Por Rafael Hernández, politólogo y escritor cubano. Dirige la revista Temas, editada en La Habana (LA VANGUARDIA, 27/03/08):
El tema de la transición en Cuba sufre por partida doble. Lo que publica la prensa “internacional” - desde el Miami Herald hasta El País-está casi invariablemente escrito por autores que no viven en la isla, o apenas se han pasado unos días en La Habana. Para la mayoría, discutir la transición consiste en despejar lo que tiene en la cabeza Raúl Castro, tarea que resuelven a partir de un grupo de opiniones recogidas al vuelo entre expertos y quizás algunos “cubanos de a pie”, sobre cuya base redactan análisis acerca de las entretelas del poder, la opinión pública y el rumbo político del país. Por su parte, la prensa cubana, que no suele publicar autores extranjeros ni siquiera para polemizar con ellos, no habla de transición, porque esta se considera una mala palabra que sólo significa “vuelta al capitalismo” - como la suele usar, por ejemplo, el Gobierno norteamericano-. Cuando se critican “nuestros problemas” - ejercicio más frecuente hoy, aunque no tanto como debiera-, se tratan asuntos ya mencionados por Raúl u otros altos dirigentes, o se enuncian fórmulas genéricas como “perfeccionar el sistema”, sin más precisiones.
En consecuencia, los cubanos y el resto de la humanidad apenas pueden leer análisis acerca de la transición real en Cuba. Para entender esta transición, se requiere mirar al presente a través del nudo de corrientes profundas que lo producen y lo mueven. Esas corrientes no brotaron de pronto cuando se anunció, el 24 de febrero, que Raúl era el nuevo presidente elegido por la Asamblea Nacional; o una semana antes, cuando Fidel declinó ser candidato; ni siquiera hace veinte meses, cuando este se enfermó y aquel asumió el mando provisional. El presente no se puede descifrar, ni qué decir del futuro, sin la perspectiva de los cambios ocurridos en los últimos dieciséis años.
Desde 1992, la sociedad cubana ha transitado por profundas transformaciones. Estas han reconfigurado sus grupos y relaciones sociales, y han acrecentado la diversidad y la desigualdad, la emigración y la proporción de personas mayores, la población urbana y el sector de profesionales y técnicos. En este periodo, el azúcar perdió el lugar central que había tenido durante doscientos años en la economía nacional, las calles se llenaron como nunca de turistas extranjeros, el Estado redujo su predominio casi absoluto sobre la agricultura a favor de productores cooperativos e individuales, el mercado creció y se multiplicó en un grado insólito - seis tipos de mercado diferenciados-, la economía familiar empezó a depender no sólo de los salarios, se pusieron a circular dos monedas a la vez, más de una quinta parte de los trabajadores dejaron de hacerlo para el Estado, se profundizó la diferencia entre precios y salarios, las remesas del exterior se dispararon, se estableció un sector de economía mixta con capital extranjero, el ingreso personal se concentró y aumentó relativamente la pobreza.
En el plano de las ideas, cambiaron las mentalidades, se despolitizó la visión sobre los emigrantes, se dilataron los márgenes de la libertad de expresión y la crítica pública, afloraron formas veladas de discriminación y prejuicio racial, y emergieron nuevas ideas sobre lo que debería ser el socialismo y la participación ciudadanas, entre otros fenómenos nuevos.
Muchos de estos cambios los acarreó la crisis, que tocó fondo en 1993, aunque también las reformas de 1993-96, posibles gracias a la reforma constitucional de 1992. Si bien el Partido Comunista sigue al mando, y Fidel Castro sigue siendo su secretario general, Cuba como país, su realidad económica, social, cultural, y también política, es otra.
Ahora bien, ¿en qué se diferencia la actual situación y agenda de problemas respecto a estos últimos tres lustros? Lo que está en el orden del día hoy es la reconstrucción del modelo socialista. Las medidas de reforma del periodo especial - o sea, de la crisis- no proyectaban uno nuevo, sino que trataban de capear los malos tiempos, la caída brutal del crecimiento y el consumo. Naturalmente, la circulación de dos monedas, la mayor desigualdad y la carestía de la vida han sido desgracias, no rasgos de un modelo social nuevo. No se trata hoy de remendar un modelo agotado y disfuncional, que arrastra resabios del socialismo real euroriental, sino de articular progresivamente otro, en la lógica de los problemas y necesidades de la sociedad cubana actual, y que responda a los objetivos del socialismo: desarrollo social, equidad, soberanía, poder democrático popular, justicia social, participación ciudadana. Se dice rápido, pero - como decía Maquiavelo- no hay nada más complejo que sustituir un orden establecido por otro, renovar sin crear nuevas fallas, de manera coherente y orgánica, no sólo en sus procedimientos administrativos, sino en la asimilación de ese nuevo orden por las instituciones estatales y gubernamentales, el sistema jurídico y las mentes de los ciudadanos, minimizando los costos sociales y políticos.
Mejorar el transporte público, aumentar la producción agrícola y hacerla más asequible al bolsillo de la mayoría, y facilitar fórmulas alternativas para construir viviendas son tres problemas críticos de la coyuntura. Sin embargo, resultan menos complejos que reordenar la economía, desburocratizar los aparatos de gobierno, y descentralizar las decisiones, renovando el consenso y la participación real de los ciudadanos.
¿Está al tanto el Gobierno cubano actual de estos problemas? Aunque algunos expertos españoles en asuntos cubanos han calificado el discurso inaugural de Raúl Castro como presidente del Consejo de Estado de “ampuloso y duro”, basta con leerlo para identificar algunas cuestiones fundamentales de esta transición. Entre estas se encuentran, por mencionar sólo asuntos directamente políticos, la necesidad de que el Partido Comunista sea más democrático; reducir el aparato central del Estado y hacerlo eficiente; eliminar trámites, prohibiciones y reglamentos innecesarios; practicar una política que asimile las opiniones divergentes y la discrepancia; tomar decisiones sobre cambios a partir de consultas a la ciudadanía; fortalecer el orden social y la disciplina, pero rechazando abusos de autoridad y extremismos; defender al país de la amenaza externa, pero sin utilizarla como excusa ante las deficiencias; hacer efectivo el carácter democrático de las instituciones políticas que “el pueblo exige con todo derecho”; superar la tendencia a regulaciones uniformes para todo el país, y facilitar las soluciones locales. En el plano económico, Raúl habla de aprovechar al máximo el potencial de fuerzas productivas existentes, premiar el resultado legítimo del trabajo manual e intelectual, así como ajustar el funcionamiento económico, eliminar subsidios innecesarios y recuperar el poder adquisitivo del salario.
Mirar la transición cubana con las antiparras de la española o la chilena, de la china o la vietnamita, es una de las tantas maneras de perderse lo que está pasando. La cubana sólo puede medirse en términos de la propia Cuba - no de las representaciones sobre el sistema ideal que cada cual se hace-. El resto, como le decía Hamlet a Polonio, sólo son palabras.
El tema de la transición en Cuba sufre por partida doble. Lo que publica la prensa “internacional” - desde el Miami Herald hasta El País-está casi invariablemente escrito por autores que no viven en la isla, o apenas se han pasado unos días en La Habana. Para la mayoría, discutir la transición consiste en despejar lo que tiene en la cabeza Raúl Castro, tarea que resuelven a partir de un grupo de opiniones recogidas al vuelo entre expertos y quizás algunos “cubanos de a pie”, sobre cuya base redactan análisis acerca de las entretelas del poder, la opinión pública y el rumbo político del país. Por su parte, la prensa cubana, que no suele publicar autores extranjeros ni siquiera para polemizar con ellos, no habla de transición, porque esta se considera una mala palabra que sólo significa “vuelta al capitalismo” - como la suele usar, por ejemplo, el Gobierno norteamericano-. Cuando se critican “nuestros problemas” - ejercicio más frecuente hoy, aunque no tanto como debiera-, se tratan asuntos ya mencionados por Raúl u otros altos dirigentes, o se enuncian fórmulas genéricas como “perfeccionar el sistema”, sin más precisiones.
En consecuencia, los cubanos y el resto de la humanidad apenas pueden leer análisis acerca de la transición real en Cuba. Para entender esta transición, se requiere mirar al presente a través del nudo de corrientes profundas que lo producen y lo mueven. Esas corrientes no brotaron de pronto cuando se anunció, el 24 de febrero, que Raúl era el nuevo presidente elegido por la Asamblea Nacional; o una semana antes, cuando Fidel declinó ser candidato; ni siquiera hace veinte meses, cuando este se enfermó y aquel asumió el mando provisional. El presente no se puede descifrar, ni qué decir del futuro, sin la perspectiva de los cambios ocurridos en los últimos dieciséis años.
Desde 1992, la sociedad cubana ha transitado por profundas transformaciones. Estas han reconfigurado sus grupos y relaciones sociales, y han acrecentado la diversidad y la desigualdad, la emigración y la proporción de personas mayores, la población urbana y el sector de profesionales y técnicos. En este periodo, el azúcar perdió el lugar central que había tenido durante doscientos años en la economía nacional, las calles se llenaron como nunca de turistas extranjeros, el Estado redujo su predominio casi absoluto sobre la agricultura a favor de productores cooperativos e individuales, el mercado creció y se multiplicó en un grado insólito - seis tipos de mercado diferenciados-, la economía familiar empezó a depender no sólo de los salarios, se pusieron a circular dos monedas a la vez, más de una quinta parte de los trabajadores dejaron de hacerlo para el Estado, se profundizó la diferencia entre precios y salarios, las remesas del exterior se dispararon, se estableció un sector de economía mixta con capital extranjero, el ingreso personal se concentró y aumentó relativamente la pobreza.
En el plano de las ideas, cambiaron las mentalidades, se despolitizó la visión sobre los emigrantes, se dilataron los márgenes de la libertad de expresión y la crítica pública, afloraron formas veladas de discriminación y prejuicio racial, y emergieron nuevas ideas sobre lo que debería ser el socialismo y la participación ciudadanas, entre otros fenómenos nuevos.
Muchos de estos cambios los acarreó la crisis, que tocó fondo en 1993, aunque también las reformas de 1993-96, posibles gracias a la reforma constitucional de 1992. Si bien el Partido Comunista sigue al mando, y Fidel Castro sigue siendo su secretario general, Cuba como país, su realidad económica, social, cultural, y también política, es otra.
Ahora bien, ¿en qué se diferencia la actual situación y agenda de problemas respecto a estos últimos tres lustros? Lo que está en el orden del día hoy es la reconstrucción del modelo socialista. Las medidas de reforma del periodo especial - o sea, de la crisis- no proyectaban uno nuevo, sino que trataban de capear los malos tiempos, la caída brutal del crecimiento y el consumo. Naturalmente, la circulación de dos monedas, la mayor desigualdad y la carestía de la vida han sido desgracias, no rasgos de un modelo social nuevo. No se trata hoy de remendar un modelo agotado y disfuncional, que arrastra resabios del socialismo real euroriental, sino de articular progresivamente otro, en la lógica de los problemas y necesidades de la sociedad cubana actual, y que responda a los objetivos del socialismo: desarrollo social, equidad, soberanía, poder democrático popular, justicia social, participación ciudadana. Se dice rápido, pero - como decía Maquiavelo- no hay nada más complejo que sustituir un orden establecido por otro, renovar sin crear nuevas fallas, de manera coherente y orgánica, no sólo en sus procedimientos administrativos, sino en la asimilación de ese nuevo orden por las instituciones estatales y gubernamentales, el sistema jurídico y las mentes de los ciudadanos, minimizando los costos sociales y políticos.
Mejorar el transporte público, aumentar la producción agrícola y hacerla más asequible al bolsillo de la mayoría, y facilitar fórmulas alternativas para construir viviendas son tres problemas críticos de la coyuntura. Sin embargo, resultan menos complejos que reordenar la economía, desburocratizar los aparatos de gobierno, y descentralizar las decisiones, renovando el consenso y la participación real de los ciudadanos.
¿Está al tanto el Gobierno cubano actual de estos problemas? Aunque algunos expertos españoles en asuntos cubanos han calificado el discurso inaugural de Raúl Castro como presidente del Consejo de Estado de “ampuloso y duro”, basta con leerlo para identificar algunas cuestiones fundamentales de esta transición. Entre estas se encuentran, por mencionar sólo asuntos directamente políticos, la necesidad de que el Partido Comunista sea más democrático; reducir el aparato central del Estado y hacerlo eficiente; eliminar trámites, prohibiciones y reglamentos innecesarios; practicar una política que asimile las opiniones divergentes y la discrepancia; tomar decisiones sobre cambios a partir de consultas a la ciudadanía; fortalecer el orden social y la disciplina, pero rechazando abusos de autoridad y extremismos; defender al país de la amenaza externa, pero sin utilizarla como excusa ante las deficiencias; hacer efectivo el carácter democrático de las instituciones políticas que “el pueblo exige con todo derecho”; superar la tendencia a regulaciones uniformes para todo el país, y facilitar las soluciones locales. En el plano económico, Raúl habla de aprovechar al máximo el potencial de fuerzas productivas existentes, premiar el resultado legítimo del trabajo manual e intelectual, así como ajustar el funcionamiento económico, eliminar subsidios innecesarios y recuperar el poder adquisitivo del salario.
Mirar la transición cubana con las antiparras de la española o la chilena, de la china o la vietnamita, es una de las tantas maneras de perderse lo que está pasando. La cubana sólo puede medirse en términos de la propia Cuba - no de las representaciones sobre el sistema ideal que cada cual se hace-. El resto, como le decía Hamlet a Polonio, sólo son palabras.
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