Por Michel Wievioka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 24/06/08):
Las sociedades civiles occidentales suelen aspirar a influir en situaciones en cierta medida distantes que juzgan insostenibles. Les impresionan, por ejemplo, la rigidez o inclemencia de algunos regímenes y su forma de imponerse sobre la población: cuando el general Jaruzelski acabó con la experiencia social y democrática de Solidarnosc en Polonia en diciembre de 1981, se manifestaron con energía poderosos grupos y movimientos de opinión. Tampoco aceptan el racismo de Estado y gracias a sus presiones contribuyeron al término del régimen de apartheid en Sudáfrica. Y fruncen el ceño cuando un régimen autoritario impone su dominio sobre realidades nacionales que lo rechazan, como cabe comprobar en los casos de Chechenia o Tíbet ante Rusia y China.
A esta reacción frente a cuestiones políticas se añade otra de distinto tenor cuando los desastres naturales provocan grandes estragos y pérdidas de vidas humanas: terremotos, erupciones volcánicas, tsunamis, ciclones, inundaciones…
En contraste con los discursos vivos y espontáneos de los medios de comunicación, hay que decir que tales dramas no son nunca sólo naturales; siempre se asocian en cierta medida a factores políticos y sociales.
Así se observó con claridad en Nueva Orleans al paso del huracán Katrina que provocó terribles inundaciones; pudo comprobarse que la catástrofe, si no evitarse del todo, podría haberse mitigado si se hubiera contado con diques y otras medidas de prevención, con equipos de socorro adecuados… y si el denso racismo que afloró a la superficie en esta ocasión no hubiera situado a la población negra de la ciudad en una circunstancia de notable vulnerabilidad.
La opinión pública de las sociedades occidentales no funciona en sentido unívoco o automático. Se movilizó intensamente por el tsunami que devastó el Sudeste Asiático el 26 de diciembre del 2004 y mucho menos (incluso muchísimo menos) con ocasión de dos catástrofes recientes, el terremoto del mes de mayo en China y el casi simultáneo paso del ciclón Nargis sobre Birmania; en ambos casos, con un saldo de decenas de miles de muertos.
¿A qué obedecen tales diferencias de actitud y reacción? Cabe aducir tal vez que en el caso del tsunami se trató de un episodio sucedido entre Navidad y Año Nuevo, singularmente propicio en el mundo cristiano a la compasión y la preocupación humanitaria. Sin embargo, esta explicación es insuficiente.
El tsunami afectó países presentes de algún modo en las sociedades occidentales debido a sus inmigrantes y al turismo. Indudablemente, son países lejanos, pero no puede reducirse esta realidad a una circunstancia lejana propia del mundo exterior. En nuestro caso constituyen un destino y objeto de visita, como nosotros lo somos también para ellos. En el contexto de la globalización, las fronteras no son estancas. Existen flujos de intercambio y circulación en todos los sentidos. Por otra parte, se transmiten y difunden numerosas imágenes en todo el mundo casi en tiempo real, que difunden a menudo aficionados antes incluso de que lleguen los periodistas al lugar de los hechos.
El terremoto que acaba de asolar una parte de China ha venido casi a sumarse cronológicamente a la campaña de protestas en varios lugares del mundo a propósito del Tíbet y la represión de su pueblo: protagonistas de la política y los movimientos sociales, intelectuales, etcétera, se preguntaban si no había que boicotear los Juegos Olímpicos. La amenaza del boicot ha reforzado en la propia China (y en su diáspora) las tendencias al repliegue nacionalista además de una adhesión popular al régimen mucho más intensa. El terremoto ha venido a anular en cierto modo los llamamientos al boicot (susceptibles de aparecer como una muestra de mal gusto en el nuevo contexto), pero no ha aportado al país una faz de mayor simpatía a los ojos occidentales. La opinión pública occidental no ha hecho gala de una mayor comprensión o similar compasión hacia una población muy afectada, indudablemente, pero que en definitiva apoya a un régimen escasamente receptivo al ejercicio de los derechos humanos. Las imágenes disponibles del terremoto, por lo demás, no poseían la viveza y carácter inmediato de las del tsunami; la información en China se halla bajo control gubernamental y así lo ha estado en este caso.
En Birmania, la junta militar gobernante no sólo ha impedido la entrada en el país de la primera ayuda extranjera sino que también ha mantenido el simulacro de elecciones previstas antes del desastre. Si bien es verdad que la movilización occidental ha sido más bien tibia, ello puede obedecer precisamente a que este país asiático es muy distinto de otros países del mismo continente: más cerrado y situado fuera de las lógicas de la globalización que impulsan las migraciones e intercambios. Birmania, con su régimen dictatorial, no se significa por los flujos migratorios a Occidente ni por el turismo. El drama que ha asolado el país no ha resonado tanto como en otros casos gracias a los citados factores de la inmigración y el turismo. Ni tampoco se ha podido beneficiar de una difusión mayor de las imágenes debido al control militar y policial de la información.
Suele decirse que la globalización afecta a los estados-nación, cosa que es cierta, pero suele subrayarse la faceta económica del fenómeno; por ejemplo, su incidencia sobre la localización del empleo. Sucede, sin embargo, que la faceta humanitaria pesa tanto en el caso de Birmania como de China. Lo cierto es que un país que se encierra en sí mismo - aunque ello se deba a su sumisión a un poder dictatorial sobre el que difícilmente podemos influir y donde la información se pliega a las exigencias del régimen- toca en definitiva nuestra cuerda sensible en menor grado que en el caso de una sociedad abierta con la que las relaciones humanas y la comunicación en general alcanzan un determinado espesor.
La movilización humanitaria para ayudar a China o Birmania habría sido sin duda más intensa si quienes suelen impulsarla habitualmente hubieran abrigado la esperanza de estar presentes e influir en la práctica, no sólo en el sentido de la ayuda a las víctimas sino también en el de la apertura democrática y los derechos humanos. Pero ni en el caso de China ni en el de Birmania el régimen ha parecido vacilar en absoluto a consecuencia de los acontecimientos; la ayuda tradicional, por tanto, presentaba menos sentido ya que parecía estar supeditada o subordinada a las exigencias del poder político. Factor que nos recuerda que no es del todo factible deslindar las dimensiones “naturales” de las catástrofes de sus dimensiones sociales, políticas y mediáticas: reaccionamos en función de unas y otras y no sólo de la urgencia y del carácter más o menos dramático de los problemas.
Las sociedades civiles occidentales suelen aspirar a influir en situaciones en cierta medida distantes que juzgan insostenibles. Les impresionan, por ejemplo, la rigidez o inclemencia de algunos regímenes y su forma de imponerse sobre la población: cuando el general Jaruzelski acabó con la experiencia social y democrática de Solidarnosc en Polonia en diciembre de 1981, se manifestaron con energía poderosos grupos y movimientos de opinión. Tampoco aceptan el racismo de Estado y gracias a sus presiones contribuyeron al término del régimen de apartheid en Sudáfrica. Y fruncen el ceño cuando un régimen autoritario impone su dominio sobre realidades nacionales que lo rechazan, como cabe comprobar en los casos de Chechenia o Tíbet ante Rusia y China.
A esta reacción frente a cuestiones políticas se añade otra de distinto tenor cuando los desastres naturales provocan grandes estragos y pérdidas de vidas humanas: terremotos, erupciones volcánicas, tsunamis, ciclones, inundaciones…
En contraste con los discursos vivos y espontáneos de los medios de comunicación, hay que decir que tales dramas no son nunca sólo naturales; siempre se asocian en cierta medida a factores políticos y sociales.
Así se observó con claridad en Nueva Orleans al paso del huracán Katrina que provocó terribles inundaciones; pudo comprobarse que la catástrofe, si no evitarse del todo, podría haberse mitigado si se hubiera contado con diques y otras medidas de prevención, con equipos de socorro adecuados… y si el denso racismo que afloró a la superficie en esta ocasión no hubiera situado a la población negra de la ciudad en una circunstancia de notable vulnerabilidad.
La opinión pública de las sociedades occidentales no funciona en sentido unívoco o automático. Se movilizó intensamente por el tsunami que devastó el Sudeste Asiático el 26 de diciembre del 2004 y mucho menos (incluso muchísimo menos) con ocasión de dos catástrofes recientes, el terremoto del mes de mayo en China y el casi simultáneo paso del ciclón Nargis sobre Birmania; en ambos casos, con un saldo de decenas de miles de muertos.
¿A qué obedecen tales diferencias de actitud y reacción? Cabe aducir tal vez que en el caso del tsunami se trató de un episodio sucedido entre Navidad y Año Nuevo, singularmente propicio en el mundo cristiano a la compasión y la preocupación humanitaria. Sin embargo, esta explicación es insuficiente.
El tsunami afectó países presentes de algún modo en las sociedades occidentales debido a sus inmigrantes y al turismo. Indudablemente, son países lejanos, pero no puede reducirse esta realidad a una circunstancia lejana propia del mundo exterior. En nuestro caso constituyen un destino y objeto de visita, como nosotros lo somos también para ellos. En el contexto de la globalización, las fronteras no son estancas. Existen flujos de intercambio y circulación en todos los sentidos. Por otra parte, se transmiten y difunden numerosas imágenes en todo el mundo casi en tiempo real, que difunden a menudo aficionados antes incluso de que lleguen los periodistas al lugar de los hechos.
El terremoto que acaba de asolar una parte de China ha venido casi a sumarse cronológicamente a la campaña de protestas en varios lugares del mundo a propósito del Tíbet y la represión de su pueblo: protagonistas de la política y los movimientos sociales, intelectuales, etcétera, se preguntaban si no había que boicotear los Juegos Olímpicos. La amenaza del boicot ha reforzado en la propia China (y en su diáspora) las tendencias al repliegue nacionalista además de una adhesión popular al régimen mucho más intensa. El terremoto ha venido a anular en cierto modo los llamamientos al boicot (susceptibles de aparecer como una muestra de mal gusto en el nuevo contexto), pero no ha aportado al país una faz de mayor simpatía a los ojos occidentales. La opinión pública occidental no ha hecho gala de una mayor comprensión o similar compasión hacia una población muy afectada, indudablemente, pero que en definitiva apoya a un régimen escasamente receptivo al ejercicio de los derechos humanos. Las imágenes disponibles del terremoto, por lo demás, no poseían la viveza y carácter inmediato de las del tsunami; la información en China se halla bajo control gubernamental y así lo ha estado en este caso.
En Birmania, la junta militar gobernante no sólo ha impedido la entrada en el país de la primera ayuda extranjera sino que también ha mantenido el simulacro de elecciones previstas antes del desastre. Si bien es verdad que la movilización occidental ha sido más bien tibia, ello puede obedecer precisamente a que este país asiático es muy distinto de otros países del mismo continente: más cerrado y situado fuera de las lógicas de la globalización que impulsan las migraciones e intercambios. Birmania, con su régimen dictatorial, no se significa por los flujos migratorios a Occidente ni por el turismo. El drama que ha asolado el país no ha resonado tanto como en otros casos gracias a los citados factores de la inmigración y el turismo. Ni tampoco se ha podido beneficiar de una difusión mayor de las imágenes debido al control militar y policial de la información.
Suele decirse que la globalización afecta a los estados-nación, cosa que es cierta, pero suele subrayarse la faceta económica del fenómeno; por ejemplo, su incidencia sobre la localización del empleo. Sucede, sin embargo, que la faceta humanitaria pesa tanto en el caso de Birmania como de China. Lo cierto es que un país que se encierra en sí mismo - aunque ello se deba a su sumisión a un poder dictatorial sobre el que difícilmente podemos influir y donde la información se pliega a las exigencias del régimen- toca en definitiva nuestra cuerda sensible en menor grado que en el caso de una sociedad abierta con la que las relaciones humanas y la comunicación en general alcanzan un determinado espesor.
La movilización humanitaria para ayudar a China o Birmania habría sido sin duda más intensa si quienes suelen impulsarla habitualmente hubieran abrigado la esperanza de estar presentes e influir en la práctica, no sólo en el sentido de la ayuda a las víctimas sino también en el de la apertura democrática y los derechos humanos. Pero ni en el caso de China ni en el de Birmania el régimen ha parecido vacilar en absoluto a consecuencia de los acontecimientos; la ayuda tradicional, por tanto, presentaba menos sentido ya que parecía estar supeditada o subordinada a las exigencias del poder político. Factor que nos recuerda que no es del todo factible deslindar las dimensiones “naturales” de las catástrofes de sus dimensiones sociales, políticas y mediáticas: reaccionamos en función de unas y otras y no sólo de la urgencia y del carácter más o menos dramático de los problemas.
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