Por Claudio Aranzadi, ingeniero industrial y economista (EL PAÍS, 12/06/08):
Como apunta Marcel Coderch en su interesante artículo en EL PAÍS del 2 de junio, en un marco institucional liberalizado para el sector eléctrico como el prescrito por la Directiva 2003/54, la elección del mix de generación corresponde a las empresas eléctricas. Éstas deberían, por tanto, decidir si invierten o no en nuevas centrales nucleares en función de la rentabilidad esperada de la inversión y de las restricciones establecidas por la normativa específica. Lógicamente, tanto los riesgos de mercado como los de inversión (plazos y costes) deberían ser soportados por las propias empresas.
Sin embargo, no parece que el contexto alcista de los precios de las materias primas influya desfavorablemente en la competitividad relativa de la opción nuclear frente a sus alternativas como nueva capacidad de generación de base (gas y carbón). El peso del coste del combustible en el coste de generación nuclear está en torno al 15% (40% para la generación con carbón y 75% para la generación con gas), por lo que la fuerte elevación del precio de los combustibles le afecta en menor medida. En mercados eléctricos competitivos, además, con precios del gas y del carbón al alza, las rentas inframarginales de las plantas nucleares se incrementan, mejorando su rentabilidad. El riesgo para la alternativa nuclear sería, más bien, que estos precios bajasen a medio y largo plazo. Además, los potenciales inversores en centrales nucleares de Tercera Generación (que enfrentan, a corto plazo, los riesgos de sobrecoste e incumplimiento de plazos de los primeros proyectos de inversión en reactores de nuevo tipo) pueden recurrir a mecanismos de cobertura del riesgo de mercado (contratos de suministro de energía eléctrica a muy largo plazo) y del riesgo de construcción (desplazamiento de este riesgo al vendor) en línea con la vía seguida en la inversión del reactor Olkiluoto 3 (Finlandia). O, alternativamente, demorar la decisión de invertir en nuevas plantas hasta que la repetición del mismo tipo de nuevo reactor nuclear permita despejar las incertidumbres del inversor y beneficiarse de las economías de aprendizaje.
En todo caso, los cálculos y las decisiones relativos a las nuevas inversiones en centrales nucleares de Tercera Generación corresponden a las empresas, en un contexto regulatorio que garantice la internalización de los diferentes costes (incluidos el de gestión de residuos y cobertura de riesgos y externalidades negativas atribuibles a esta tecnología); las externalidades positivas asociadas a su prácticamente nula emisión de CO2 vendrán reflejadas en el sobrecoste (vía impuesto o precio del derecho de emisión) de las tecnologías de generación alternativas con combustible fósil. La política energética deberá decidir si esta elección es posible (si se abandona o no la opción nuclear) y, en la hipótesis de continuidad de la generación eléctrica nuclear, si se incentiva o no esta alternativa.
Probablemente, la política más apropiada para España sería no impedir la continuidad a medio y largo plazo de la presencia de la tecnología nuclear en el mix de generación eléctrica, pero sin primar la elección de esta tecnología. Esto supondría permitir la inversión (sin incentivos específicos) en nuevas centrales de Tercera Generación en los emplazamientos existentes y el alargamiento de la vida de las centrales nucleares actualmente en operación más allá de los 40 años, siempre que existiese un dictamen favorable del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) y que el coste incremental de los requisitos exigidos por este organismo no eliminase la justificación económica de la prolongación.
Dado que los costes operativos medios de las centrales en operación representan entre un tercio y un cuarto de los costes totales medios estimados de una nueva central de generación de cualquier tecnología, el atractivo económico del alargamiento de la vida de las centrales parece claro, ya que no es probable que el coste incremental de las inversiones eventualmente exigidas por el CSN sea de una cuantía suficiente para colmar ese gap. Esto explica que la mayoría de las centrales en operación en EE UU hayan solicitado y obtenido una extensión de su licencia de funcionamiento en 20 años, ampliando así su vida hasta los 60 años. Esta prolongación, en un parque de generación muy equilibrado como el español (en donde la generación nuclear representa del orden del 20% del total de producción) permitiría, además, preservar la continuidad a medio plazo de la contribución de la generación eléctrica nuclear a la diversificación energética y a la limitación de emisiones de CO2, independientemente de la decisión de las empresas eléctricas relativa a eventuales inversiones en nuevas plantas de Tercera Generación. Por otro lado, se mantendrían los emplazamientos y la capacidad de gestión (con las mejoras exigibles) e ingeniería asociados a la operación de las centrales mientras las empresas y los responsables de la política energética disponen de una información más precisa en que fundamentar sus estrategias a largo plazo en relación a la opción nuclear. Parece razonable preservar un hilo de continuidad que no impida la inversión en reactores de Tercera Generación (aunque se demore la decisión), ni el posible acceso, si se confirma la viabilidad de su explotación comercial, a los sistemas nucleares de Cuarta Generación (reactores y tecnologías avanzadas de reciclaje de residuos) que supondría un salto cualitativo en seguridad, eficiencia, utilización intensiva del combustible y gestión de residuos.
Por supuesto, la aceptación de este planteamiento implica considerar que las ventajas de mantener la opción nuclear (prácticamente nula emisión de CO2 de las nucleares y contribución a la diversificación energética) son superiores a sus riesgos (accidente en el reactor, efectos sobre la salud y el medio ambiente, proliferación, utilización terrorista…). Gran parte de estos riesgos son independientes de la elección individual de un país, bien porque dependen de la presencia internacional de la tecnología nuclear (proliferación, terrorismo) o porque dependen de la decisión de países vecinos (las externalidades negativas son en gran medida transfronterizas). Por otro lado, los expertos tienden a considerar baja la magnitud de los riesgos nucleares. La cuantificación de las externalidades negativas asociadas a la generación eléctrica nuclear realizada por el proyecto ExternE de la Unión Europea ofrece unos resultados que suponen un impacto muy pequeño en el coste de generación nuclear.
Debe señalarse, sin embargo, la notable divergencia entre la evaluación “objetiva” del riesgo de la tecnología nuclear por los expertos y la percepción “subjetiva” de este riesgo por parte del ciudadano medio. El ciudadano común posee, además de “aversión al riesgo”, una “aversión a las catástrofes”: aun con el mismo coste contingente, la percepción del riesgo es mayor si el daño es catastrófico (aunque la probabilidad de que ocurra sea muy baja) y, para el mismo nivel de daño causado, la percepción del riesgo se acrecienta si el daño se concentra en un menor número de acontecimientos (esto es lo que explica la percepción de mayor riesgo de muerte en el transporte aéreo que en el transporte por carretera).
La opinión de que los riesgos de tecnología nuclear son superiores a las ventajas es, según un reciente Eurobarómetro, compartida por una mayoría de europeos (53%) y españoles (55%) frente a un 33% de europeos y un 23% de españoles que opinan lo contrario. Pero el mensaje que transmite el Eurobarómetro a los responsables políticos es más ambiguo. Los europeos desean que los poderes públicos asuman las decisiones de política energética (y nuclear) sin remitirse a ellos; el Eurobarómetro muestra que sólo un 22% de los españoles (21% en Europa) desearía ser consultado. Un 40% (31% en Europa) prefiere que las autoridades decidan exclusivamente sobre esta materia. Y ello es así porque la opinión pública europea (y española) no se siente suficientemente informada sobre esta cuestión, lo que la encuesta también refleja.
Dado el carácter transfronterizo de gran parte de las externalidades negativas imputables a la tecnología nuclear, sería razonable la adopción de una política común europea en esta materia. Esto no parece previsible a corto plazo, por lo que las autoridades nacionales deberán decidir, en función de su propia estimación, del balance de ventajas y riesgos de la opción nuclear, y del estado de una opinión pública mayoritariamente renuente pero desinformada y que no desea ser consultada.
Como apunta Marcel Coderch en su interesante artículo en EL PAÍS del 2 de junio, en un marco institucional liberalizado para el sector eléctrico como el prescrito por la Directiva 2003/54, la elección del mix de generación corresponde a las empresas eléctricas. Éstas deberían, por tanto, decidir si invierten o no en nuevas centrales nucleares en función de la rentabilidad esperada de la inversión y de las restricciones establecidas por la normativa específica. Lógicamente, tanto los riesgos de mercado como los de inversión (plazos y costes) deberían ser soportados por las propias empresas.
Sin embargo, no parece que el contexto alcista de los precios de las materias primas influya desfavorablemente en la competitividad relativa de la opción nuclear frente a sus alternativas como nueva capacidad de generación de base (gas y carbón). El peso del coste del combustible en el coste de generación nuclear está en torno al 15% (40% para la generación con carbón y 75% para la generación con gas), por lo que la fuerte elevación del precio de los combustibles le afecta en menor medida. En mercados eléctricos competitivos, además, con precios del gas y del carbón al alza, las rentas inframarginales de las plantas nucleares se incrementan, mejorando su rentabilidad. El riesgo para la alternativa nuclear sería, más bien, que estos precios bajasen a medio y largo plazo. Además, los potenciales inversores en centrales nucleares de Tercera Generación (que enfrentan, a corto plazo, los riesgos de sobrecoste e incumplimiento de plazos de los primeros proyectos de inversión en reactores de nuevo tipo) pueden recurrir a mecanismos de cobertura del riesgo de mercado (contratos de suministro de energía eléctrica a muy largo plazo) y del riesgo de construcción (desplazamiento de este riesgo al vendor) en línea con la vía seguida en la inversión del reactor Olkiluoto 3 (Finlandia). O, alternativamente, demorar la decisión de invertir en nuevas plantas hasta que la repetición del mismo tipo de nuevo reactor nuclear permita despejar las incertidumbres del inversor y beneficiarse de las economías de aprendizaje.
En todo caso, los cálculos y las decisiones relativos a las nuevas inversiones en centrales nucleares de Tercera Generación corresponden a las empresas, en un contexto regulatorio que garantice la internalización de los diferentes costes (incluidos el de gestión de residuos y cobertura de riesgos y externalidades negativas atribuibles a esta tecnología); las externalidades positivas asociadas a su prácticamente nula emisión de CO2 vendrán reflejadas en el sobrecoste (vía impuesto o precio del derecho de emisión) de las tecnologías de generación alternativas con combustible fósil. La política energética deberá decidir si esta elección es posible (si se abandona o no la opción nuclear) y, en la hipótesis de continuidad de la generación eléctrica nuclear, si se incentiva o no esta alternativa.
Probablemente, la política más apropiada para España sería no impedir la continuidad a medio y largo plazo de la presencia de la tecnología nuclear en el mix de generación eléctrica, pero sin primar la elección de esta tecnología. Esto supondría permitir la inversión (sin incentivos específicos) en nuevas centrales de Tercera Generación en los emplazamientos existentes y el alargamiento de la vida de las centrales nucleares actualmente en operación más allá de los 40 años, siempre que existiese un dictamen favorable del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) y que el coste incremental de los requisitos exigidos por este organismo no eliminase la justificación económica de la prolongación.
Dado que los costes operativos medios de las centrales en operación representan entre un tercio y un cuarto de los costes totales medios estimados de una nueva central de generación de cualquier tecnología, el atractivo económico del alargamiento de la vida de las centrales parece claro, ya que no es probable que el coste incremental de las inversiones eventualmente exigidas por el CSN sea de una cuantía suficiente para colmar ese gap. Esto explica que la mayoría de las centrales en operación en EE UU hayan solicitado y obtenido una extensión de su licencia de funcionamiento en 20 años, ampliando así su vida hasta los 60 años. Esta prolongación, en un parque de generación muy equilibrado como el español (en donde la generación nuclear representa del orden del 20% del total de producción) permitiría, además, preservar la continuidad a medio plazo de la contribución de la generación eléctrica nuclear a la diversificación energética y a la limitación de emisiones de CO2, independientemente de la decisión de las empresas eléctricas relativa a eventuales inversiones en nuevas plantas de Tercera Generación. Por otro lado, se mantendrían los emplazamientos y la capacidad de gestión (con las mejoras exigibles) e ingeniería asociados a la operación de las centrales mientras las empresas y los responsables de la política energética disponen de una información más precisa en que fundamentar sus estrategias a largo plazo en relación a la opción nuclear. Parece razonable preservar un hilo de continuidad que no impida la inversión en reactores de Tercera Generación (aunque se demore la decisión), ni el posible acceso, si se confirma la viabilidad de su explotación comercial, a los sistemas nucleares de Cuarta Generación (reactores y tecnologías avanzadas de reciclaje de residuos) que supondría un salto cualitativo en seguridad, eficiencia, utilización intensiva del combustible y gestión de residuos.
Por supuesto, la aceptación de este planteamiento implica considerar que las ventajas de mantener la opción nuclear (prácticamente nula emisión de CO2 de las nucleares y contribución a la diversificación energética) son superiores a sus riesgos (accidente en el reactor, efectos sobre la salud y el medio ambiente, proliferación, utilización terrorista…). Gran parte de estos riesgos son independientes de la elección individual de un país, bien porque dependen de la presencia internacional de la tecnología nuclear (proliferación, terrorismo) o porque dependen de la decisión de países vecinos (las externalidades negativas son en gran medida transfronterizas). Por otro lado, los expertos tienden a considerar baja la magnitud de los riesgos nucleares. La cuantificación de las externalidades negativas asociadas a la generación eléctrica nuclear realizada por el proyecto ExternE de la Unión Europea ofrece unos resultados que suponen un impacto muy pequeño en el coste de generación nuclear.
Debe señalarse, sin embargo, la notable divergencia entre la evaluación “objetiva” del riesgo de la tecnología nuclear por los expertos y la percepción “subjetiva” de este riesgo por parte del ciudadano medio. El ciudadano común posee, además de “aversión al riesgo”, una “aversión a las catástrofes”: aun con el mismo coste contingente, la percepción del riesgo es mayor si el daño es catastrófico (aunque la probabilidad de que ocurra sea muy baja) y, para el mismo nivel de daño causado, la percepción del riesgo se acrecienta si el daño se concentra en un menor número de acontecimientos (esto es lo que explica la percepción de mayor riesgo de muerte en el transporte aéreo que en el transporte por carretera).
La opinión de que los riesgos de tecnología nuclear son superiores a las ventajas es, según un reciente Eurobarómetro, compartida por una mayoría de europeos (53%) y españoles (55%) frente a un 33% de europeos y un 23% de españoles que opinan lo contrario. Pero el mensaje que transmite el Eurobarómetro a los responsables políticos es más ambiguo. Los europeos desean que los poderes públicos asuman las decisiones de política energética (y nuclear) sin remitirse a ellos; el Eurobarómetro muestra que sólo un 22% de los españoles (21% en Europa) desearía ser consultado. Un 40% (31% en Europa) prefiere que las autoridades decidan exclusivamente sobre esta materia. Y ello es así porque la opinión pública europea (y española) no se siente suficientemente informada sobre esta cuestión, lo que la encuesta también refleja.
Dado el carácter transfronterizo de gran parte de las externalidades negativas imputables a la tecnología nuclear, sería razonable la adopción de una política común europea en esta materia. Esto no parece previsible a corto plazo, por lo que las autoridades nacionales deberán decidir, en función de su propia estimación, del balance de ventajas y riesgos de la opción nuclear, y del estado de una opinión pública mayoritariamente renuente pero desinformada y que no desea ser consultada.
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