Por Vicente Verdú (EL PAÍS, 21/06/08):
Cuando el porvenir se pone negro, los coches se pintan de blanco. La ecuación vale tanto para aquella crisis de la energía en los años setenta como para la que ahora vivimos y seguiremos viviendo.
Todos los coches, en su origen, fueron completamente negros, como las cacerolas, los teléfonos, los paraguas, las máquinas de escribir y las locomotoras del pasado. Sólo el júbilo de los años cincuenta norteamericanos del siglo XX cubrieron las carrocerías de cromados y cromatismos, combinaciones bicolores o monocolores basados en una escala feliz inspirada primordialmente en los helados.
Pero esto sucedió en Estados Unidos porque los europeos tuvimos que esperar hasta los años sesenta para que en España fueran luciendo los azul marino, los verdes botella, los guinda y los vainilla. El coche fue entonces patrimonio casi exclusivo de una estrecha minoría que podía permitirse el chófer, la prestancia del charol y la arrogancia del negro eximio.
Más adelante, con el Seat 600 y su abanico de alegría vial fue abatiéndose la solemnidad genérica y el coche fue tiñéndose de tonos festivos, más divertidos y hasta feísimos. Con la lógica de esta trayectoria, el rojo acabó ocupando el lugar más alto del parque cromático, y así se llegó hasta bien entrados los ochenta en la automoción popular. Atrás quedó la significativa proliferación del blanco, escueto, neutro y conciso, que se extendió como una sábana de hospital sobre la larga fase de la crisis petrolífera de 1973.
Por entonces abundaron blancos muy blancos que borraron del coche su jactancia y desplegaron, como una base minimalista, el valor del habla más desvestida y llana en la circulación general. Siendo blanco, el auto se avenía con cualquier paisaje al que se incorporara, pero, a la vez, simbólicamente se deslizaba mejor en la matizada graduación de los estatus y en los tiempos de la transición.
Porque, al contrario de enaltecerse por sí mismo en cuanto objeto de lujo, el coche se expresaba también en la marca, el modelo y la prestación interior. La vistosidad inmediata ajustaba su encanto a la intensidad de su prestigio y su funcionamiento esencial. El exterior blanco, en fin, atenuaba la provocación en los duros tiempos de inflación y vísperas democráticas. Así, prácticamente todos los taxis de España pasaron a ser blancos siguiendo la conveniencia de ahorrar costes a producciones antes especialmente concebidas para los taxistas.
Cada ciudad cruzó las portezuelas con una banda de color diferente, roja, verde, amarilla, morada según la enseña local y, excepto la elección municipal de Barcelona, pendiente de acentuar su identidad, casi el resto de las demás ciudades renunciaron a su extrema singularidad para sumirse en la común masa del blanco.
Como consecuencia, los clientes empezaron a sortear esta opción. En 1990 pocos deseaban ya el sofocante rojo de la etapa anterior, pero tampoco un coche blanco, extendido entre una surtida variedad de oficios y servicios, incluida la policía, se ofrecía como una buena decisión particular.
No pesa menos un automóvil blanco que otro de negro, pero¿quién duda que tiene toda la pinta de ser así? No hay aviones negros ni demasiado foscos en la aviación civil. Las compañías aéreas tienden a identificarse mediante logos y trazos sobre la base general de un fuselaje blanco.
En la convención aeronáutica, un avión oscuro hace creer que pesará más y, por tanto, puede desplomarse con probabilidad mayor. Se trata sólo de una impresión, pero de una firme impresión negativa que suscita igualmente el fuselaje pelado, sin pintura alguna y en cuya superficie se distinguen las costuras y remaches del ensamblaje. Hay que pintar, y atinadamente, los aviones, rebozarlos psicológicamente aunque con pintura pesen más, porque la piel de un color jubiloso o tranquilo contribuye a favorecer los presagios dulces.
Sólo si el respetuoso miedo a volar desapareciera, las compañías podrían cumplir con el deseo de privarlos de botes de pintura y ahorrarse litros de combustible. Este factor de respetuoso temor que despierta el viaje en avión desapareció, sin embargo, pronto, en la conducción de coche y, en su ámbito, siguiendo la moda de la inspiración tecnológica en la arquitectura, las artes plásticas, el diseño o la música, el modelo de la pintura evocando la materia prima del aluminio o el acero ganó a la clientela.
Durante unos años pareció que todos los compradores elegían sin vacilación un plateado. El coche enseñaba su carne sin tratar, al estilo de los edificios que dejaban al descubierto sus estructuras y sus conducciones tal como postulaba el emblemático edificio de Rogers para Lloyd’s en Londres.
Aquel tiempo del nervio industrial y financiero ocupó la feliz imagen de la automoción desde los noventa hasta hace unos cuantos meses, saturó el mercado de automóviles metalizados, bronceados, dorados, acerados, como señal de confianza en su presente tecnológico y el porvenir inmediato.
Lo grisáceo y brillante significaba distinción y contemporaneidad, un no color encimado sobre la rancia comunidad de los colores, una superficie convincente que desdeñaba cualquier intento de comparación. Bastaron, no obstante, unos años para que lo distintivo fuera la más común y lo convincente la más socorrida de las preferencias.
El empacho del plateado se correspondió, efectivamente, con el empacho de la tecnología y sus traidoras burbujas, de cuya exuberancia irracional se dedujeron fracasos y también el ascenso del negro, que, aun conviviendo con el plateado, se mantenía hasta entonces en segundo plano y sobre coches mistéricos, militarizados o no.
Plata o negro, negro o plata, su reino hoy ha decaído y el nuevo referente es blanco. No hay más que visitar los nuevos Salones del Automóvil en Madrid, en Detroit, en Ginebra, en Tokio o en París para comprobar que las grandes marcas, desde Jaguar a Toyota, desde General Motors a Audi, exhiben sus coches preferidos con relucientes tintes blancos. No ya con el blanco lechoso de los taxis, los policías o el Seat 850, sino con blancos rotos, amarfilados, aporcelanados, perlados, en un retro-amor que alcanza hasta el mítico blanco de los Mercedes y Jaguar en los dolorosos y europeos años cincuenta.
Frente a la violenta subida de los precios del crudo, la suave venialidad del color. Ante el desbocado aumento de los precios del barril, el recogido embozo del coche. No pesará menos pero parece que, en efecto, se deja impulsar con mayor facilidad, presenta una menor resistencia al medio y se comporta delicadamente sin la peste del funesto CO2.
El blanco del auto actual comunica con el blanco que cunde también ya sobre la nueva superficie de los móviles, se complace en el Wii, la vanguardia de Apple desde el iPod hasta sus ordenadores, y se plasma, como una modulación del 68, en los muebles blancos, lacados o no, y en muchas de las fachadas de la nueva arquitectura.
En la psicología de los colores, el plata alude a la velocidad, el dinero y la Luna, mientras el blanco viene a ser el color de los fantasmas, la política sin ideología, la mente vacía y la bandera de la rendición. Pero también la actual comparecencia del blanco podría interpretarse como una tácita conjura cromática para convertir esta crisis en su superación, la recesión en exultación, lo malo en bueno, la corrupción (dinero negro) en un nuevo mundo blanqueado global. ¿Verdad? ¿Mentira? En inglés, white lie, mentira blanca, significa también “mentira piadosa”. Un pietismo oficial y mendaz, tan al uso, a propósito de la calamidad de la situación.
Cuando el porvenir se pone negro, los coches se pintan de blanco. La ecuación vale tanto para aquella crisis de la energía en los años setenta como para la que ahora vivimos y seguiremos viviendo.
Todos los coches, en su origen, fueron completamente negros, como las cacerolas, los teléfonos, los paraguas, las máquinas de escribir y las locomotoras del pasado. Sólo el júbilo de los años cincuenta norteamericanos del siglo XX cubrieron las carrocerías de cromados y cromatismos, combinaciones bicolores o monocolores basados en una escala feliz inspirada primordialmente en los helados.
Pero esto sucedió en Estados Unidos porque los europeos tuvimos que esperar hasta los años sesenta para que en España fueran luciendo los azul marino, los verdes botella, los guinda y los vainilla. El coche fue entonces patrimonio casi exclusivo de una estrecha minoría que podía permitirse el chófer, la prestancia del charol y la arrogancia del negro eximio.
Más adelante, con el Seat 600 y su abanico de alegría vial fue abatiéndose la solemnidad genérica y el coche fue tiñéndose de tonos festivos, más divertidos y hasta feísimos. Con la lógica de esta trayectoria, el rojo acabó ocupando el lugar más alto del parque cromático, y así se llegó hasta bien entrados los ochenta en la automoción popular. Atrás quedó la significativa proliferación del blanco, escueto, neutro y conciso, que se extendió como una sábana de hospital sobre la larga fase de la crisis petrolífera de 1973.
Por entonces abundaron blancos muy blancos que borraron del coche su jactancia y desplegaron, como una base minimalista, el valor del habla más desvestida y llana en la circulación general. Siendo blanco, el auto se avenía con cualquier paisaje al que se incorporara, pero, a la vez, simbólicamente se deslizaba mejor en la matizada graduación de los estatus y en los tiempos de la transición.
Porque, al contrario de enaltecerse por sí mismo en cuanto objeto de lujo, el coche se expresaba también en la marca, el modelo y la prestación interior. La vistosidad inmediata ajustaba su encanto a la intensidad de su prestigio y su funcionamiento esencial. El exterior blanco, en fin, atenuaba la provocación en los duros tiempos de inflación y vísperas democráticas. Así, prácticamente todos los taxis de España pasaron a ser blancos siguiendo la conveniencia de ahorrar costes a producciones antes especialmente concebidas para los taxistas.
Cada ciudad cruzó las portezuelas con una banda de color diferente, roja, verde, amarilla, morada según la enseña local y, excepto la elección municipal de Barcelona, pendiente de acentuar su identidad, casi el resto de las demás ciudades renunciaron a su extrema singularidad para sumirse en la común masa del blanco.
Como consecuencia, los clientes empezaron a sortear esta opción. En 1990 pocos deseaban ya el sofocante rojo de la etapa anterior, pero tampoco un coche blanco, extendido entre una surtida variedad de oficios y servicios, incluida la policía, se ofrecía como una buena decisión particular.
No pesa menos un automóvil blanco que otro de negro, pero¿quién duda que tiene toda la pinta de ser así? No hay aviones negros ni demasiado foscos en la aviación civil. Las compañías aéreas tienden a identificarse mediante logos y trazos sobre la base general de un fuselaje blanco.
En la convención aeronáutica, un avión oscuro hace creer que pesará más y, por tanto, puede desplomarse con probabilidad mayor. Se trata sólo de una impresión, pero de una firme impresión negativa que suscita igualmente el fuselaje pelado, sin pintura alguna y en cuya superficie se distinguen las costuras y remaches del ensamblaje. Hay que pintar, y atinadamente, los aviones, rebozarlos psicológicamente aunque con pintura pesen más, porque la piel de un color jubiloso o tranquilo contribuye a favorecer los presagios dulces.
Sólo si el respetuoso miedo a volar desapareciera, las compañías podrían cumplir con el deseo de privarlos de botes de pintura y ahorrarse litros de combustible. Este factor de respetuoso temor que despierta el viaje en avión desapareció, sin embargo, pronto, en la conducción de coche y, en su ámbito, siguiendo la moda de la inspiración tecnológica en la arquitectura, las artes plásticas, el diseño o la música, el modelo de la pintura evocando la materia prima del aluminio o el acero ganó a la clientela.
Durante unos años pareció que todos los compradores elegían sin vacilación un plateado. El coche enseñaba su carne sin tratar, al estilo de los edificios que dejaban al descubierto sus estructuras y sus conducciones tal como postulaba el emblemático edificio de Rogers para Lloyd’s en Londres.
Aquel tiempo del nervio industrial y financiero ocupó la feliz imagen de la automoción desde los noventa hasta hace unos cuantos meses, saturó el mercado de automóviles metalizados, bronceados, dorados, acerados, como señal de confianza en su presente tecnológico y el porvenir inmediato.
Lo grisáceo y brillante significaba distinción y contemporaneidad, un no color encimado sobre la rancia comunidad de los colores, una superficie convincente que desdeñaba cualquier intento de comparación. Bastaron, no obstante, unos años para que lo distintivo fuera la más común y lo convincente la más socorrida de las preferencias.
El empacho del plateado se correspondió, efectivamente, con el empacho de la tecnología y sus traidoras burbujas, de cuya exuberancia irracional se dedujeron fracasos y también el ascenso del negro, que, aun conviviendo con el plateado, se mantenía hasta entonces en segundo plano y sobre coches mistéricos, militarizados o no.
Plata o negro, negro o plata, su reino hoy ha decaído y el nuevo referente es blanco. No hay más que visitar los nuevos Salones del Automóvil en Madrid, en Detroit, en Ginebra, en Tokio o en París para comprobar que las grandes marcas, desde Jaguar a Toyota, desde General Motors a Audi, exhiben sus coches preferidos con relucientes tintes blancos. No ya con el blanco lechoso de los taxis, los policías o el Seat 850, sino con blancos rotos, amarfilados, aporcelanados, perlados, en un retro-amor que alcanza hasta el mítico blanco de los Mercedes y Jaguar en los dolorosos y europeos años cincuenta.
Frente a la violenta subida de los precios del crudo, la suave venialidad del color. Ante el desbocado aumento de los precios del barril, el recogido embozo del coche. No pesará menos pero parece que, en efecto, se deja impulsar con mayor facilidad, presenta una menor resistencia al medio y se comporta delicadamente sin la peste del funesto CO2.
El blanco del auto actual comunica con el blanco que cunde también ya sobre la nueva superficie de los móviles, se complace en el Wii, la vanguardia de Apple desde el iPod hasta sus ordenadores, y se plasma, como una modulación del 68, en los muebles blancos, lacados o no, y en muchas de las fachadas de la nueva arquitectura.
En la psicología de los colores, el plata alude a la velocidad, el dinero y la Luna, mientras el blanco viene a ser el color de los fantasmas, la política sin ideología, la mente vacía y la bandera de la rendición. Pero también la actual comparecencia del blanco podría interpretarse como una tácita conjura cromática para convertir esta crisis en su superación, la recesión en exultación, lo malo en bueno, la corrupción (dinero negro) en un nuevo mundo blanqueado global. ¿Verdad? ¿Mentira? En inglés, white lie, mentira blanca, significa también “mentira piadosa”. Un pietismo oficial y mendaz, tan al uso, a propósito de la calamidad de la situación.
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