Por Sara Moreno Colom (LA VANGUARDIA, 08/06/08):
Tiempo y trabajo son dos conceptos situados en el ojo del huracán en la sociedad del bienestar. Así lo evidencia su creciente presencia en las agendas política y científica y, en consecuencia, en los medios de comunicación. En este sentido, ideas como flexibilización temporal, conciliación de la vida laboral y familiar o racionalización de los horarios resuenan cada vez más.
Desde una perspectiva histórica, cabe recordar que la relación entre el tiempo y el trabajo nace con el proceso de industrialización al situar la jornada laboral en el epicentro de la organización de la sociedad. La aparición de las fábricas supone el paso de una distribución del tiempo de trabajo irregular a una distribución regular. Un hecho que condiciona la construcción de las ciudades y las dinámicas familiares en la medida que sincroniza todas las actividades que en ellas tienen lugar.
Esta sincronización de los tiempos se rompe con los cambios económicos y sociodemográficos acaecidos en las sociedades occidentales a finales del siglo XX, con la crisis de la ocupación, la masiva incorporación de las mujeres en el mercado laboral y el envejecimiento de la población, entre otros factores. Durante los últimos años, la necesidad de encontrar soluciones a la desincronización temporal ha puesto en boca de muchos el contenido de una reivindicación histórica del movimiento obrero: la reducción del tiempo de trabajo. En efecto, la lucha obrera a favor de las ocho horas surge a finales del siglo XIX bajo el eslogan del 8×3 - ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de formación-. Por el contrario, hoy nos encontramos en un escenario más plural donde el “trabajar menos para vivir mejor” se intuye como una demanda social más generalizada. En este punto, parece oportuno plantearse si el trasfondo de dicha demanda es tan sencillo como su formulación.
De entrada cabe preguntarse quién puede trabajar menos para vivir mejor. La respuesta es evidente, pues sólo aquellas personas que tienen las condiciones materiales de existencia cubiertas pueden estar dispuestas a reducir su sueldo para trabajar menos y vivir mejor. El horizonte que preside la vida cotidiana del resto de personas no es otro que el de “trabajar para vivir”. Pero el umbral del bienestar material en la sociedad de consumo no se asemeja para nada al de los países en vías de desarrollo. Por ello, tampoco se puede olvidar el caso de aquellas personas que ante la imposibilidad de trabajar en su país de origen emprenden un largo viaje para trabajar, en condiciones precarias, en algún país de los autonombrados desarrollados. Con todo, parece que el derecho a la pereza - parafraseando el libro de Paul Lafargue- que pueden ostentar los más privilegiados se da a la par con el privilegio del trabajo al que aspiran los más desfavorecidos.
Ante este escenario, se puede recuperar el hito que el sociólogo del trabajo Guy Aznar formuló bajo el título de su libro Trabajar menos para trabajar todos.Pero de nuevo, aparece como una formulación excluyente en la medida que se refiere al trabajo remunerado de los hombres. Es decir, para muchas mujeres trabajar menos supone cuidar más. O lo que es lo mismo, trabajar menos en el mercado laboral para trabajar más en casa. En la mayoría de los casos, el cuidar de la familia en general y de las personas dependientes en particular emerge como la única opción posible. Se trata de un trabajo que, lejos de estar distribuido entre los miembros de la familia, tiene un rostro femenino y se asume individualmente.
Según las tendencias demográficas pronosticadas por los especialistas, dicho trabajo tiene todas las de crecer en el futuro. De ser así, sólo se podrá “trabajar menos para trabajar todos”, si la traducción masculina de este hito implica “trabajar menos en el mercado laboral para trabajar más en el ámbito doméstico” y la femenina “trabajar menos en el ámbito doméstico para trabajar más en el mercado laboral”.
En definitiva y sin duda alguna, la demanda de “trabajar menos para vivir mejor” es razonable y deseable en el contexto de la sociedad del bienestar, siempre y cuando incluya a todas las personas con independencia de su clase social, género y etnia. Un horizonte difícil de alcanzar, pero posible si estamos dispuestos a romper con algunos de los valores imperantes en nuestra sociedad. Para que todo el mundo pueda “trabajar menos para vivir mejor” no basta un simple cambio de horarios. Es preciso un cambio de actitudes que: permita el reconocimiento social y económico del trabajo doméstico y de cuidados, rompa con la disponibilidad laboral absoluta y abra la puerta a un consumo más responsable. Ciertamente, romper con los valores sociales imperantes no es pan comido, pero no es menos cierto que las acciones que reproducen el status quo suelen ser pan para hoy y hambre para mañana.
Tiempo y trabajo son dos conceptos situados en el ojo del huracán en la sociedad del bienestar. Así lo evidencia su creciente presencia en las agendas política y científica y, en consecuencia, en los medios de comunicación. En este sentido, ideas como flexibilización temporal, conciliación de la vida laboral y familiar o racionalización de los horarios resuenan cada vez más.
Desde una perspectiva histórica, cabe recordar que la relación entre el tiempo y el trabajo nace con el proceso de industrialización al situar la jornada laboral en el epicentro de la organización de la sociedad. La aparición de las fábricas supone el paso de una distribución del tiempo de trabajo irregular a una distribución regular. Un hecho que condiciona la construcción de las ciudades y las dinámicas familiares en la medida que sincroniza todas las actividades que en ellas tienen lugar.
Esta sincronización de los tiempos se rompe con los cambios económicos y sociodemográficos acaecidos en las sociedades occidentales a finales del siglo XX, con la crisis de la ocupación, la masiva incorporación de las mujeres en el mercado laboral y el envejecimiento de la población, entre otros factores. Durante los últimos años, la necesidad de encontrar soluciones a la desincronización temporal ha puesto en boca de muchos el contenido de una reivindicación histórica del movimiento obrero: la reducción del tiempo de trabajo. En efecto, la lucha obrera a favor de las ocho horas surge a finales del siglo XIX bajo el eslogan del 8×3 - ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de formación-. Por el contrario, hoy nos encontramos en un escenario más plural donde el “trabajar menos para vivir mejor” se intuye como una demanda social más generalizada. En este punto, parece oportuno plantearse si el trasfondo de dicha demanda es tan sencillo como su formulación.
De entrada cabe preguntarse quién puede trabajar menos para vivir mejor. La respuesta es evidente, pues sólo aquellas personas que tienen las condiciones materiales de existencia cubiertas pueden estar dispuestas a reducir su sueldo para trabajar menos y vivir mejor. El horizonte que preside la vida cotidiana del resto de personas no es otro que el de “trabajar para vivir”. Pero el umbral del bienestar material en la sociedad de consumo no se asemeja para nada al de los países en vías de desarrollo. Por ello, tampoco se puede olvidar el caso de aquellas personas que ante la imposibilidad de trabajar en su país de origen emprenden un largo viaje para trabajar, en condiciones precarias, en algún país de los autonombrados desarrollados. Con todo, parece que el derecho a la pereza - parafraseando el libro de Paul Lafargue- que pueden ostentar los más privilegiados se da a la par con el privilegio del trabajo al que aspiran los más desfavorecidos.
Ante este escenario, se puede recuperar el hito que el sociólogo del trabajo Guy Aznar formuló bajo el título de su libro Trabajar menos para trabajar todos.Pero de nuevo, aparece como una formulación excluyente en la medida que se refiere al trabajo remunerado de los hombres. Es decir, para muchas mujeres trabajar menos supone cuidar más. O lo que es lo mismo, trabajar menos en el mercado laboral para trabajar más en casa. En la mayoría de los casos, el cuidar de la familia en general y de las personas dependientes en particular emerge como la única opción posible. Se trata de un trabajo que, lejos de estar distribuido entre los miembros de la familia, tiene un rostro femenino y se asume individualmente.
Según las tendencias demográficas pronosticadas por los especialistas, dicho trabajo tiene todas las de crecer en el futuro. De ser así, sólo se podrá “trabajar menos para trabajar todos”, si la traducción masculina de este hito implica “trabajar menos en el mercado laboral para trabajar más en el ámbito doméstico” y la femenina “trabajar menos en el ámbito doméstico para trabajar más en el mercado laboral”.
En definitiva y sin duda alguna, la demanda de “trabajar menos para vivir mejor” es razonable y deseable en el contexto de la sociedad del bienestar, siempre y cuando incluya a todas las personas con independencia de su clase social, género y etnia. Un horizonte difícil de alcanzar, pero posible si estamos dispuestos a romper con algunos de los valores imperantes en nuestra sociedad. Para que todo el mundo pueda “trabajar menos para vivir mejor” no basta un simple cambio de horarios. Es preciso un cambio de actitudes que: permita el reconocimiento social y económico del trabajo doméstico y de cuidados, rompa con la disponibilidad laboral absoluta y abra la puerta a un consumo más responsable. Ciertamente, romper con los valores sociales imperantes no es pan comido, pero no es menos cierto que las acciones que reproducen el status quo suelen ser pan para hoy y hambre para mañana.
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