Por Osvaldo Puccio Huidobro, embajador de Chile en España (EL PAÍS, 11/09/07):
Una extraña reacción me hizo mirar el reloj que pocos días antes me había regalado el presidente Allende para comprobar que, efectivamente, la primera bomba que caía sobre el Palacio de La Moneda cumplía la amenaza que de no salir de la sede de los presidentes de Chile a las doce en punto, los Hawker Hunter atacarían. El estruendo fue descomunal, miré a mi alrededor y en apariencia quienes ahí estaban, el presidente Allende a pocos metros, no habían sufrido daños; luego vendría uno y otro bombazo que ponían término a un extraordinario experimento cuyo programa explícito era construir una sociedad nueva al sur del sur del mundo respetando la larga tradición democrática e institucional de un país.
El final del Chile democrático, admirado y querido, del país pequeño y de dos nobeles de poesía, el que había sabido ir consolidando una impronta progresista y de mejoras, de integración e inclusión social, de conflictos sociales que tenían su cauce y expresión fundamental en partidos, sindicatos, pensadores e instituciones encontraba su representación simbólica en la muerte de Salvador Allende.
La decisión suprema de Allende de cumplir el compromiso que había adquirido con su pueblo y con las instituciones en que este se representaba fue la afirmación ética, pero sobre todo política de un modo de entender el compromiso democrático. En este sentido, la muerte de Allende es menos un gesto de sacrificio de connotaciones místicas y salvíficas, menos una señal de liberación a través de la muerte y el dolor propios de una cultura y una cosmovisión distinta a lo que Allende era, y mucho más un acto de profunda racionalidad laica, republicana, democrática, no sólo entroncado profundamente con la historia y la tradición de Chile y por tanto radicalmente contrastante con la conducta y la actitud de las fuerzas que se alzaban, sino también contrastado con una izquierda a la sazón muy hegemónica impregnada de espíritu misionero y algo convencida de que la retórica aleccionadora era dedo suficiente para tapar el sol de la realidad. Ésta elaboró una versión mitificada hasta el kitsch de lo sucedido aquel día que despojaba el gesto de Allende justamente de su fuerza racional, de su carácter de decisión profundamente política, de su entroncamiento con instituciones y del respeto a éstas y su preeminencia.
Al entender su muerte como un acto consistente con su obligación y su lealtad para con un mandato constitucionalmente legítimo e imperativo, Allende encarnaba así en su persona la destrucción de la institucionalidad democrática en Chile que los golpistas llevaban adelante. Con ello convertía en irremediablemente fallido desde el punto de vista de la democracia la acción de ellos y sus ejecutores armados -los años posteriores darían más de muchas muestras de la catadura del que aquel día procuraba treparse a hora nona al liderazgo de los que iban ganando-. Allende con su gesto afirmaba así una segunda novedad para el debate y la acción de aquellos que quieren ser sujetos de cambio social. Si la primera novedad afirmada por la “vía chilena al socialismo” fue la búsqueda de conjugar la transformación socialista con la democracia representativa, esta segunda era que la recuperación de la democracia sólo era factible luchando contra la dictadura a través de la conformación de mayorías sociales, políticas y culturales suficientes para procurar, impulsar y hacer posible la transición por los caminos de la institucionalidad y el cambio gradual.
Luego de aquel día vino un tiempo largo de horrores y dolores, pero también un tiempo prolongado de articulaciones y reencuentros, de concesiones y avances parciales, de búsqueda de formas y caminos inéditos. En ello los chilenos -y aquí es debido no hacer distinciones porque en este camino complejo han aportado de uno y otro modo gentes de las más diversas procedencias- podemos estar orgullosos.
Lo que ha ido sucediendo en Chile ha sido un proceso extenso y erizado de contradicciones a veces difícil de comprender, sobre todo para aquellos que, aun desde el cariño, consideran que en el “tercer mundo” el progresismo está llamado a tener comportamientos políticos ideologizados, unívocos y maniqueos en donde la complejidad, la sofisticación y la necesaria ambigüedad de algunos procesos simplemente no corresponde.
Son sabidos los avances del Chile democrático, en donde no sólo se destaca el brillo de las cifras de una economía sólida y abierta, o su activa inserción internacional, o un salto inédito en la calidad de las infraestructuras, o notables logros sociales como la reducción estadística de la pobreza del 37% al 18% de la población en sólo tres lustros, o datos tan significativos como que de diez estudiantes universitarios, siete son el primer miembro de su familia que llega a ese nivel, sino una situación en derechos humanos que nos permite afirmar, no sin orgullo, que no hay prácticamente ni un responsable directo que no esté judicializado y algunos de ellos ya con penas que van entre treinta años y cadena perpetua, altos mandos incluidos, o que no hay un solo grupo cuyos derechos hayan sido conculcados y que no tenga algún tipo de reparación moral y también pecuniaria. Es este contexto el que explica y al mismo tiempo se representa en la presidenta Bachelet.
Las tareas pendientes son infinitas y los desafíos para dar el brinco al desarrollo -de cuyo umbral Chile nunca ha estado tan cerca-, más que suficientes; desde luego acometer tareas que tienen que ver con la institucionalidad pública y que son urgentes, avanzar a tranco firme en la descentralización y sobre todo hacer un giro copernicano en formas de distribución de la riqueza que se hacen cada día insostenibles. Para ello es tan perentorio como apremiante buscar nuevas formas y espacios de debate, diálogo y articulación social y política, aun cuando los signos de los tiempos y no sólo en Chile parezcan suponer que en la disputa por el poder hay que apelar a todo menos a las ideas, la inteligencia y tan siquiera a las visiones de plazo largo.
Aquellas niñas que nacieron aquel Martes de 1973 tienen ahora, al decir de Neruda, la edad de las madres bellas. Pocos hechos han marcado, más allá del tiempo transcurrido, a tantos en la historia nueva como el golpe en Chile, y a las finales, las chilenas y chilenos pareciera hemos aprendido la lección.
Una extraña reacción me hizo mirar el reloj que pocos días antes me había regalado el presidente Allende para comprobar que, efectivamente, la primera bomba que caía sobre el Palacio de La Moneda cumplía la amenaza que de no salir de la sede de los presidentes de Chile a las doce en punto, los Hawker Hunter atacarían. El estruendo fue descomunal, miré a mi alrededor y en apariencia quienes ahí estaban, el presidente Allende a pocos metros, no habían sufrido daños; luego vendría uno y otro bombazo que ponían término a un extraordinario experimento cuyo programa explícito era construir una sociedad nueva al sur del sur del mundo respetando la larga tradición democrática e institucional de un país.
El final del Chile democrático, admirado y querido, del país pequeño y de dos nobeles de poesía, el que había sabido ir consolidando una impronta progresista y de mejoras, de integración e inclusión social, de conflictos sociales que tenían su cauce y expresión fundamental en partidos, sindicatos, pensadores e instituciones encontraba su representación simbólica en la muerte de Salvador Allende.
La decisión suprema de Allende de cumplir el compromiso que había adquirido con su pueblo y con las instituciones en que este se representaba fue la afirmación ética, pero sobre todo política de un modo de entender el compromiso democrático. En este sentido, la muerte de Allende es menos un gesto de sacrificio de connotaciones místicas y salvíficas, menos una señal de liberación a través de la muerte y el dolor propios de una cultura y una cosmovisión distinta a lo que Allende era, y mucho más un acto de profunda racionalidad laica, republicana, democrática, no sólo entroncado profundamente con la historia y la tradición de Chile y por tanto radicalmente contrastante con la conducta y la actitud de las fuerzas que se alzaban, sino también contrastado con una izquierda a la sazón muy hegemónica impregnada de espíritu misionero y algo convencida de que la retórica aleccionadora era dedo suficiente para tapar el sol de la realidad. Ésta elaboró una versión mitificada hasta el kitsch de lo sucedido aquel día que despojaba el gesto de Allende justamente de su fuerza racional, de su carácter de decisión profundamente política, de su entroncamiento con instituciones y del respeto a éstas y su preeminencia.
Al entender su muerte como un acto consistente con su obligación y su lealtad para con un mandato constitucionalmente legítimo e imperativo, Allende encarnaba así en su persona la destrucción de la institucionalidad democrática en Chile que los golpistas llevaban adelante. Con ello convertía en irremediablemente fallido desde el punto de vista de la democracia la acción de ellos y sus ejecutores armados -los años posteriores darían más de muchas muestras de la catadura del que aquel día procuraba treparse a hora nona al liderazgo de los que iban ganando-. Allende con su gesto afirmaba así una segunda novedad para el debate y la acción de aquellos que quieren ser sujetos de cambio social. Si la primera novedad afirmada por la “vía chilena al socialismo” fue la búsqueda de conjugar la transformación socialista con la democracia representativa, esta segunda era que la recuperación de la democracia sólo era factible luchando contra la dictadura a través de la conformación de mayorías sociales, políticas y culturales suficientes para procurar, impulsar y hacer posible la transición por los caminos de la institucionalidad y el cambio gradual.
Luego de aquel día vino un tiempo largo de horrores y dolores, pero también un tiempo prolongado de articulaciones y reencuentros, de concesiones y avances parciales, de búsqueda de formas y caminos inéditos. En ello los chilenos -y aquí es debido no hacer distinciones porque en este camino complejo han aportado de uno y otro modo gentes de las más diversas procedencias- podemos estar orgullosos.
Lo que ha ido sucediendo en Chile ha sido un proceso extenso y erizado de contradicciones a veces difícil de comprender, sobre todo para aquellos que, aun desde el cariño, consideran que en el “tercer mundo” el progresismo está llamado a tener comportamientos políticos ideologizados, unívocos y maniqueos en donde la complejidad, la sofisticación y la necesaria ambigüedad de algunos procesos simplemente no corresponde.
Son sabidos los avances del Chile democrático, en donde no sólo se destaca el brillo de las cifras de una economía sólida y abierta, o su activa inserción internacional, o un salto inédito en la calidad de las infraestructuras, o notables logros sociales como la reducción estadística de la pobreza del 37% al 18% de la población en sólo tres lustros, o datos tan significativos como que de diez estudiantes universitarios, siete son el primer miembro de su familia que llega a ese nivel, sino una situación en derechos humanos que nos permite afirmar, no sin orgullo, que no hay prácticamente ni un responsable directo que no esté judicializado y algunos de ellos ya con penas que van entre treinta años y cadena perpetua, altos mandos incluidos, o que no hay un solo grupo cuyos derechos hayan sido conculcados y que no tenga algún tipo de reparación moral y también pecuniaria. Es este contexto el que explica y al mismo tiempo se representa en la presidenta Bachelet.
Las tareas pendientes son infinitas y los desafíos para dar el brinco al desarrollo -de cuyo umbral Chile nunca ha estado tan cerca-, más que suficientes; desde luego acometer tareas que tienen que ver con la institucionalidad pública y que son urgentes, avanzar a tranco firme en la descentralización y sobre todo hacer un giro copernicano en formas de distribución de la riqueza que se hacen cada día insostenibles. Para ello es tan perentorio como apremiante buscar nuevas formas y espacios de debate, diálogo y articulación social y política, aun cuando los signos de los tiempos y no sólo en Chile parezcan suponer que en la disputa por el poder hay que apelar a todo menos a las ideas, la inteligencia y tan siquiera a las visiones de plazo largo.
Aquellas niñas que nacieron aquel Martes de 1973 tienen ahora, al decir de Neruda, la edad de las madres bellas. Pocos hechos han marcado, más allá del tiempo transcurrido, a tantos en la historia nueva como el golpe en Chile, y a las finales, las chilenas y chilenos pareciera hemos aprendido la lección.
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