Por Josep Ramoneda (EL PAÍS, 20/06/08):
La buena sociedad. “La buena sociedad es aquella en que el entorno social y político permite a los individuos desarrollar una identidad autónoma o una relación positiva consigo mismos”. La frase es de Axel Honneth, quizás la voz más interesante que tiene hoy la vieja Escuela de Frankfurt. O sea, que en la buena sociedad los ciudadanos deben poder ser lo que quieran ser, sin pasar por las experiencias dolorosas del desprecio y de la negación del reconocimiento.
Los partidos de izquierdas se siguen llamando socialistas cuando a los ojos de la mayoría de los ciudadanos esta palabra representa hoy una idea de sociedad que ni es viable ni es siquiera deseable. Lo primero que tiene que hacer la izquierda, si quiere renovarse, es saber explicar en qué tipo de sociedad piensa. La definición de Honneth me parece un buen punto de partida que pone el énfasis en la plena realización personal. Como recuerda otro filósofo, Kwame Appiah, el cosmopolitismo moderno se basa en que “cada individuo lleva la carga de la responsabilidad definitiva de su propia vida”, es decir, de autogobernarse. Crear las condiciones para que esto sea posible y asegurar que seguimos siendo una sola humanidad, debe ser el ideal regulador de las políticas de izquierdas. Dice Avishai Margalit que una sociedad decente es aquella en la que las instituciones no humillan a los ciudadanos. La tarea de la izquierda empieza por aquí: por gobernar para el reconocimiento de todos y con el respeto para todos que exige la más elemental noción de servicio público.
- El liderazgo del cambio. La idea de izquierda sólo tiene sentido si va unida a la idea de progreso y cambio social. La izquierda se vuelve conservadora cuando pierde el pulso del sentido de la historia y siente pánico ante los cambios tecnológicos y científicos. Responde reactivamente y, a menudo, confunde frenarlos con gobernarlos. De modo que la izquierda necesita saber dónde está el progreso, en un doble sentido: ¿qué cambio social es el que nos acerca más a la idea de sociedad que opera como idea regulativa? ¿Cuáles son los agentes sociales de este cambio? La izquierda no puede confundir los instrumentos con los fines. El crecimiento o la competitividad pueden ser el horizonte ideológico insuperable para la derecha, no para la izquierda. La izquierda tiene que preguntarse: crecimiento, ¿para qué?; competitividad, ¿para qué?
La estructura social ha cambiado mucho. Hemos asistido al declive de la noción de clase como factor identitario. Al mismo tiempo, la clase obrera ha dejado de ser una fuerza homogénea capaz de actuar como motor del cambio social. Las mutaciones del capitalismo han pillado a la izquierda a contrapié. Y ésta se mueve hoy en un terreno doblemente ambiguo. En lo social, siente que su suelo es movedizo: las élites urbanas más preparadas para las exigencias del progreso le abandonan a menudo. En lo ideológico, se mueve entre la aceptación incondicional del paradigma liberal y la defensa de su herencia más sólida: el Estado de bienestar. Construir una vía nueva a partir de estas dos bases significa recuperar la iniciativa del cambio, sintonizando con los sectores sociales que pueden devolver a la política la capacidad normativa que ahora está en manos del dinero.
- El reconocimiento. Si el ideal es la plena autonomía del individuo, el reconocimiento debe sustituir a la lógica de la política asistencial. La asistencia es unidireccional, el reconocimiento es transitivo y mutuo y exige políticamente el compromiso de luchar contra todo aquello que obstaculiza la autorrealización individual, es decir, contra los abusos de poder, tanto en las relaciones entre ciudadanos como en las relaciones de los ciudadanos con el Estado y las instituciones.
Las políticas de reconocimiento son esenciales para la izquierda: de ahí la importancia de la ley de matrimonios homosexuales, la legislación de género o las regulaciones masivas de inmigrantes, tres ejemplos del tipo de decisiones de los que la izquierda no se debería avergonzar nunca.
La izquierda ha buscado siempre la manera de encontrar equilibrios sostenibles entre Estado, trabajo y capital. Pero esta contracción del espacio y aceleración del tiempo que llamamos globalización ha generado una sensación extendida de vulnerabilidad, fruto de un desplazamiento masivo de dinero, mercancías, ideas y, en menor medida, personas a través del mundo. Reconocer al ciudadano su derecho a ser como quiera es otorgarle un cierto amparo tanto ante los vértigos de cambio como ante los intentos comunitaristas de determinar su identidad por la vía de la pertenencia a un grupo. Es cierto que la izquierda ha tenido dificultades para entender la complejidad de la economía humana del deseo y, por tanto, para decodificar fenómenos como los nacionalismos o las religiones. También en este terreno tienen que ser efectivas las políticas de reconocimiento, sobre la base del pluralismo y de la crítica a la fractura multiculturalista. Pero la izquierda tendrá siempre inevitablemente una dimensión cosmopolita.
- La radicalidad democrática. Anthony Giddens plantea la renovación de la tercera vía del laborismo inglés a partir de la idea de seguridad. Naturalmente, la sensación de vulnerabilidad que amenaza hoy las distintas condiciones de un ciudadano de identidad polivalente, requiere políticas de seguridad. Pero la izquierda no puede caer en la trampa de explotar el miedo de los ciudadanos convirtiendo la seguridad en ideología como hace la derecha. La seguridad forma parte de las condiciones de desarrollo de una vida autónoma. Y, por tanto, no puede reducirse a la seguridad en sentido policial y militar. Se necesita seguridad jurídica, en el trabajo, para moverse, para asociarse, para la libre expresión, es decir, seguridad de que hay un marco de garantías comunes. La seguridad no puede ser la coartada para un sistema de control social cada día más invasivo.
Años atrás, decíamos que era un régimen totalitario aquél en el que no hay espacio para lo privado. La vida privada está hoy expuesta a la visibilidad, con el consentimiento de los parlamentos democráticos, hasta tal punto que algunos teóricos hablan ya de tiempos posdemocráticos. La izquierda debe ser radical en la defensa de la democracia. Al fin y al cabo, la ley de base democrática es la mejor arma que tienen los ciudadanos para defenderse de los abusos de poder.
- La renta básica. Pero la izquierda, además, no puede abandonar la idea de justicia social. Sin ella, su razón de ser quedaría limitada, convertida en una simple vía complementaria para el proceso de selección de las élites gobernantes. De la idea de justicia social derivan los principios básicos de la tradición socialdemócrata: la igualdad política, de oportunidades, la justicia distributiva. La izquierda no puede hacer seguidismo de la derecha desacreditando el papel del Estado y convirtiendo la reducción de los impuestos en mito ideológico.
Los impuestos no son un fin, son un instrumento. La calidad de servicios y la distribución de la carga impositiva -que no puede pesar sólo sobre los asalariados- es lo que determina el sentido de una política. En este horizonte, el derecho a un mínimo social garantizado, la renta básica, parece la última defensa para que la idea de igualdad tenga todavía sentido.
- El reformismo. Desde que vivimos en un presente continuo, el pasado tiene una función estrictamente mítica y el futuro se ha desdibujado, la izquierda encuentra enormes dificultades para actuar como proyecto de renovación integradora. Cada vez acepta más resignadamente el papel de una de las dos caras de la alternancia en la sociedad democrática, como si su función fuera de actor invitado al juego de las apariencias del cambio para que nada cambie. En este principio de siglo XXI, el espejismo de las aguas tranquilas, que nos dibujaron los discursos de fin de la historia y de la posmodernidad, se ha desvanecido. Estamos en una dinámica de cambio y la izquierda debe intentar orientarla, procurando que ésta no signifique la marginación definitiva de millones de personas. Y haciendo del reconocimiento de todos y cada uno de los ciudadanos su razón política. Por eso, resulta insoportable cuando la izquierda se apunta a las políticas de humillación en materia de inmigración.
El premio Nobel de Economía Robert Solow, analizando las políticas de Reagan, decía que la derecha siempre defiende más poder para los más poderosos y más dinero para los más ricos. En la desorientación actual de la izquierda, a menudo, da la impresión de que esto mismo se podría predicar de ella. Y si seguir hablando de izquierda tiene algún sentido es precisamente para contrarestar esta tendencia. No hay que confundir liderar el cambio social con entregarse en manos de los ricos y poderosos.
La buena sociedad. “La buena sociedad es aquella en que el entorno social y político permite a los individuos desarrollar una identidad autónoma o una relación positiva consigo mismos”. La frase es de Axel Honneth, quizás la voz más interesante que tiene hoy la vieja Escuela de Frankfurt. O sea, que en la buena sociedad los ciudadanos deben poder ser lo que quieran ser, sin pasar por las experiencias dolorosas del desprecio y de la negación del reconocimiento.
Los partidos de izquierdas se siguen llamando socialistas cuando a los ojos de la mayoría de los ciudadanos esta palabra representa hoy una idea de sociedad que ni es viable ni es siquiera deseable. Lo primero que tiene que hacer la izquierda, si quiere renovarse, es saber explicar en qué tipo de sociedad piensa. La definición de Honneth me parece un buen punto de partida que pone el énfasis en la plena realización personal. Como recuerda otro filósofo, Kwame Appiah, el cosmopolitismo moderno se basa en que “cada individuo lleva la carga de la responsabilidad definitiva de su propia vida”, es decir, de autogobernarse. Crear las condiciones para que esto sea posible y asegurar que seguimos siendo una sola humanidad, debe ser el ideal regulador de las políticas de izquierdas. Dice Avishai Margalit que una sociedad decente es aquella en la que las instituciones no humillan a los ciudadanos. La tarea de la izquierda empieza por aquí: por gobernar para el reconocimiento de todos y con el respeto para todos que exige la más elemental noción de servicio público.
- El liderazgo del cambio. La idea de izquierda sólo tiene sentido si va unida a la idea de progreso y cambio social. La izquierda se vuelve conservadora cuando pierde el pulso del sentido de la historia y siente pánico ante los cambios tecnológicos y científicos. Responde reactivamente y, a menudo, confunde frenarlos con gobernarlos. De modo que la izquierda necesita saber dónde está el progreso, en un doble sentido: ¿qué cambio social es el que nos acerca más a la idea de sociedad que opera como idea regulativa? ¿Cuáles son los agentes sociales de este cambio? La izquierda no puede confundir los instrumentos con los fines. El crecimiento o la competitividad pueden ser el horizonte ideológico insuperable para la derecha, no para la izquierda. La izquierda tiene que preguntarse: crecimiento, ¿para qué?; competitividad, ¿para qué?
La estructura social ha cambiado mucho. Hemos asistido al declive de la noción de clase como factor identitario. Al mismo tiempo, la clase obrera ha dejado de ser una fuerza homogénea capaz de actuar como motor del cambio social. Las mutaciones del capitalismo han pillado a la izquierda a contrapié. Y ésta se mueve hoy en un terreno doblemente ambiguo. En lo social, siente que su suelo es movedizo: las élites urbanas más preparadas para las exigencias del progreso le abandonan a menudo. En lo ideológico, se mueve entre la aceptación incondicional del paradigma liberal y la defensa de su herencia más sólida: el Estado de bienestar. Construir una vía nueva a partir de estas dos bases significa recuperar la iniciativa del cambio, sintonizando con los sectores sociales que pueden devolver a la política la capacidad normativa que ahora está en manos del dinero.
- El reconocimiento. Si el ideal es la plena autonomía del individuo, el reconocimiento debe sustituir a la lógica de la política asistencial. La asistencia es unidireccional, el reconocimiento es transitivo y mutuo y exige políticamente el compromiso de luchar contra todo aquello que obstaculiza la autorrealización individual, es decir, contra los abusos de poder, tanto en las relaciones entre ciudadanos como en las relaciones de los ciudadanos con el Estado y las instituciones.
Las políticas de reconocimiento son esenciales para la izquierda: de ahí la importancia de la ley de matrimonios homosexuales, la legislación de género o las regulaciones masivas de inmigrantes, tres ejemplos del tipo de decisiones de los que la izquierda no se debería avergonzar nunca.
La izquierda ha buscado siempre la manera de encontrar equilibrios sostenibles entre Estado, trabajo y capital. Pero esta contracción del espacio y aceleración del tiempo que llamamos globalización ha generado una sensación extendida de vulnerabilidad, fruto de un desplazamiento masivo de dinero, mercancías, ideas y, en menor medida, personas a través del mundo. Reconocer al ciudadano su derecho a ser como quiera es otorgarle un cierto amparo tanto ante los vértigos de cambio como ante los intentos comunitaristas de determinar su identidad por la vía de la pertenencia a un grupo. Es cierto que la izquierda ha tenido dificultades para entender la complejidad de la economía humana del deseo y, por tanto, para decodificar fenómenos como los nacionalismos o las religiones. También en este terreno tienen que ser efectivas las políticas de reconocimiento, sobre la base del pluralismo y de la crítica a la fractura multiculturalista. Pero la izquierda tendrá siempre inevitablemente una dimensión cosmopolita.
- La radicalidad democrática. Anthony Giddens plantea la renovación de la tercera vía del laborismo inglés a partir de la idea de seguridad. Naturalmente, la sensación de vulnerabilidad que amenaza hoy las distintas condiciones de un ciudadano de identidad polivalente, requiere políticas de seguridad. Pero la izquierda no puede caer en la trampa de explotar el miedo de los ciudadanos convirtiendo la seguridad en ideología como hace la derecha. La seguridad forma parte de las condiciones de desarrollo de una vida autónoma. Y, por tanto, no puede reducirse a la seguridad en sentido policial y militar. Se necesita seguridad jurídica, en el trabajo, para moverse, para asociarse, para la libre expresión, es decir, seguridad de que hay un marco de garantías comunes. La seguridad no puede ser la coartada para un sistema de control social cada día más invasivo.
Años atrás, decíamos que era un régimen totalitario aquél en el que no hay espacio para lo privado. La vida privada está hoy expuesta a la visibilidad, con el consentimiento de los parlamentos democráticos, hasta tal punto que algunos teóricos hablan ya de tiempos posdemocráticos. La izquierda debe ser radical en la defensa de la democracia. Al fin y al cabo, la ley de base democrática es la mejor arma que tienen los ciudadanos para defenderse de los abusos de poder.
- La renta básica. Pero la izquierda, además, no puede abandonar la idea de justicia social. Sin ella, su razón de ser quedaría limitada, convertida en una simple vía complementaria para el proceso de selección de las élites gobernantes. De la idea de justicia social derivan los principios básicos de la tradición socialdemócrata: la igualdad política, de oportunidades, la justicia distributiva. La izquierda no puede hacer seguidismo de la derecha desacreditando el papel del Estado y convirtiendo la reducción de los impuestos en mito ideológico.
Los impuestos no son un fin, son un instrumento. La calidad de servicios y la distribución de la carga impositiva -que no puede pesar sólo sobre los asalariados- es lo que determina el sentido de una política. En este horizonte, el derecho a un mínimo social garantizado, la renta básica, parece la última defensa para que la idea de igualdad tenga todavía sentido.
- El reformismo. Desde que vivimos en un presente continuo, el pasado tiene una función estrictamente mítica y el futuro se ha desdibujado, la izquierda encuentra enormes dificultades para actuar como proyecto de renovación integradora. Cada vez acepta más resignadamente el papel de una de las dos caras de la alternancia en la sociedad democrática, como si su función fuera de actor invitado al juego de las apariencias del cambio para que nada cambie. En este principio de siglo XXI, el espejismo de las aguas tranquilas, que nos dibujaron los discursos de fin de la historia y de la posmodernidad, se ha desvanecido. Estamos en una dinámica de cambio y la izquierda debe intentar orientarla, procurando que ésta no signifique la marginación definitiva de millones de personas. Y haciendo del reconocimiento de todos y cada uno de los ciudadanos su razón política. Por eso, resulta insoportable cuando la izquierda se apunta a las políticas de humillación en materia de inmigración.
El premio Nobel de Economía Robert Solow, analizando las políticas de Reagan, decía que la derecha siempre defiende más poder para los más poderosos y más dinero para los más ricos. En la desorientación actual de la izquierda, a menudo, da la impresión de que esto mismo se podría predicar de ella. Y si seguir hablando de izquierda tiene algún sentido es precisamente para contrarestar esta tendencia. No hay que confundir liderar el cambio social con entregarse en manos de los ricos y poderosos.
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