Por Antonio Papell, periodista (EL PERIÓDICO, 09/06/08):
La subida vertiginosa del precio del petróleo está empezando a desatentar nuestras vidas. Pescadores y transportistas, muy afectados por el alza de los combustibles, observan con preocupación cómo la coyuntura amenaza su supervivencia, algo que a todos nos afecta indirectamente. Y lo sorprendente es que los economistas nos explican que esta escalada exorbitante ya no tiene que ver con la ley de la oferta y la demanda en los mercados energéticos –esencial hasta hace poco en la formación de los precios–, que están bien abastecidos, sino con la actividad especulativa de unos cuantos inversores en los mercados de futuros.
Tan evidente es este fenómeno, que las autoridades supervisoras norteamericanas de los mercados financieros han comenzado a realizar investigaciones al respecto, aunque pocos confían en que puedan atajar la escalada.
LA ‘BURBUJA’ energética, que agrava y alimenta la crisis financiera internacional desencadenada por las hipotecas basura, tiene cierto parecido con la burbuja inmobiliaria que aquí acaba de estallar, y que tampoco era la consecuencia del funcionamiento normal de los mercados, sino que se debía a la actuación de los especuladores, que convirtieron los inmuebles en activos sometidos a una frenética espiral de compraventas que los enriquecía.
Una distorsión semejante de los mercados parece ser la causante de las subidas de los precios de los alimentos, agravadas por la producción de biocombustibles –que absorbe parte de la oferta– y por los cambios de hábitos alimentarios de los países asiáticos. También la especulación ha hecho acto de presencia en estos mercados, en los que actúan asimismo intermediarios desaprensivos que forman oligopolios capaces de controlar los precios, de forma que el consumidor paga un 500% o un 600% más de lo que percibe el productor. En este caso, el alza de los precios no es incruenta: diversas organizaciones humanitarias avisan de que esta situación, que sigue agravándose, producirá grandes hambrunas en el tercer mundo.
Los diagnósticos sobre las verdaderas causas de estos fenómenos que amenazan gravemente nuestro bienestar son cada vez más certeros, pero ello no significa que la solución esté cerca. Con la globalización y la interdependencia, la política ha perdido peso, de forma que nadie cree que puedan tomarse decisiones positivas a escala planetaria o que pueda actuarse de algún modo sobre los mercados globales. El fatalismo ha tomado el lugar de la inteligencia, de la racionalidad, de la acción.
EN OTRO TIEMPO,desde la propia edad media a la última posguerra mundial, la figura del acaparador, que se hacía con una parte de la oferta para manipular los precios, era severamente perseguida, y aún quedan vestigios de esta persecución en el Código Penal español, napoleónico, y en los de nuestro entorno. La maquinación para alterar el precio de las cosas era –es– una figura delictiva antisocial y perversa dentro de cada país. Pero el delito desaparece cuando un puñado de grandes corporaciones mediatiza claramente los precios internacionales del petróleo, de las materias primas o de los alimentos.
En definitiva, la globalización ha dado paso a la civilización de la impotencia, en la que los ciudadanos, las comunidades, los países y hasta las agrupaciones supranacionales estamos a merced de fuerzas incontrolables, difíciles de conocer e imposibles de contrarrestar. Si alguien tuviera la osadía de pedir a las instituciones internacionales –a la ONU o al G-8– que tomara medidas para contener la escalada del precio del crudo sería mirado con desdén o tomado por loco. Quien escribe estas líneas teme también evidentemente ser tachado de ingenuo, pero no ve por qué: el progreso de la globalización debería permitir a la humanidad controlar mejor sus propias fuerzas espontáneas, y no al contrario. El fatalismo con que vemos cómo un esotérico poder económico anónimo y subrepticio hace variar secretamente los precios, los indicadores, las tendencias, resulta un gran fracaso para quienes alentamos la idea de civilización como un triunfo del paradigma democrático y racional frente al destino.
Esta desconexión entre el mercado clásico y la evolución de los acontecimientos reales a escala planetaria acaba teniendo su reflejo en el interior de cada país, donde también el asombro sustituye con frecuencia a la racionalidad. Cuando los agricultores y ganaderos comparan los precios en origen con los que pagamos los consumidores, deducimos que asimismo actúan indeterminadas fuerzas malignas con toda impunidad, capaces de enriquecerse a costa de la transacción.
YA SE SABE que el espacio público está desacreditado, que una concepción fundamentalista del mercado ha vuelto indeseable toda intervención, que rige el axioma de la espontaneidad mercantil sobre todas las cosas, pero alguien debería decir en voz alta que de esta situación se aprovecha un puñado de facinerosos, que enajena nuestro bienestar. Y quizá fuera preciso rehabilitar conceptos como Estado, Gobierno, control, comunidad internacional o injerencia legítima para recuperar el paso de una humanidad que camina francamente desorientada.
La subida vertiginosa del precio del petróleo está empezando a desatentar nuestras vidas. Pescadores y transportistas, muy afectados por el alza de los combustibles, observan con preocupación cómo la coyuntura amenaza su supervivencia, algo que a todos nos afecta indirectamente. Y lo sorprendente es que los economistas nos explican que esta escalada exorbitante ya no tiene que ver con la ley de la oferta y la demanda en los mercados energéticos –esencial hasta hace poco en la formación de los precios–, que están bien abastecidos, sino con la actividad especulativa de unos cuantos inversores en los mercados de futuros.
Tan evidente es este fenómeno, que las autoridades supervisoras norteamericanas de los mercados financieros han comenzado a realizar investigaciones al respecto, aunque pocos confían en que puedan atajar la escalada.
LA ‘BURBUJA’ energética, que agrava y alimenta la crisis financiera internacional desencadenada por las hipotecas basura, tiene cierto parecido con la burbuja inmobiliaria que aquí acaba de estallar, y que tampoco era la consecuencia del funcionamiento normal de los mercados, sino que se debía a la actuación de los especuladores, que convirtieron los inmuebles en activos sometidos a una frenética espiral de compraventas que los enriquecía.
Una distorsión semejante de los mercados parece ser la causante de las subidas de los precios de los alimentos, agravadas por la producción de biocombustibles –que absorbe parte de la oferta– y por los cambios de hábitos alimentarios de los países asiáticos. También la especulación ha hecho acto de presencia en estos mercados, en los que actúan asimismo intermediarios desaprensivos que forman oligopolios capaces de controlar los precios, de forma que el consumidor paga un 500% o un 600% más de lo que percibe el productor. En este caso, el alza de los precios no es incruenta: diversas organizaciones humanitarias avisan de que esta situación, que sigue agravándose, producirá grandes hambrunas en el tercer mundo.
Los diagnósticos sobre las verdaderas causas de estos fenómenos que amenazan gravemente nuestro bienestar son cada vez más certeros, pero ello no significa que la solución esté cerca. Con la globalización y la interdependencia, la política ha perdido peso, de forma que nadie cree que puedan tomarse decisiones positivas a escala planetaria o que pueda actuarse de algún modo sobre los mercados globales. El fatalismo ha tomado el lugar de la inteligencia, de la racionalidad, de la acción.
EN OTRO TIEMPO,desde la propia edad media a la última posguerra mundial, la figura del acaparador, que se hacía con una parte de la oferta para manipular los precios, era severamente perseguida, y aún quedan vestigios de esta persecución en el Código Penal español, napoleónico, y en los de nuestro entorno. La maquinación para alterar el precio de las cosas era –es– una figura delictiva antisocial y perversa dentro de cada país. Pero el delito desaparece cuando un puñado de grandes corporaciones mediatiza claramente los precios internacionales del petróleo, de las materias primas o de los alimentos.
En definitiva, la globalización ha dado paso a la civilización de la impotencia, en la que los ciudadanos, las comunidades, los países y hasta las agrupaciones supranacionales estamos a merced de fuerzas incontrolables, difíciles de conocer e imposibles de contrarrestar. Si alguien tuviera la osadía de pedir a las instituciones internacionales –a la ONU o al G-8– que tomara medidas para contener la escalada del precio del crudo sería mirado con desdén o tomado por loco. Quien escribe estas líneas teme también evidentemente ser tachado de ingenuo, pero no ve por qué: el progreso de la globalización debería permitir a la humanidad controlar mejor sus propias fuerzas espontáneas, y no al contrario. El fatalismo con que vemos cómo un esotérico poder económico anónimo y subrepticio hace variar secretamente los precios, los indicadores, las tendencias, resulta un gran fracaso para quienes alentamos la idea de civilización como un triunfo del paradigma democrático y racional frente al destino.
Esta desconexión entre el mercado clásico y la evolución de los acontecimientos reales a escala planetaria acaba teniendo su reflejo en el interior de cada país, donde también el asombro sustituye con frecuencia a la racionalidad. Cuando los agricultores y ganaderos comparan los precios en origen con los que pagamos los consumidores, deducimos que asimismo actúan indeterminadas fuerzas malignas con toda impunidad, capaces de enriquecerse a costa de la transacción.
YA SE SABE que el espacio público está desacreditado, que una concepción fundamentalista del mercado ha vuelto indeseable toda intervención, que rige el axioma de la espontaneidad mercantil sobre todas las cosas, pero alguien debería decir en voz alta que de esta situación se aprovecha un puñado de facinerosos, que enajena nuestro bienestar. Y quizá fuera preciso rehabilitar conceptos como Estado, Gobierno, control, comunidad internacional o injerencia legítima para recuperar el paso de una humanidad que camina francamente desorientada.
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