Por Manuel Chaves González, presidente de la Junta de Andalucía (EL PAÍS, 21/06/08):
Hace ya siete años, en estas mismas páginas (España y la inmigración, EL PAÍS, 28 de septiembre de 2001), en vísperas de la presidencia española de la Unión Europea, advertía sobre la oportunidad que entonces se le presentaba a nuestro país para colocar en primerísimo primer plano de la agenda europea el gran reto de la inmigración. Pero si en estos momentos la inmigración se presenta como una cuestión vital y urgente para la UE es porque no hemos sabido ofrecer una respuesta sólida a nivel europeo y ello ha acarreado que muchos millones de ciudadanos de toda Europa contemplen ahora el fenómeno migratorio no como lo que debe ser, una oportunidad social y económica, sino como un problema.
En estos días se debate sobre la ya famosa directiva de retorno y Francia, que presidirá la Unión el próximo semestre, ha anunciado como uno de sus grandes objetivos la consecución de un Pacto Europeo sobre Inmigración que pueda significar un paso adelante en la configuración de una política común en la materia. Ciertamente, se trata de un objetivo hacia el que caminamos con retraso: en octubre se cumplirán nueve años desde que el Consejo Europeo de Tempere se propuso sentar las bases de una política europea de inmigración, fijó como objetivo prioritario construir esa política y señaló como fecha tope el 1 de mayo de 2004. Previsión, pues, incumplida.
Las migraciones se han convertido en un signo distintivo de este tiempo. Es cierto que no es un fenómeno nuevo: migraciones siempre han existido, a lo largo de la historia. Conviene en este punto no perder la perspectiva: desde el principio de los tiempos el ser humano ha buscado el lugar más propicio para desarrollar una vida más digna. Guste o no, podríamos decir que ese fenómeno forma parte del ADN de nuestra conducta como seres vivos. Y frente a una opinión que parece muy extendida, hay que señalar que, en términos globales, no ha existido un considerable aumento de los flujos migratorios en los últimos tiempos. Según datos de Naciones Unidas, la variación del volumen mundial de emigrantes entre 1960 y 2005 ha sido sólo de una décima, del 2,4 al 2,5 %; una décima en 45 años.
Así que la novedad más significativa que se puede apreciar es la nueva pauta de esa migración, que hoy se dirige de forma abrumadoramente mayoritaria hacia los países desarrollados. En las últimas décadas, Europa se ha convertido en receptora de inmigración desordenada, y en muchos casos clandestina y ése es el gran cambio que se ha producido. ¿Qué mejor ejemplo que el propio de España?
Lo cierto es que, junto a fenómenos como el cambio climático, la globalización de las finanzas, la seguridad internacional o el aumento de los intercambios comerciales, los movimientos migratorios se han convertido en una de las grandes cuestiones de este inicio del siglo XXI. El desafío es grande y debe ser afrontado con decisión y con todos los recursos disponibles. Europa unida debe trabajar sin descanso por disfrutar de los beneficios que, sin duda, aporta una inmigración legal y ordenada y, a la vez, debe poner el mismo empeño en frenar la inmigración ilegal y desordenada, que tiene consecuencias sociales, económicas, políticas y humanas indeseadas.
Mi convicción es que las migraciones constituyen un factor de un alcance inequívocamente positivo en términos de creación de riqueza y de convivencia en espacios públicos cada vez más diversos. Pero no por ello su gobernabilidad deja de resultar imprescindible para evitar la aparición de tensiones o conflictos sociales aparejados a procesos de cambio tan intensos.
Lo importante es que la UE ha asumido que las llegadas clandestinas de miles de personas procedentes fundamentalmente del continente africano no constituyen un problema que afecte tan sólo a los países que, como España, los reciben directamente por ser frontera sur del continente, sino que representan un desafío común que habrá de ser abordado conjuntamente.
No obstante, el impulso para la articulación de una política común por parte de la UE ha sido hasta ahora insuficiente y ha ido muchas veces del ronzal de los acontecimientos, en ocasiones indeseados. Por eso debemos apoyar la propuesta de un Pacto Europeo sobre Inmigración, que incluya aspectos tales como el control de fronteras, la regulación del acceso y la permanencia de ciudadanos extranjeros en suelo comunitario, la articulación de políticas migratorias conjuntas en materias como la lucha contra el empleo irregular o los desarrollos en ámbitos como la integración y el retorno.
En esa dirección, la directiva de retorno recientemente discutida en el Parlamento Europeo supone un paso importante en el camino hacia la armonización de las legislaciones nacionales y, en contra de algunas interpretaciones, ofrece más garantías, mirando a la Unión en su conjunto, a los ciudadanos extranjeros. Y, desde luego, algo que debemos tener presente es que cualquier política de retorno debe contemplar todas las garantías jurídicas y el respeto escrupuloso de los derechos humanos de todos los afectados por estas decisiones. Por cierto, conviene recordar también que, para que haya retornos, debe haber países de origen dispuestos a recibir a los retornados, y para ello son imprescindibles acuerdos con esos países, tal y como viene haciendo España en los últimos años.
Lo más razonable es ligar la entrada de inmigrantes al contrato de trabajo, ordenándola en función de las expectativas de nuestro mercado de trabajo. Para ello hay que potenciar la contratación en origen, una práctica en la que en Andalucía vamos teniendo una positiva experiencia.
Integración significa también igualdad de los inmigrantes en el acceso a los servicios públicos. Creo que no debemos olvidar que, en los últimos seis años, nada menos que el 38% del crecimiento del PIB de España se puede asignar a la inmigración. Y, como se recogía en EL PAÍS hace sólo unos días, los inmigrantes aportan el 7,4% de las cotizaciones a la Seguridad Social y reciben sólo el 0,5% del gasto en pensiones. Contribuyen, pues, al Estado de bienestar y deben beneficiarse de sus prestaciones en pie de igualdad.
Al igual que no existen derechos especiales de los inmigrantes, no deben existir obligaciones especiales ni gravámenes exclusivos para ellos. La referencia para cualquier persona que viva en España o, en general, en Europa es el cumplimiento de la ley. Éste es el requisito único e imprescindible. Por eso, frente a quimeras como el “contrato de integración” propuesto por el PP (¿alguien se imagina a los funcionarios del Estado buscando a varios millones de inmigrantes para hacerles firmar un papel?), estoy convencido de que uno de los elementos fundamentales de una buena política de integración es el reforzamiento de los servicios públicos en las zonas de mayor presencia inmigrante. Y ello porque países como los nuestros deben ser capaces de hacer crecer sus servicios públicos para dar cobertura a sus propios nacionales y a quienes residen en él. Sin competencia, sin discriminación, sin exclusión.
A veces, la inmigración nos muestra nuestras debilidades en materia social en determinadas zonas de nuestros territorios. La respuesta que permite la convivencia y el progreso no es excluir a los inmigrantes de los servicios, ni ponerlos en el punto de mira como un factor de deterioro de los mismos, sino incrementarlos y ponerlos al nivel de la sociedad que tenemos.
Por otra parte, existe una coincidencia generalizada en cifrar la desigualdad entre áreas del planeta como la causa fundamental de las migraciones. Mientras el mundo avanzado, a pesar de las dificultades económicas que estamos atravesando en estos momentos, crece y se desarrolla, otras áreas se mantienen por debajo de los estándares mínimos de calidad de vida. A la vista de esta situación, es ya un imperativo ético, y una necesidad social de primera magnitud, que la UE ponga en marcha iniciativas comunes que superen perspectivas coyunturales y contribuyan a sentar las bases del desarrollo de África, en el que los países europeos, como antiguas potencias coloniales, tenemos mucha responsabilidad y debiéramos tener mucho interés, por nuestro propio bien.
Apostar por el desarrollo económico de los países africanos contribuirá a secar las raíces de la pobreza y de la inmigración ilegal y desesperada. Y, nunca perdamos esto de vista, del fundamentalismo, la violencia y las guerras.
Hace ya siete años, en estas mismas páginas (España y la inmigración, EL PAÍS, 28 de septiembre de 2001), en vísperas de la presidencia española de la Unión Europea, advertía sobre la oportunidad que entonces se le presentaba a nuestro país para colocar en primerísimo primer plano de la agenda europea el gran reto de la inmigración. Pero si en estos momentos la inmigración se presenta como una cuestión vital y urgente para la UE es porque no hemos sabido ofrecer una respuesta sólida a nivel europeo y ello ha acarreado que muchos millones de ciudadanos de toda Europa contemplen ahora el fenómeno migratorio no como lo que debe ser, una oportunidad social y económica, sino como un problema.
En estos días se debate sobre la ya famosa directiva de retorno y Francia, que presidirá la Unión el próximo semestre, ha anunciado como uno de sus grandes objetivos la consecución de un Pacto Europeo sobre Inmigración que pueda significar un paso adelante en la configuración de una política común en la materia. Ciertamente, se trata de un objetivo hacia el que caminamos con retraso: en octubre se cumplirán nueve años desde que el Consejo Europeo de Tempere se propuso sentar las bases de una política europea de inmigración, fijó como objetivo prioritario construir esa política y señaló como fecha tope el 1 de mayo de 2004. Previsión, pues, incumplida.
Las migraciones se han convertido en un signo distintivo de este tiempo. Es cierto que no es un fenómeno nuevo: migraciones siempre han existido, a lo largo de la historia. Conviene en este punto no perder la perspectiva: desde el principio de los tiempos el ser humano ha buscado el lugar más propicio para desarrollar una vida más digna. Guste o no, podríamos decir que ese fenómeno forma parte del ADN de nuestra conducta como seres vivos. Y frente a una opinión que parece muy extendida, hay que señalar que, en términos globales, no ha existido un considerable aumento de los flujos migratorios en los últimos tiempos. Según datos de Naciones Unidas, la variación del volumen mundial de emigrantes entre 1960 y 2005 ha sido sólo de una décima, del 2,4 al 2,5 %; una décima en 45 años.
Así que la novedad más significativa que se puede apreciar es la nueva pauta de esa migración, que hoy se dirige de forma abrumadoramente mayoritaria hacia los países desarrollados. En las últimas décadas, Europa se ha convertido en receptora de inmigración desordenada, y en muchos casos clandestina y ése es el gran cambio que se ha producido. ¿Qué mejor ejemplo que el propio de España?
Lo cierto es que, junto a fenómenos como el cambio climático, la globalización de las finanzas, la seguridad internacional o el aumento de los intercambios comerciales, los movimientos migratorios se han convertido en una de las grandes cuestiones de este inicio del siglo XXI. El desafío es grande y debe ser afrontado con decisión y con todos los recursos disponibles. Europa unida debe trabajar sin descanso por disfrutar de los beneficios que, sin duda, aporta una inmigración legal y ordenada y, a la vez, debe poner el mismo empeño en frenar la inmigración ilegal y desordenada, que tiene consecuencias sociales, económicas, políticas y humanas indeseadas.
Mi convicción es que las migraciones constituyen un factor de un alcance inequívocamente positivo en términos de creación de riqueza y de convivencia en espacios públicos cada vez más diversos. Pero no por ello su gobernabilidad deja de resultar imprescindible para evitar la aparición de tensiones o conflictos sociales aparejados a procesos de cambio tan intensos.
Lo importante es que la UE ha asumido que las llegadas clandestinas de miles de personas procedentes fundamentalmente del continente africano no constituyen un problema que afecte tan sólo a los países que, como España, los reciben directamente por ser frontera sur del continente, sino que representan un desafío común que habrá de ser abordado conjuntamente.
No obstante, el impulso para la articulación de una política común por parte de la UE ha sido hasta ahora insuficiente y ha ido muchas veces del ronzal de los acontecimientos, en ocasiones indeseados. Por eso debemos apoyar la propuesta de un Pacto Europeo sobre Inmigración, que incluya aspectos tales como el control de fronteras, la regulación del acceso y la permanencia de ciudadanos extranjeros en suelo comunitario, la articulación de políticas migratorias conjuntas en materias como la lucha contra el empleo irregular o los desarrollos en ámbitos como la integración y el retorno.
En esa dirección, la directiva de retorno recientemente discutida en el Parlamento Europeo supone un paso importante en el camino hacia la armonización de las legislaciones nacionales y, en contra de algunas interpretaciones, ofrece más garantías, mirando a la Unión en su conjunto, a los ciudadanos extranjeros. Y, desde luego, algo que debemos tener presente es que cualquier política de retorno debe contemplar todas las garantías jurídicas y el respeto escrupuloso de los derechos humanos de todos los afectados por estas decisiones. Por cierto, conviene recordar también que, para que haya retornos, debe haber países de origen dispuestos a recibir a los retornados, y para ello son imprescindibles acuerdos con esos países, tal y como viene haciendo España en los últimos años.
Lo más razonable es ligar la entrada de inmigrantes al contrato de trabajo, ordenándola en función de las expectativas de nuestro mercado de trabajo. Para ello hay que potenciar la contratación en origen, una práctica en la que en Andalucía vamos teniendo una positiva experiencia.
Integración significa también igualdad de los inmigrantes en el acceso a los servicios públicos. Creo que no debemos olvidar que, en los últimos seis años, nada menos que el 38% del crecimiento del PIB de España se puede asignar a la inmigración. Y, como se recogía en EL PAÍS hace sólo unos días, los inmigrantes aportan el 7,4% de las cotizaciones a la Seguridad Social y reciben sólo el 0,5% del gasto en pensiones. Contribuyen, pues, al Estado de bienestar y deben beneficiarse de sus prestaciones en pie de igualdad.
Al igual que no existen derechos especiales de los inmigrantes, no deben existir obligaciones especiales ni gravámenes exclusivos para ellos. La referencia para cualquier persona que viva en España o, en general, en Europa es el cumplimiento de la ley. Éste es el requisito único e imprescindible. Por eso, frente a quimeras como el “contrato de integración” propuesto por el PP (¿alguien se imagina a los funcionarios del Estado buscando a varios millones de inmigrantes para hacerles firmar un papel?), estoy convencido de que uno de los elementos fundamentales de una buena política de integración es el reforzamiento de los servicios públicos en las zonas de mayor presencia inmigrante. Y ello porque países como los nuestros deben ser capaces de hacer crecer sus servicios públicos para dar cobertura a sus propios nacionales y a quienes residen en él. Sin competencia, sin discriminación, sin exclusión.
A veces, la inmigración nos muestra nuestras debilidades en materia social en determinadas zonas de nuestros territorios. La respuesta que permite la convivencia y el progreso no es excluir a los inmigrantes de los servicios, ni ponerlos en el punto de mira como un factor de deterioro de los mismos, sino incrementarlos y ponerlos al nivel de la sociedad que tenemos.
Por otra parte, existe una coincidencia generalizada en cifrar la desigualdad entre áreas del planeta como la causa fundamental de las migraciones. Mientras el mundo avanzado, a pesar de las dificultades económicas que estamos atravesando en estos momentos, crece y se desarrolla, otras áreas se mantienen por debajo de los estándares mínimos de calidad de vida. A la vista de esta situación, es ya un imperativo ético, y una necesidad social de primera magnitud, que la UE ponga en marcha iniciativas comunes que superen perspectivas coyunturales y contribuyan a sentar las bases del desarrollo de África, en el que los países europeos, como antiguas potencias coloniales, tenemos mucha responsabilidad y debiéramos tener mucho interés, por nuestro propio bien.
Apostar por el desarrollo económico de los países africanos contribuirá a secar las raíces de la pobreza y de la inmigración ilegal y desesperada. Y, nunca perdamos esto de vista, del fundamentalismo, la violencia y las guerras.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario