condición: sólo el contraste con mis anfitriones españoles, más directos y claros que mis compañeros costarricenses, venezolanos y colombianos, me hizo sentir parte de la comunidad bolivariana. La identidad, comprendí entonces, es mutable y se construye en perpetuo contraste con los otros.
Aun así, frente a los conflictos que desgarraban a otros países europeos, en esa época España lucía como un paraíso para los inmigrantes, en especial para los pocos que, como yo, disfrutaban de un visado. Salvo un par de ocasiones en que, con más torpeza geográfica que discriminatoria, fui llamado sudaca, siempre me sentí bien acogido, en casa.
Más o menos en esa época el presidente del Gobierno español proclamó: “España va bien”, y de la noche a la mañana miles de ciudadanos de países que no iban tan bien giraron sus brújulas hacia esa nación cuyos habitantes tanto se enorgullecían de su hospitalidad hacia los extranjeros, acaso porque aún no se topaban con ellos en cada esquina.
Han pasado diez años desde entonces y España ha dejado de ser aquel reducto. Sus grandes ciudades se han poblado de restaurantes mexicanos, peruanos y argentinos -por no hablar de marroquíes-, símbolos de los cientos de miles de latinoamericanos que ahora viven y trabajan, con o sin papeles, en sus tierras.
Como era natural que sucediera, el racismo y la discriminación han aumentado ante este flujo repentino, pero no de manera alarmante. Incluso, adelantándose a su tiempo y despertando la ira de la derecha europea, el primer Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero decretó una amplia regularización de indocumentados -para usar el término de los mexicanos en Estados Unidos- aunque, como me hizo ver José María Ridao hace poco, en términos económicos se tratase más bien de una regularización de empleos.
De forma predecible, la derecha no tardó en aprovechar el descontento o la simple molestia de ciertos sectores de la población -los parados o quienes de pronto se fijaban en el acento o el color de la piel en las filas de los servicios sociales- para obtener un beneficio electoral. Sin papeles y extranjeros ilegales comenzaron a llenar las primeras planas gracias a políticos sin escrúpulos que confiaban en ganar votos recogiendo -o de plano inspirando- el miedo de sus electores.
Menos previsible ha sido la forma cómo el actual Gobierno socialista ha reculado frente asus posiciones anteriores y, en vez de priorizar la defensa de los derechos humanos -uno de sus principios esenciales-, ha preferido congraciarse con la derecha europea.
Hay que repetirlo con claridad: el nacionalismo es -siempre ha sido- una fuente de discriminación basada en el más puro azar. Uno no puede decidir dónde nacer -el jus soli- o de dónde son sus padres -el jus sanguini-, de modo que el acta de nacimiento, el pasaporte y el DNI son instrumentos que el poder impone a los individuos de forma arbitraria: el biopoder denunciado por Foucault.
¿Qué diferencia a un niño nacido en Albacete de padres españoles de uno nacido en Madrid de padres ecuatorianos, aun si éstos son ilegales? Nada, excepto que uno de ellos puede ser enviado a un lugar que ni siquiera conoce y el otro no. ¿Y a un adulto peruano y uno español, ambos con empleos legales en Madrid? Nada excepto que, sin haber cometido delito alguno, uno puede ser internado durante semanas en una cárcel -desterremos el eufemismo un centro de detención- o expulsado del hogar que ha elegido libremente -repatriado- y otro no. Ambos trabajan, ambos pagan impuestos, ambos se ganan la vida. ¿Por qué esta injusticia? Porque a uno le hace falta un papel: eso es todo.
Mi amigo Nacho Padilla, también alumno de Salamanca, escribió un magnífico cuento para niños, Los papeles del dragón típico. Un día el dragón de los cuentos extravía sus papeles -aquellos que lo acreditan como dragón- y a partir de entonces ninguna princesa acepta ser raptada por él y ningún príncipe quiere combatirlo. Poco a poco deja de ser relevante y al final se desvanece. Carecer de papeles significa dejar de existir. O, en nuestro mundo, dejar de ser visto como humano.
La nueva directiva europea sobre inmigración, como las que existen en otros países -incluido, dolorosa y patéticamente, el mío, México-, legitima la discriminación de Estado. Todos odiamos las comparaciones con el nazismo, pero ello no impide denunciar la lógica fascista de este tipo de ordenamientos. Ahora nos parece monstruoso que se haya discriminado a los judíos a causa de su “raza”: un concepto inventado por el poder para legitimar la persecución. ¿No es igual de atroz discriminar a alguien por su “nacionalidad”, otro concepto igualmente arbitrario?
En su artículo 13, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre establece: “1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”. Uno tiene derecho a vivir y trabajar legalmente en cualquier parte: interpretar este precepto de otra forma significa acotar, impunemente, la igualdad entre los seres humanos. Duele oír que los socialistas españoles hablen de regular la “inmigración legal” y rechazar la “inmigración ilegal”, porque en esta última sólo cabrían quienes han sido arrancados de su país contra su voluntad y, aun en ese caso, la ilegalidad sólo afecta a los tratantes, no a las víctimas.
Basta de hipocresías: la derecha ha ganado la partida desde el momento en que incluso la izquierda teme defender a seres humanos que sólo persiguen un mejor nivel de vida y cuyo único delito es no haber nacido en el lugar correcto. Hace unos meses viajé de México, donde ahora resido, a Barcelona, una ciudad tan importante en mi mundo imaginario como Salamanca. Por primera vez el guardia fronterizo me exigió mi boleto de regreso y me llenó de improperios al no poder mostrárselo. He vivido casi cinco años en España y no tengo dudas: también es mi país aunque no tenga -y quizás nunca vaya a tener- papeles para demostrarlo. De tenerlos, hubiese votado por los socialistas. Y ahora me sentiría doblemente dolido al constatar su olvido y su traición.
A fines de los noventa, mientras preparaba mi doctorado en Salamanca, descubrí que era latinoamericano. Durante los 30 años que viví en México jamás reparé en esa condición: sólo el contraste con mis anfitriones españoles, más directos y claros que mis compañeros costarricenses, venezolanos y colombianos, me hizo sentir parte de la comunidad bolivariana. La identidad, comprendí entonces, es mutable y se construye en perpetuo contraste con los otros.
Aun así, frente a los conflictos que desgarraban a otros países europeos, en esa época España lucía como un paraíso para los inmigrantes, en especial para los pocos que, como yo, disfrutaban de un visado. Salvo un par de ocasiones en que, con más torpeza geográfica que discriminatoria, fui llamado sudaca, siempre me sentí bien acogido, en casa.
Más o menos en esa época el presidente del Gobierno español proclamó: “España va bien”, y de la noche a la mañana miles de ciudadanos de países que no iban tan bien giraron sus brújulas hacia esa nación cuyos habitantes tanto se enorgullecían de su hospitalidad hacia los extranjeros, acaso porque aún no se topaban con ellos en cada esquina.
Han pasado diez años desde entonces y España ha dejado de ser aquel reducto. Sus grandes ciudades se han poblado de restaurantes mexicanos, peruanos y argentinos -por no hablar de marroquíes-, símbolos de los cientos de miles de latinoamericanos que ahora viven y trabajan, con o sin papeles, en sus tierras.
Como era natural que sucediera, el racismo y la discriminación han aumentado ante este flujo repentino, pero no de manera alarmante. Incluso, adelantándose a su tiempo y despertando la ira de la derecha europea, el primer Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero decretó una amplia regularización de indocumentados -para usar el término de los mexicanos en Estados Unidos- aunque, como me hizo ver José María Ridao hace poco, en términos económicos se tratase más bien de una regularización de empleos.
De forma predecible, la derecha no tardó en aprovechar el descontento o la simple molestia de ciertos sectores de la población -los parados o quienes de pronto se fijaban en el acento o el color de la piel en las filas de los servicios sociales- para obtener un beneficio electoral. Sin papeles y extranjeros ilegales comenzaron a llenar las primeras planas gracias a políticos sin escrúpulos que confiaban en ganar votos recogiendo -o de plano inspirando- el miedo de sus electores.
Menos previsible ha sido la forma cómo el actual Gobierno socialista ha reculado frente asus posiciones anteriores y, en vez de priorizar la defensa de los derechos humanos -uno de sus principios esenciales-, ha preferido congraciarse con la derecha europea.
Hay que repetirlo con claridad: el nacionalismo es -siempre ha sido- una fuente de discriminación basada en el más puro azar. Uno no puede decidir dónde nacer -el jus soli- o de dónde son sus padres -el jus sanguini-, de modo que el acta de nacimiento, el pasaporte y el DNI son instrumentos que el poder impone a los individuos de forma arbitraria: el biopoder denunciado por Foucault.
¿Qué diferencia a un niño nacido en Albacete de padres españoles de uno nacido en Madrid de padres ecuatorianos, aun si éstos son ilegales? Nada, excepto que uno de ellos puede ser enviado a un lugar que ni siquiera conoce y el otro no. ¿Y a un adulto peruano y uno español, ambos con empleos legales en Madrid? Nada excepto que, sin haber cometido delito alguno, uno puede ser internado durante semanas en una cárcel -desterremos el eufemismo un centro de detención- o expulsado del hogar que ha elegido libremente -repatriado- y otro no. Ambos trabajan, ambos pagan impuestos, ambos se ganan la vida. ¿Por qué esta injusticia? Porque a uno le hace falta un papel: eso es todo.
Mi amigo Nacho Padilla, también alumno de Salamanca, escribió un magnífico cuento para niños, Los papeles del dragón típico. Un día el dragón de los cuentos extravía sus papeles -aquellos que lo acreditan como dragón- y a partir de entonces ninguna princesa acepta ser raptada por él y ningún príncipe quiere combatirlo. Poco a poco deja de ser relevante y al final se desvanece. Carecer de papeles significa dejar de existir. O, en nuestro mundo, dejar de ser visto como humano.
La nueva directiva europea sobre inmigración, como las que existen en otros países -incluido, dolorosa y patéticamente, el mío, México-, legitima la discriminación de Estado. Todos odiamos las comparaciones con el nazismo, pero ello no impide denunciar la lógica fascista de este tipo de ordenamientos. Ahora nos parece monstruoso que se haya discriminado a los judíos a causa de su “raza”: un concepto inventado por el poder para legitimar la persecución. ¿No es igual de atroz discriminar a alguien por su “nacionalidad”, otro concepto igualmente arbitrario?
En su artículo 13, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre establece: “1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”. Uno tiene derecho a vivir y trabajar legalmente en cualquier parte: interpretar este precepto de otra forma significa acotar, impunemente, la igualdad entre los seres humanos. Duele oír que los socialistas españoles hablen de regular la “inmigración legal” y rechazar la “inmigración ilegal”, porque en esta última sólo cabrían quienes han sido arrancados de su país contra su voluntad y, aun en ese caso, la ilegalidad sólo afecta a los tratantes, no a las víctimas.
Basta de hipocresías: la derecha ha ganado la partida desde el momento en que incluso la izquierda teme defender a seres humanos que sólo persiguen un mejor nivel de vida y cuyo único delito es no haber nacido en el lugar correcto. Hace unos meses viajé de México, donde ahora resido, a Barcelona, una ciudad tan importante en mi mundo imaginario como Salamanca. Por primera vez el guardia fronterizo me exigió mi boleto de regreso y me llenó de improperios al no poder mostrárselo. He vivido casi cinco años en España y no tengo dudas: también es mi país aunque no tenga -y quizás nunca vaya a tener- papeles para demostrarlo. De tenerlos, hubiese votado por los socialistas. Y ahora me sentiría doblemente dolido al constatar su olvido y su traición.
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