Por José Luis Pardo, profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid (EL PAÍS, 24/06/08):
El hecho es conocido: la religión, después de un periodo de contención en la vida privada, ha vuelto a la escena pública. En esta nueva edad de los espíritus santos, la fe vuelve a repartir dividendos económicos y réditos políticos y militares, además de pingües beneficios editoriales.
Aunque se trate de hechos que poseen etiologías diferenciadas, después del 11-S tenemos la impresión de que existe algún parentesco entre, por ejemplo, la constitución del lobby de teólogos de la Administración conservadora estadounidense, la competición del “diseño inteligente” con la biología científica, el conflicto de los símbolos sagrados que conmueve a la opinión e incluso la salida de los obispos españoles a las manifestaciones callejeras armados con banderas.
Gracias a este giro espectacular, además de volver a disfrutar de las gloriosas guerras de religión, tenemos otra vez (¡quién lo hubiera dicho!) teología en los periódicos; y no en L’Osservatore Romano o en el prodigioso Alfa y Omega, en donde dormitaba como una rancia antigüedad, sino en las mismísimas tribunas de opinión, disputando el sitio a la calderilla de las controversias nacionales o internacionales y adornándolas con el timbre de profundidad contemplativa de cuya carencia tanto nos lamentábamos, ese toque de seriedad que estremece el gesto del lector cada vez que se pronuncia el ominoso vocablo trascendencia; un vocablo cuyo sabor a muerte se diría calculado para convertir todo lo que le rodea en intrascendente.
En nuestro entorno, los militantes más patrióticos de la oposición transfiguran a sus líderes en iconos de la imaginería sacra y los más píos intelectuales de idéntica filiación se afanan abrillantando con aditivos dignos de la comida rápida las demostraciones medievales de la existencia de Dios en algunos medios especializados en el periodismo especulativo; cosa que no debería sorprendernos considerando que, como nos recuerda José María Ridao en su antología Por la gracia de Dios, en España la expresión “derecha liberal” ha designado frecuentemente una quimera, y el consenso letrado en torno a la separación entre la Iglesia y el Estado ha sido bastante ilusorio.
Últimamente se ha unido a la faena teológico-periodística el ilustre Peter Singer (¿El Dios del sufrimiento?, EL PAÍS del 1 de junio), mejor pertrechado de sentido del ridículo que nuestros sabios conservadores, relatándonos su polémica con Dinesh d’Souza sobre la existencia de Dios, tema que hasta ahora no habíamos incluido en la agenda de nuestros sobresaltos cotidianos. Así que, antes de que los tertulianos se vean obligados a posicionarse en torno a este problema y la disputa llegue al Parlamento, permítanme un aviso: el clásico pero imbatible argumento que presenta Singer -el sufrimiento de los justos y de los inocentes en este mundo- no prueba que Dios no exista (sólo Gustavo Bueno, hasta donde llega mi información, estaría en condiciones de acometer un programa científico de esta envergadura), sino que es un ser malo y despiadado, inferior en sensibilidad moral a muchas de sus criaturas, pues de otra manera su omnipotencia no podría tolerar ese dolor. Cierto.
Pero, en lugar de perder tiempo en refutaciones escolásticas contra los teólogos que extraen su malbaratada actualidad de estas controversias, ¿por qué no concentramos nuestros esfuerzos en las deidades accesorias que, día tras día, sirven en el mundo para justificar, no solamente el sufrimiento de los animales que tanto preocupa al profesor Singer, sino también el de millones de seres humanos cuya aspiración a la dignidad y a la felicidad es sacrificada en nombre de las más variadas causas, que, incluso aunque no lleven el nombre de Dios grabado en su frente, operan como iglesias triunfantes aplicadas a calmar la sed de trascendencia de los mortales?
El motivo último del rendimiento social de la religión reside en que ella es -junto con la patria, de la que resulta a menudo indisociable- la principal productora de una de las más tiránicas divinidades despiadadas de estos días, la identidad, elemento dominante de la nueva forma de pobreza material y moral que se extiende por nuestras sociedades sustituyendo el Estado de derecho por esos estados de emergencia que a veces amenazan con imponerse en Europa, y que aprovecha el vacío de proyecto político para ocupar el espacio público con conflictos privados, pasionales e irresolubles, que hacen aparecer a la democracia como un régimen superado y prescindible.
Quienes luchamos por una polis verdaderamente aconfesional hemos de defender hoy enérgicamente el derecho de los no creyentes, es decir, el derecho a no creer, pero no solamente en el Dios de Dinesh d’Souza, sino en ninguno de los dioses del sufrimiento, por muy aparentemente laicos que sean sus atuendos. No creo que nos resulte difícil detectar a nuestro alrededor la presencia de estos demonios de la trascendencia. Otro día les hago una lista.
El hecho es conocido: la religión, después de un periodo de contención en la vida privada, ha vuelto a la escena pública. En esta nueva edad de los espíritus santos, la fe vuelve a repartir dividendos económicos y réditos políticos y militares, además de pingües beneficios editoriales.
Aunque se trate de hechos que poseen etiologías diferenciadas, después del 11-S tenemos la impresión de que existe algún parentesco entre, por ejemplo, la constitución del lobby de teólogos de la Administración conservadora estadounidense, la competición del “diseño inteligente” con la biología científica, el conflicto de los símbolos sagrados que conmueve a la opinión e incluso la salida de los obispos españoles a las manifestaciones callejeras armados con banderas.
Gracias a este giro espectacular, además de volver a disfrutar de las gloriosas guerras de religión, tenemos otra vez (¡quién lo hubiera dicho!) teología en los periódicos; y no en L’Osservatore Romano o en el prodigioso Alfa y Omega, en donde dormitaba como una rancia antigüedad, sino en las mismísimas tribunas de opinión, disputando el sitio a la calderilla de las controversias nacionales o internacionales y adornándolas con el timbre de profundidad contemplativa de cuya carencia tanto nos lamentábamos, ese toque de seriedad que estremece el gesto del lector cada vez que se pronuncia el ominoso vocablo trascendencia; un vocablo cuyo sabor a muerte se diría calculado para convertir todo lo que le rodea en intrascendente.
En nuestro entorno, los militantes más patrióticos de la oposición transfiguran a sus líderes en iconos de la imaginería sacra y los más píos intelectuales de idéntica filiación se afanan abrillantando con aditivos dignos de la comida rápida las demostraciones medievales de la existencia de Dios en algunos medios especializados en el periodismo especulativo; cosa que no debería sorprendernos considerando que, como nos recuerda José María Ridao en su antología Por la gracia de Dios, en España la expresión “derecha liberal” ha designado frecuentemente una quimera, y el consenso letrado en torno a la separación entre la Iglesia y el Estado ha sido bastante ilusorio.
Últimamente se ha unido a la faena teológico-periodística el ilustre Peter Singer (¿El Dios del sufrimiento?, EL PAÍS del 1 de junio), mejor pertrechado de sentido del ridículo que nuestros sabios conservadores, relatándonos su polémica con Dinesh d’Souza sobre la existencia de Dios, tema que hasta ahora no habíamos incluido en la agenda de nuestros sobresaltos cotidianos. Así que, antes de que los tertulianos se vean obligados a posicionarse en torno a este problema y la disputa llegue al Parlamento, permítanme un aviso: el clásico pero imbatible argumento que presenta Singer -el sufrimiento de los justos y de los inocentes en este mundo- no prueba que Dios no exista (sólo Gustavo Bueno, hasta donde llega mi información, estaría en condiciones de acometer un programa científico de esta envergadura), sino que es un ser malo y despiadado, inferior en sensibilidad moral a muchas de sus criaturas, pues de otra manera su omnipotencia no podría tolerar ese dolor. Cierto.
Pero, en lugar de perder tiempo en refutaciones escolásticas contra los teólogos que extraen su malbaratada actualidad de estas controversias, ¿por qué no concentramos nuestros esfuerzos en las deidades accesorias que, día tras día, sirven en el mundo para justificar, no solamente el sufrimiento de los animales que tanto preocupa al profesor Singer, sino también el de millones de seres humanos cuya aspiración a la dignidad y a la felicidad es sacrificada en nombre de las más variadas causas, que, incluso aunque no lleven el nombre de Dios grabado en su frente, operan como iglesias triunfantes aplicadas a calmar la sed de trascendencia de los mortales?
El motivo último del rendimiento social de la religión reside en que ella es -junto con la patria, de la que resulta a menudo indisociable- la principal productora de una de las más tiránicas divinidades despiadadas de estos días, la identidad, elemento dominante de la nueva forma de pobreza material y moral que se extiende por nuestras sociedades sustituyendo el Estado de derecho por esos estados de emergencia que a veces amenazan con imponerse en Europa, y que aprovecha el vacío de proyecto político para ocupar el espacio público con conflictos privados, pasionales e irresolubles, que hacen aparecer a la democracia como un régimen superado y prescindible.
Quienes luchamos por una polis verdaderamente aconfesional hemos de defender hoy enérgicamente el derecho de los no creyentes, es decir, el derecho a no creer, pero no solamente en el Dios de Dinesh d’Souza, sino en ninguno de los dioses del sufrimiento, por muy aparentemente laicos que sean sus atuendos. No creo que nos resulte difícil detectar a nuestro alrededor la presencia de estos demonios de la trascendencia. Otro día les hago una lista.
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