Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 05/06/08):
Por primera vez, un negro, el senador Barack Obama, será candidato presidencial de uno de los dos grandes partidos y tendrá posibilidades reales de instalarse en la Casa Blanca. Esa es la gran novedad histórica y lo demás es secundario, incluido el lema de su campaña, centrado en una palabra (cambio), que se presta a múltiples interpretaciones y que no está exenta de ambigüedad. Ya en 1952, en las primeras elecciones dominadas por el márketing político, el general Eisenhower puso en circulación la misma idea: “ItIs time for a change” (Es la hora del cambio).
El cambio es un factor de peso en la estrategia para “vender un presidente”, como puede comprobarse en el famoso libro de Joe McGinniss sobre la proeza de convertir a Richard Nixon en una figura atractiva en 1968. También Karl Rowe vendió por dos veces a un George Bush que su misma familia consideraba harto mediocre. Muchos años después, la mudanza, de producirse, afectará, ante todo, al personal dirigente. La mitad al menos de una eventual Administración demócrata estará integrada –tanto en el Gobierno como en la alta función pública– por personas que entrarán por primera vez en la Casa Blanca y sus aledaños.
LA ASCENSIÓN irresistible del senador de Illinois se nutre no solo del rechazo de la pericia política que se atribuye a los Clinton, sino de una verdadera falla generacional. Ahora bien, el gran bloque de inercia estructural (el establishment), que incluye tanto a los grupos de presión económica como a las maquinarias de los dos grandes partidos, está intacto y se intuye que librará una batalla por defender sus posiciones tan encarnizada como la que acaba de perder la senadora por Nueva York. La comunidad académica y las plumas más en boga de los grandes rotativos, que tanto han contribuido a forjar el carisma de Obama, aún no pueden cantar victoria.
La limpieza de los establos de Washington es una empresa fascinante, pero de alto riesgo. Soplan vientos de cambio, los augures detectan un agotamiento del ciclo conservador y el Partido Republicano está instalado en el crepúsculo tras los desastres acumulados por Bush. Pero muchos demócratas de la élite temen que la inexperiencia de Obama, manifiesta durante la campaña, se traslade al despacho oval. Los que alegan que John Kennedy era también un brillante senador sin experiencia olvidan la frustrada invasión de Cuba, la crisis de los misiles, la erección del muro de Berlín por un Jruschov envalentonado y el asesinato del líder vietnamita Diem, fomentado por la CIA, días antes del magnicidio de Dallas.
Aunque los temas de la campaña deberían ser la coyuntura económica y el paro, junto con la regeneración diplomática, la cuestión racial tendrá una desmesurada influencia en una nación atormentada por los recuerdos infamantes de la esclavitud y la segregación. Obama dedicó gran parte de su campaña a propugnar la superación de las divisiones étnicas y políticas, pilar de una nueva era de solidaridad, para coronar el edificio retórico con su gran discurso sobre las razas en Filadelfia.
No obstante, el reverendo Jeremiah Wright, su consejero espiritual, pastor de la iglesia de la Trinidad de Chicago, autor de sermones incendiarios que apareció en la televisión vilipendiando a EEUU, prestó un flaco servicio a su pupilo al facilitar la diatriba de sus adversarios. Y Obama, en vez de mitigar los efectos de sus peligrosas amistades, resbaló literalmente cuando fustigó con torpeza a los desfavorecidos de las urbes industriales, clientes naturales del Partido Demócrata, a los que reprochó que “se aferran a las armas de fuego y la religión” porque viven alienados y frustrados.
Dentro del Partido Demócrata, a la espera de la decisión final de Hillary Clinton, la fractura no es ideológica, ni siquiera generacional, sino racial. Las elecciones primarias en algunos estados clave (Pensilvania, Ohio, Michigan, Florida) confirman que un sector importante de la clase media demócrata, en especial los trabajadores de cuello azul, las mujeres y los jubilados, además de los latinos, votan teniendo en cuenta el factor étnico y son poco sensibles a la aureola mesiánica que envuelve a Obama. Luther King fue asesinado hace 40 años y otro negro, Jesse Jackson, fracasó hace 20 en las primarias porque no convenció a los demócratas blancos.
LAS BARRERAS raciales han disminuido en altitud, mas no han desaparecido del escenario. El llamado por los sociólogos efecto Bradley se perfila tras la silueta estilizada de Obama. Tom Bradley era un político negro popular, alcalde de Los Ángeles, que se presentó a las elecciones para gobernador de California en 1982. Encabezó con gran ventaja todas las encuestas de opinión, pero perdió las elecciones, víctima de los prejuicios que no se confiesan porque son políticamente incorrectos, pero que se expresan secretamente en la papeleta de voto.
Por eso, y pese a su derrota, el destino inmediato de Hillary Clinton es de suma importancia para el éxito final del Partido Demócrata, no solo para restañar las heridas de una campaña enconada, sino por la ineludible necesidad de impedir que los más indecisos, que son numerosos, acaben por inclinar la balanza del lado del senador John McCain, el candidato republicano. Los caciques del Partido Demócrata presionan en favor del dream ticket, del matrimonio electoral de conveniencia, pero, tras su valeroso combate, la senadora de Nueva York se ha ganado la última palabra.
Por primera vez, un negro, el senador Barack Obama, será candidato presidencial de uno de los dos grandes partidos y tendrá posibilidades reales de instalarse en la Casa Blanca. Esa es la gran novedad histórica y lo demás es secundario, incluido el lema de su campaña, centrado en una palabra (cambio), que se presta a múltiples interpretaciones y que no está exenta de ambigüedad. Ya en 1952, en las primeras elecciones dominadas por el márketing político, el general Eisenhower puso en circulación la misma idea: “ItIs time for a change” (Es la hora del cambio).
El cambio es un factor de peso en la estrategia para “vender un presidente”, como puede comprobarse en el famoso libro de Joe McGinniss sobre la proeza de convertir a Richard Nixon en una figura atractiva en 1968. También Karl Rowe vendió por dos veces a un George Bush que su misma familia consideraba harto mediocre. Muchos años después, la mudanza, de producirse, afectará, ante todo, al personal dirigente. La mitad al menos de una eventual Administración demócrata estará integrada –tanto en el Gobierno como en la alta función pública– por personas que entrarán por primera vez en la Casa Blanca y sus aledaños.
LA ASCENSIÓN irresistible del senador de Illinois se nutre no solo del rechazo de la pericia política que se atribuye a los Clinton, sino de una verdadera falla generacional. Ahora bien, el gran bloque de inercia estructural (el establishment), que incluye tanto a los grupos de presión económica como a las maquinarias de los dos grandes partidos, está intacto y se intuye que librará una batalla por defender sus posiciones tan encarnizada como la que acaba de perder la senadora por Nueva York. La comunidad académica y las plumas más en boga de los grandes rotativos, que tanto han contribuido a forjar el carisma de Obama, aún no pueden cantar victoria.
La limpieza de los establos de Washington es una empresa fascinante, pero de alto riesgo. Soplan vientos de cambio, los augures detectan un agotamiento del ciclo conservador y el Partido Republicano está instalado en el crepúsculo tras los desastres acumulados por Bush. Pero muchos demócratas de la élite temen que la inexperiencia de Obama, manifiesta durante la campaña, se traslade al despacho oval. Los que alegan que John Kennedy era también un brillante senador sin experiencia olvidan la frustrada invasión de Cuba, la crisis de los misiles, la erección del muro de Berlín por un Jruschov envalentonado y el asesinato del líder vietnamita Diem, fomentado por la CIA, días antes del magnicidio de Dallas.
Aunque los temas de la campaña deberían ser la coyuntura económica y el paro, junto con la regeneración diplomática, la cuestión racial tendrá una desmesurada influencia en una nación atormentada por los recuerdos infamantes de la esclavitud y la segregación. Obama dedicó gran parte de su campaña a propugnar la superación de las divisiones étnicas y políticas, pilar de una nueva era de solidaridad, para coronar el edificio retórico con su gran discurso sobre las razas en Filadelfia.
No obstante, el reverendo Jeremiah Wright, su consejero espiritual, pastor de la iglesia de la Trinidad de Chicago, autor de sermones incendiarios que apareció en la televisión vilipendiando a EEUU, prestó un flaco servicio a su pupilo al facilitar la diatriba de sus adversarios. Y Obama, en vez de mitigar los efectos de sus peligrosas amistades, resbaló literalmente cuando fustigó con torpeza a los desfavorecidos de las urbes industriales, clientes naturales del Partido Demócrata, a los que reprochó que “se aferran a las armas de fuego y la religión” porque viven alienados y frustrados.
Dentro del Partido Demócrata, a la espera de la decisión final de Hillary Clinton, la fractura no es ideológica, ni siquiera generacional, sino racial. Las elecciones primarias en algunos estados clave (Pensilvania, Ohio, Michigan, Florida) confirman que un sector importante de la clase media demócrata, en especial los trabajadores de cuello azul, las mujeres y los jubilados, además de los latinos, votan teniendo en cuenta el factor étnico y son poco sensibles a la aureola mesiánica que envuelve a Obama. Luther King fue asesinado hace 40 años y otro negro, Jesse Jackson, fracasó hace 20 en las primarias porque no convenció a los demócratas blancos.
LAS BARRERAS raciales han disminuido en altitud, mas no han desaparecido del escenario. El llamado por los sociólogos efecto Bradley se perfila tras la silueta estilizada de Obama. Tom Bradley era un político negro popular, alcalde de Los Ángeles, que se presentó a las elecciones para gobernador de California en 1982. Encabezó con gran ventaja todas las encuestas de opinión, pero perdió las elecciones, víctima de los prejuicios que no se confiesan porque son políticamente incorrectos, pero que se expresan secretamente en la papeleta de voto.
Por eso, y pese a su derrota, el destino inmediato de Hillary Clinton es de suma importancia para el éxito final del Partido Demócrata, no solo para restañar las heridas de una campaña enconada, sino por la ineludible necesidad de impedir que los más indecisos, que son numerosos, acaben por inclinar la balanza del lado del senador John McCain, el candidato republicano. Los caciques del Partido Demócrata presionan en favor del dream ticket, del matrimonio electoral de conveniencia, pero, tras su valeroso combate, la senadora de Nueva York se ha ganado la última palabra.
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