Por Jean-Marie Colombani, periodista francés y ex director de Le Monde. Traducción de José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 06/06/08):
Qué cabe esperar de la próxima presidencia francesa de la Unión Europea? Nicolas Sarkozy, que se la toma muy a pecho, arrancó con mucho entusiasmo: tras el éxito de la renegociación del tratado constitucional, que se convertiría en el Tratado de Lisboa, todo parecía indicar que los seis meses de presidencia francesa serían intensos y permitirían que la Unión Europea volviese a despegar. Pero a medida que se acerca la fecha del relevo, no cabe sino constatar que las ambiciones francesas respecto a Europa han menguado. Las expectativas de Nicolas Sarkozy parecen mucho más limitadas; el mandatario se muestra menos idealista y más realista.
Francia parece haber tenido que conformarse con trazar algunas líneas de acción en tres terrenos: inmigración, energía y medio ambiente, y eso siempre que el escollo irlandés sea salvado, pues si el referéndum sobre el Tratado de Lisboa ofreciese un resultado negativo en Irlanda, quién sabe lo que podría ocurrir en Europa.
Salta a la vista que en esa enumeración faltan la defensa y la dimensión socioeconómica. Nicolas Sarkozy estaba decidido a avanzar en el terreno de la defensa europea. Contaba con la indispensable aprobación de Gordon Brown, pues no puede haber defensa europea sin los británicos. Pero durante la cumbre de la OTAN en Bucarest, Sarkozy despertó las suspicacias norteamericanas, y, lamentablemente, el primer ministro británico es tan débil políticamente que cuesta imaginarlo comprometiéndose a fondo. Por otra parte, Alemania, a quien Francia ha propuesto la construcción conjunta de submarinos nucleares, no parece tener mucha prisa en responder. Así que, por desgracia, la defensa europea tendrá que esperar.
Curiosamente, en el capítulo social Francia no ha previsto iniciativa alguna hasta el momento. Habrá que remitirse, pues, a las directivas que prepara la Comisión -con vistas sobre todo a las conversaciones con China-, que apuntan a instaurar unas normas sociales fundamentales. La prudencia francesa en este caso tal vez pueda explicarse en razón de lo ocupado que está el Gobierno con los sindicatos de su propio país -en torno a la jornada laboral, por ejemplo-, que han convocado en junio distintas huelgas y manifestaciones en defensa de las 35 horas semanales. Así pues, por ahora, la consigna es la discreción.
De hecho, el gran eje de la presidencia francesa será sin duda dotar a Europa de un “pacto sobre inmigración”. Hasta el momento, el proyecto francés ha puesto énfasis -y esto no es una sorpresa- en el capítulo de la seguridad. París pretende, entre otras cosas, que los países de la Unión prohíban las “regularizaciones masivas y colectivas” de inmigrantes, pues la idea es que Europa debe calibrar su inmigración en función de su capacidad de acogida, tanto en el mercado de trabajo como en lo que se refiere a las estructuras sociales. Como contrapartida al aspecto de “control” de los flujos migratorios, que se apoya en el principio según el cual un inmigrante en situación irregular está abocado “ya sea a partir voluntariamente, ya a ser devuelto a su país”, Francia propone la instauración de una “tarjeta azul”para los inmigrantes cualificados o altamente cualificados -éstos serán bienvenidos-, a semejanza de la “tarjeta verde” que permite trabajar en Estados Unidos. Igualmente, Francia propondrá a los Veintisiete la instauración de una política de asilo comunitario y un embrión de “policía europea de la frontera externa” de la Unión.
El binomio energía-medio ambiente, con la problemática del desarrollo sostenible, estará también en el centro de la gestión francesa. Pero es posible deducir, ya sea por las reacciones a la propuesta de jugar con el IVA para moderar el impacto del aumento del precio del petróleo, ya por los acuerdos bilaterales que ciertos países de la Unión están firmando con Rusia para su aprovisionamiento de gas natural, que cualquier ambición corre un gran riesgo de tropezar, tropieza ya, con las consideraciones electorales y nacionales. Si ya es difícil obtener consensos rápidos sobre cualquier tema, y a eso le sumamos el signo de los tiempos, que es en todas partes nacional-nacionalista, nos haremos una idea de la verdadera dimensión de una tarea que no en vano puede parecer imposible. Y que sitúa a Francia en la posición de tener que conformarse con enunciar buenas intenciones, cuando lo que Europa necesita imperiosamente es acción y nuevas políticas comunitarias, a cuya cabeza deberían figurar, en efecto, la inmigración y la energía.
La presidencia francesa también tendrá que volcarse en una problemática de personas concretas. Si, finalmente, Irlanda no pone obstáculos y el Tratado de Lisboa entra en vigor el 1 de enero de 2009, como estaba previsto, Nicolas Sarkozy tendrá que lograr un consenso en torno a la personalidad que se verá llamada a ocupar la primera presidencia de la Unión. Su primer candidato fue Tony Blair, que inmediatamente chocó con el rechazo de italianos y españoles. Y con razón: Blair está demasiado identificado con la guerra de Irak y el alineamiento ciego con Estados Unidos. Segunda y brillante idea: Felipe González. Negativa del interesado. Nuevas esperanzas frustradas. Y nuevo contratiempo para Europa. Angela Merkel aboga por el antiguo canciller austriaco Schussel, aunque -por suerte- tiene pocas posibilidades de convencer. Hagan sus apuestas. Sea cual sea la elección, será cualquier cosa salvo anodina, al menos para aquellos que aún quieren creer que Europa y, por tanto, nosotros mismos tenemos un futuro común.
Qué cabe esperar de la próxima presidencia francesa de la Unión Europea? Nicolas Sarkozy, que se la toma muy a pecho, arrancó con mucho entusiasmo: tras el éxito de la renegociación del tratado constitucional, que se convertiría en el Tratado de Lisboa, todo parecía indicar que los seis meses de presidencia francesa serían intensos y permitirían que la Unión Europea volviese a despegar. Pero a medida que se acerca la fecha del relevo, no cabe sino constatar que las ambiciones francesas respecto a Europa han menguado. Las expectativas de Nicolas Sarkozy parecen mucho más limitadas; el mandatario se muestra menos idealista y más realista.
Francia parece haber tenido que conformarse con trazar algunas líneas de acción en tres terrenos: inmigración, energía y medio ambiente, y eso siempre que el escollo irlandés sea salvado, pues si el referéndum sobre el Tratado de Lisboa ofreciese un resultado negativo en Irlanda, quién sabe lo que podría ocurrir en Europa.
Salta a la vista que en esa enumeración faltan la defensa y la dimensión socioeconómica. Nicolas Sarkozy estaba decidido a avanzar en el terreno de la defensa europea. Contaba con la indispensable aprobación de Gordon Brown, pues no puede haber defensa europea sin los británicos. Pero durante la cumbre de la OTAN en Bucarest, Sarkozy despertó las suspicacias norteamericanas, y, lamentablemente, el primer ministro británico es tan débil políticamente que cuesta imaginarlo comprometiéndose a fondo. Por otra parte, Alemania, a quien Francia ha propuesto la construcción conjunta de submarinos nucleares, no parece tener mucha prisa en responder. Así que, por desgracia, la defensa europea tendrá que esperar.
Curiosamente, en el capítulo social Francia no ha previsto iniciativa alguna hasta el momento. Habrá que remitirse, pues, a las directivas que prepara la Comisión -con vistas sobre todo a las conversaciones con China-, que apuntan a instaurar unas normas sociales fundamentales. La prudencia francesa en este caso tal vez pueda explicarse en razón de lo ocupado que está el Gobierno con los sindicatos de su propio país -en torno a la jornada laboral, por ejemplo-, que han convocado en junio distintas huelgas y manifestaciones en defensa de las 35 horas semanales. Así pues, por ahora, la consigna es la discreción.
De hecho, el gran eje de la presidencia francesa será sin duda dotar a Europa de un “pacto sobre inmigración”. Hasta el momento, el proyecto francés ha puesto énfasis -y esto no es una sorpresa- en el capítulo de la seguridad. París pretende, entre otras cosas, que los países de la Unión prohíban las “regularizaciones masivas y colectivas” de inmigrantes, pues la idea es que Europa debe calibrar su inmigración en función de su capacidad de acogida, tanto en el mercado de trabajo como en lo que se refiere a las estructuras sociales. Como contrapartida al aspecto de “control” de los flujos migratorios, que se apoya en el principio según el cual un inmigrante en situación irregular está abocado “ya sea a partir voluntariamente, ya a ser devuelto a su país”, Francia propone la instauración de una “tarjeta azul”para los inmigrantes cualificados o altamente cualificados -éstos serán bienvenidos-, a semejanza de la “tarjeta verde” que permite trabajar en Estados Unidos. Igualmente, Francia propondrá a los Veintisiete la instauración de una política de asilo comunitario y un embrión de “policía europea de la frontera externa” de la Unión.
El binomio energía-medio ambiente, con la problemática del desarrollo sostenible, estará también en el centro de la gestión francesa. Pero es posible deducir, ya sea por las reacciones a la propuesta de jugar con el IVA para moderar el impacto del aumento del precio del petróleo, ya por los acuerdos bilaterales que ciertos países de la Unión están firmando con Rusia para su aprovisionamiento de gas natural, que cualquier ambición corre un gran riesgo de tropezar, tropieza ya, con las consideraciones electorales y nacionales. Si ya es difícil obtener consensos rápidos sobre cualquier tema, y a eso le sumamos el signo de los tiempos, que es en todas partes nacional-nacionalista, nos haremos una idea de la verdadera dimensión de una tarea que no en vano puede parecer imposible. Y que sitúa a Francia en la posición de tener que conformarse con enunciar buenas intenciones, cuando lo que Europa necesita imperiosamente es acción y nuevas políticas comunitarias, a cuya cabeza deberían figurar, en efecto, la inmigración y la energía.
La presidencia francesa también tendrá que volcarse en una problemática de personas concretas. Si, finalmente, Irlanda no pone obstáculos y el Tratado de Lisboa entra en vigor el 1 de enero de 2009, como estaba previsto, Nicolas Sarkozy tendrá que lograr un consenso en torno a la personalidad que se verá llamada a ocupar la primera presidencia de la Unión. Su primer candidato fue Tony Blair, que inmediatamente chocó con el rechazo de italianos y españoles. Y con razón: Blair está demasiado identificado con la guerra de Irak y el alineamiento ciego con Estados Unidos. Segunda y brillante idea: Felipe González. Negativa del interesado. Nuevas esperanzas frustradas. Y nuevo contratiempo para Europa. Angela Merkel aboga por el antiguo canciller austriaco Schussel, aunque -por suerte- tiene pocas posibilidades de convencer. Hagan sus apuestas. Sea cual sea la elección, será cualquier cosa salvo anodina, al menos para aquellos que aún quieren creer que Europa y, por tanto, nosotros mismos tenemos un futuro común.
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