miércoles, junio 04, 2008

La última lección de Jovellanos

Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo. Nación y Libertad (ABC, 04/06/08):

Cuentan que antes de morir, Maquiavelo, que conocía bien El sueño de Escipión, relató a los amigos una versión personal de aquel texto, con distinta moraleja. Así, si en el sueño antiguo, que escribiera Cicerón en pleno derrumbe de la Roma republicana, los grandes hombres que habían fundado y gobernado con acierto Estados gozaban de la eternidad en el sitio más luminoso del universo, en el narrado por el culto y astuto diplomático florentino van al infierno, porque para llevar a cabo las grandes obras que los inmortalizaron habían violado las normas de la moral.

No sabemos con certeza si la historia del sueño de Maquiavelo es verdadera o inventada. Lo que sí sabemos es que retrata bien su filosofía pragmática, que encontraba el infierno más bello e interesante que el paraíso, porque, a su juicio, allí estaban los grandes hombres de la política. Lo que también sabemos es que antes de que César Borgia le asombrara con sus notorias empresas de guerrero y administrador -en ambos casos desdeñoso de todas las leyes divinas y humanas- y de que él escribiera que el buen príncipe ha de tomar ejemplo del «zorro y del león», ha de «aprender a poder no ser bueno», era ya un lugar común afirmar que en política todo vale, actuar como si el camino de la virtud, de la clemencia, de la generosidad y la lealtad sólo condujera al desastre y a la ruina, sólo provocara el escarnio propio y el olvido.

Muchas veces, la historia es una historia universal de la infamia. Y por supuesto, discípulos y seguidores de la escuela de Maquiavelo los ha habido muy notables en todas las épocas. Alfonso VI en sus negociaciones con los intrigantes reyes de taifas, a quienes tan pronto daba protección como asfixiaba con la fiera rutina de la guerra, o Enrique IV de Francia con su «París bien vale una misa» resultaron alumnos aventajados de la misma. Los príncipes alemanes del siglo XVI, apoyándose en las tesis de Lutero para desafiar al soñador de quimeras y emperador Carlos V, no anduvieron nada mal, ni tampoco el joven y febril revolucionario Saint Just, que sostuvo que había que enterrar el gran cadáver de Danton con buenos modales, como sacerdotes, no como asesinos. Talleyrand, el hábil camaleón que vistió todas las casacas, superó casi todas las marcas. Lenin y Stalin no se quedaron atrás. Y Nixon consiguió sin duda una clasificación más que destacada.

Por supuesto, al margen de estas figuras señeras de las doctrinas de Maquiavelo, merodean en todas las épocas y latitudes epígonos más o menos brillantes. Lo que sucede es que este prescindir de la moral requiere también un cierto estilo, cuya ausencia puede convertir a los seguidores del florentino en politicastros de medio pelo, en simples lobos de la conspiración, la mentira y el asesinato, o en lamentables posesos del poder.

Comparemos a los verdugos y funcionarios de Stalin, a los Yezhov y Beria, por ejemplo, con Los demonios de Dostoyevski. En éstos hay, a pesar de todo, una nobleza salvaje; en aquellos sólo ha quedado lo salvaje. El cinismo de los personajes de Dostoyevski no carece de cierto estilo rudo; los otros son demasiados vulgares para ser cínicos, únicamente han mantenido la rudeza. Lo mismo puede decirse de los asesinos etarras y de sus seguidores, de quienes no cabe esperar otro comportamiento que el practicado una y otra vez en nombre del fanatismo y del odio: incendios, amenazas, atentados…

Provincianos discípulos de Maquiavelo son los elásticos dirigentes del PNV, que condenan de palabra la barbarie y la inutilidad de ETA, pero saben que la necesitan para sus fines y actúan en consecuencia. Y así mantienen su rechazo de la Ley de Partidos y de las acciones judiciales sobre ANV; utilizan los votos del lumpen etarra para la aprobación de sus proyectos políticos; lloran la muerte de un miembro de la Guardia Civil y a su vez acusan al Gobierno de encubrir imaginarias torturas realizadas por ésta; y, al mismo tiempo que afirman que los terroristas no deben ser tenidos en cuenta en el debate político, legitiman la permanencia de sus secuaces en el Parlamento vasco y, muy por debajo, llegan a sugerir, cínicamente, que los atentados confirman la urgencia de acuerdos y la justeza del plan propuesto por el lendakari. Si el suicidio de Sócrates puso de manifiesto que, al perseguirle y condenarle, los atenienses desconocían los valores sobre los que habían construido la sociedad, la meditada reacción del PNV ante los dos crímenes recientes de ETA ha revelado, una vez más, que en el mal llamado nacionalismo democrático el sentido cívico y moral es un desierto.

Sí, la sombra de Maquiavelo ha sido y es alargada. Y en la historia parece que siempre ganan los más astutos, los políticos con trucos de abogado que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Aquéllos que, a las claras o en los actos que desmienten las palabras, asumen que todo lo maquilla el fin alcanzado, aunque lo deshonren los medios.

Pero sucede también que existen algunos ejemplos de quienes han escogido el camino opuesto y no han perecido por ello. Sucede que hay en la historia hombres de Estado, reyes y emperadores de renombre que no solamente han rechazado los preceptos reunidos por Maquiavelo en El Príncipe sino que se han fijado estrictas normas de moral e intachable conducta para gobernar. No son tan numerosos como los otros, cierto, pero también se les recuerda. El sereno emperador Marco Aurelio, que se aconseja a sí mismo «sé justo, compasivo, ecuánime», podría ser un ejemplo. Otro el segundo califa de al Andalus, al-Hakam, que en una carta testamentaria a su hijo Hisham escribió: «No hagas la guerra sin necesidad. Mantén la paz, por tu bienestar y el de tu pueblo. Nunca saques la espada salvo contra los que cometen injusticias. No te dejes deslumbrar por la vanidad: que tu justicia sea siempre como un lago en calma».

Lo que ahora podría sorprender a quienes, en pleno centenario del dos de mayo, siguen la moda melancólica de alabanza del afrancesado, es que a estos dos ilustres personajes de la historia universal podría sumarse, sin ningún rubor, el nombre de un ilustrado español del siglo XVIII que durante la ocupación napoleónica se puso del lado de la resistencia patriótica. Hablo de Jovellanos, cuya carta a los afrancesados O´Farril y Mazarredo, escrita días antes de la batalla de Bailén, resume a la perfección la conducta de un hombre que supo ignorar el fácil camino de la laxitud moral en un momento de graves e insomnes resoluciones políticas:
«La nación -escribía Jovellanos- se ha declarado generalmente y se ha declarado con una energía igual al horror que concibió al verse tan cruelmente engañada y escarnecida… Esto tienen que reflexionar ustedes y todos los que en tiempos tan desdichados tienen la desgracia de mandar».

Jovellanos fue uno de los pocos ilustrados de su generación que se resistió a los cantos de sirena de José Bonaparte, uno de los pocos personajes del siglo XVIII que fue siempre fiel a sí mismo y al escrúpulo voraz de su conciencia. Por eso escribiría, poco más tarde, a su amigo, el afrancesado Cabarrús, que los españoles no luchaban por los Borbones ni por Fernando, sino que combatían por su libertad, «que es la hipoteca de tantos y tan sagrados derechos».

La grandeza de estas palabras está hoy en proporción directa al exceso de retórica de muchos políticos, que se enorgullecen de unas virtudes que desconocen en la práctica. No se trata, por supuesto, de que deban quemarse las alas siguiendo el vuelo de Marco Aurelio, pero sí, al menos, de que no siempre nos dejen en el alma esa tristeza sin remedio, esa desolada vergüenza irreparable que tan a menudo nos producen con sus mascaradas y dobles fondos. Se trata, por lo menos, de que no rindan honor al consejo maquiavélico de Talleyrand: en política «el único principio bueno es no tener ninguno».

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