Por Suso de Toro, escritor (EL PAÍS, 14/09/07):
Es común dar por hecho que la religión, heredada del tiempo de nuestros mayores y ancestros, decae históricamente y que, siendo extemporánea, ya no juega un papel significativo en nuestro tiempo. Y esto a despecho de que la principal potencia económica y militar, Estados Unidos, tenga en su Constitución y en su moneda, que es el patrón de la economía mundial, la invocación al dios cristiano, manifestando así prácticamente la confesionalidad del Estado. Y de que todos sus presidentes se declaren creyentes públicamente y hagan de ello bandera política. A despecho también de que el Estado de Israel, que juega un papel tan importante en la política norteamericana y mundial, viva verdaderamente como Estado confesional; de que países como Irán, que juega un papel cada día más activo en el escenario internacional, sea beligerantemente confesional; de que la religión musulmana esté siendo desde hace unas décadas un instrumento de afirmación identitaria para una parte importante de la juventud árabe, creando un nacionalismo radical religioso transversal a los Estados existentes, árabes o europeos.
En realidad, la religión, basta considerarla en su dimensión ideológica, es, en nuestro tiempo, un instrumento principalísimo en el conflicto entre intereses y visiones del mundo. No el comunismo, es la religión el fantasma que recorre Europa y el planeta. Y donde la religión no se manifiesta de forma clara aparece en sus formas más seculares: en ideologías místicas comunitarias. Pues los humanos seguimos buscando y hallando credos y fes en las que disolver nuestro insoportable yo en algún nosotros. Buscamos argumentos que nos sitúan no sólo en el espacio sino también en el tiempo, que nos dan memoria y futuro, o sea trascendencia a nuestras vidas. Y de este modo encontramos algo de sentido a nuestra vida individual y solitaria.
Lo que en la inteligencia europea es minusvaloración de la religión, que le impide ver la realidad, en España es un desprecio intelectual absoluto. Quizá ese desprestigio de la religión en general se deba entre nosotros a algo más que al esquematismo de epígonos tardíos de la Ilustración, es la repulsa hacia la Iglesia católica que ha condicionado tanto nuestras vidas y la sociedad. Pues el catolicismo para nosotros tiene rasgos propios, es la ideología nacional, y nacionalista, española. El nervio del argumento de la nación española fue escrito por clérigos y el supuesto continuo histórico católico-castellano se basa en la continuidad de la Iglesia católica española. Las crónicas medievales de Ximénez de Rada pretenden continuarse ahora en el discurso de Rouco Varela. Es lógico que frente a ese argumento de la esencia de España exista un contradiscurso comunitario nacional en las diócesis vascas y catalanas.
Y es que no hablamos de fe, hablamos de política, la lucha por el poder es lo que hay tras la beligerancia de la Iglesia española. Cuando presionan para imponer su doctrina a todos los ciudadanos, cuando intentan que su ideario religioso sea la ideología del Estado y la sociedad, intentan mantener su papel histórico. La Iglesia católica española, los obispos, creen ser la esencia de España, los que coronan reyes o casan príncipes, hablan literalmente en nombre de España.
Evidentemente es falso, intentan usurpar el poder y negar la existencia a la ciudadanía, pero la Iglesia es dueña de los símbolos que articulan la vida política toda, incluso los ministros juran su cargo ante un crucifijo. Y hasta ahora ha sido dueña de los ritos de la vida social y personal, del bautizo al entierro, pasando por la boda. El debate político que la Iglesia católica le plantea a la sociedad española es profundo, le disputa a la ciudadanía la propiedad del Estado y, en su sentido más profundo, la misma autoridad.O mandan los obispos o mandan los ciudadanos.
Los obispos reclaman el poder que se les escurre entre los dedos y por eso remarcan los rasgos de su ideología, su integrismo frente a una cultura laica que la sociedad ya ha interiorizado hace tiempo de un modo natural. Los cambios sociológicos e ideológicos han sido profundos, esta Iglesia ya no expresa a esta sociedad. La representaba ideológicamente después del golpe contra la República, de la represión de posguerra y durante el franquismo: cuando la Iglesia tenía su cupo en las Cortes franquistas, cuando para ser obispo había que tener el plácet de Franco. Entonces la Iglesia sí era dueña ideológicamente de España, o sea de los españoles. Hoy, no.
La violencia de la Cope es el canto del cisne de lo que fue. El integrismo católico hoy es un tigre o más bien un fantasma de papel, la prueba es su agresividad, síntoma de su impotencia. La sociedad simplemente no querría vivir encerrada en su utopía reaccionaria. La Iglesia se reclama dueña de la historia española pero es su esclava, atada a ese pasado que tuvo su fruto granado en el nacional catolicismo franquista. Incapaz de romper con su pasado, de asumir errores, cargando con su integrismo, ha perdido su hegemonía sobre la sociedad. Su fracaso ideológico es patente, la Iglesia española tendrá aún mucha parroquia pero está sectarizada. Sólo una facción, esta derecha en su búnker, acepta su liderazgo moral.
Ese fracaso histórico es clamoroso, pues el nacional catolicismo fue un régimen totalitario en el que Ejército e Iglesia no sólo controlaron la vida pública, también modelaron el yo de generaciones de españoles. Tal fue su poder.
Y precisamente es en España, debido al fracaso del catolicismo, donde se da de un modo más acusado que en otras sociedades europeas la pérdida de todo el crédito de la religión. Al no adaptarse a nuestro tiempo histórico resulta un obstáculo, lo que el catolicismo nos dice no tiene nada que ver con lo que vivimos y sentimos. La ley de los obispos resulta extemporánea e inhumana, carece de sentido de la realidad. Así, excepto en Euskadi y Cataluña, donde el catolicismo se ha pegado más a la comunidad y todavía es un referente con un papel aceptado en la vida social, se puede decir que la sociedad española es hoy irreligiosa. La corrupción del mensaje cristiano que fue el nacional catolicismo ha merecido la censura política e incluso moral de la mayoría de la sociedad y el empecinado integrismo, su alejamiento. Así, el fracaso de la Iglesia ha ayudado a que la católica y tradicional sociedad española, paradójicamente parezca ser la más “moderna” de las europeas.
Cabe preguntarse qué consecuencias está teniendo para la moral social, hay signos de anomia en nuestra sociedad. Si la moral católica tradicional no es válida para esta sociedad, ¿qué moral social existe? ¿Cuál es el consenso moral? ¿Lo hay? ¿Quién tiene legitimidad o capacidad para establecer un nuevo consenso que nos diga lo que está bien y lo que está mal? ¿O soportaremos vivir sin un orden que nos diga lo que está bien y lo que está mal? Si es así, no podremos educar a nuestros hijos en una ética personal. Sin moral, qué ética. La ética es dinámica y ágil pero la moral tiene que tener consistencia y estabilidad, no se levanta sobre pilares relativos. ¿Podemos tener moral sin fundamento religioso? Es decir, sin fundamento, sin mito fundacional. No creo que las ideologías puedan fundar moral, sólo lo hacen cuando se transforman en mito comunitario, como el comunismo, el fascismo o algunos nacionalismos. Es el mito, la religión, quien da el orden último al mundo. Pero como no parece posible tener una fe religiosa simplemente porque nos convenga quizá debamos afrontar hoy este vivir desmoralizados, pues es nuestra realidad. ¿O sabe alguien una manera de cimentar valores comunes indiscutidos y aceptados?
O eso o repensar la religión, y tendría que ser un pensar distinto, un pensar sintiendo. En ese caso deberíamos mirar hacia atrás, al principio, y volver a preguntarnos por el final, la muerte. La muerte es una fuente de preguntas sobre la vida. ¿Es la vida humana sagrada? Antes de contestar podríamos detenernos para siempre en discutir lo que es “sagrado”, pero también podemos contestar sí o no simplemente. Si no es sagrada es un bien tangible y tasable, si es sagrada quizá podamos sobre eso levantar moral para nuestro vivir. Que es un vivir cada vez más ensanchado, o achicado, por el espacio que crean los mass media, ese mundo vigoroso creado por nosotros pero que parece haberse emancipado y tener vida propia: resultó que nuestra civilización apolínea incubó el huevo del monstruo dionisíaco. Es un mundo nuevo, una nueva dimensión, donde la moral pinta muy poco y manda el deseo.
En este tiempo nuevo las generaciones adultas conservamos, aunque no lo reconozcamos, la moral judeocristiana que nos trasmitió de grado o por fuerza la Iglesia, aunque ella no la siga. Ésas son las nociones que muy malamente intentamos transmitir a los que vienen, ¿pero ellos qué heredarán? ¿Una discoteca, una pantalla?
Es común dar por hecho que la religión, heredada del tiempo de nuestros mayores y ancestros, decae históricamente y que, siendo extemporánea, ya no juega un papel significativo en nuestro tiempo. Y esto a despecho de que la principal potencia económica y militar, Estados Unidos, tenga en su Constitución y en su moneda, que es el patrón de la economía mundial, la invocación al dios cristiano, manifestando así prácticamente la confesionalidad del Estado. Y de que todos sus presidentes se declaren creyentes públicamente y hagan de ello bandera política. A despecho también de que el Estado de Israel, que juega un papel tan importante en la política norteamericana y mundial, viva verdaderamente como Estado confesional; de que países como Irán, que juega un papel cada día más activo en el escenario internacional, sea beligerantemente confesional; de que la religión musulmana esté siendo desde hace unas décadas un instrumento de afirmación identitaria para una parte importante de la juventud árabe, creando un nacionalismo radical religioso transversal a los Estados existentes, árabes o europeos.
En realidad, la religión, basta considerarla en su dimensión ideológica, es, en nuestro tiempo, un instrumento principalísimo en el conflicto entre intereses y visiones del mundo. No el comunismo, es la religión el fantasma que recorre Europa y el planeta. Y donde la religión no se manifiesta de forma clara aparece en sus formas más seculares: en ideologías místicas comunitarias. Pues los humanos seguimos buscando y hallando credos y fes en las que disolver nuestro insoportable yo en algún nosotros. Buscamos argumentos que nos sitúan no sólo en el espacio sino también en el tiempo, que nos dan memoria y futuro, o sea trascendencia a nuestras vidas. Y de este modo encontramos algo de sentido a nuestra vida individual y solitaria.
Lo que en la inteligencia europea es minusvaloración de la religión, que le impide ver la realidad, en España es un desprecio intelectual absoluto. Quizá ese desprestigio de la religión en general se deba entre nosotros a algo más que al esquematismo de epígonos tardíos de la Ilustración, es la repulsa hacia la Iglesia católica que ha condicionado tanto nuestras vidas y la sociedad. Pues el catolicismo para nosotros tiene rasgos propios, es la ideología nacional, y nacionalista, española. El nervio del argumento de la nación española fue escrito por clérigos y el supuesto continuo histórico católico-castellano se basa en la continuidad de la Iglesia católica española. Las crónicas medievales de Ximénez de Rada pretenden continuarse ahora en el discurso de Rouco Varela. Es lógico que frente a ese argumento de la esencia de España exista un contradiscurso comunitario nacional en las diócesis vascas y catalanas.
Y es que no hablamos de fe, hablamos de política, la lucha por el poder es lo que hay tras la beligerancia de la Iglesia española. Cuando presionan para imponer su doctrina a todos los ciudadanos, cuando intentan que su ideario religioso sea la ideología del Estado y la sociedad, intentan mantener su papel histórico. La Iglesia católica española, los obispos, creen ser la esencia de España, los que coronan reyes o casan príncipes, hablan literalmente en nombre de España.
Evidentemente es falso, intentan usurpar el poder y negar la existencia a la ciudadanía, pero la Iglesia es dueña de los símbolos que articulan la vida política toda, incluso los ministros juran su cargo ante un crucifijo. Y hasta ahora ha sido dueña de los ritos de la vida social y personal, del bautizo al entierro, pasando por la boda. El debate político que la Iglesia católica le plantea a la sociedad española es profundo, le disputa a la ciudadanía la propiedad del Estado y, en su sentido más profundo, la misma autoridad.O mandan los obispos o mandan los ciudadanos.
Los obispos reclaman el poder que se les escurre entre los dedos y por eso remarcan los rasgos de su ideología, su integrismo frente a una cultura laica que la sociedad ya ha interiorizado hace tiempo de un modo natural. Los cambios sociológicos e ideológicos han sido profundos, esta Iglesia ya no expresa a esta sociedad. La representaba ideológicamente después del golpe contra la República, de la represión de posguerra y durante el franquismo: cuando la Iglesia tenía su cupo en las Cortes franquistas, cuando para ser obispo había que tener el plácet de Franco. Entonces la Iglesia sí era dueña ideológicamente de España, o sea de los españoles. Hoy, no.
La violencia de la Cope es el canto del cisne de lo que fue. El integrismo católico hoy es un tigre o más bien un fantasma de papel, la prueba es su agresividad, síntoma de su impotencia. La sociedad simplemente no querría vivir encerrada en su utopía reaccionaria. La Iglesia se reclama dueña de la historia española pero es su esclava, atada a ese pasado que tuvo su fruto granado en el nacional catolicismo franquista. Incapaz de romper con su pasado, de asumir errores, cargando con su integrismo, ha perdido su hegemonía sobre la sociedad. Su fracaso ideológico es patente, la Iglesia española tendrá aún mucha parroquia pero está sectarizada. Sólo una facción, esta derecha en su búnker, acepta su liderazgo moral.
Ese fracaso histórico es clamoroso, pues el nacional catolicismo fue un régimen totalitario en el que Ejército e Iglesia no sólo controlaron la vida pública, también modelaron el yo de generaciones de españoles. Tal fue su poder.
Y precisamente es en España, debido al fracaso del catolicismo, donde se da de un modo más acusado que en otras sociedades europeas la pérdida de todo el crédito de la religión. Al no adaptarse a nuestro tiempo histórico resulta un obstáculo, lo que el catolicismo nos dice no tiene nada que ver con lo que vivimos y sentimos. La ley de los obispos resulta extemporánea e inhumana, carece de sentido de la realidad. Así, excepto en Euskadi y Cataluña, donde el catolicismo se ha pegado más a la comunidad y todavía es un referente con un papel aceptado en la vida social, se puede decir que la sociedad española es hoy irreligiosa. La corrupción del mensaje cristiano que fue el nacional catolicismo ha merecido la censura política e incluso moral de la mayoría de la sociedad y el empecinado integrismo, su alejamiento. Así, el fracaso de la Iglesia ha ayudado a que la católica y tradicional sociedad española, paradójicamente parezca ser la más “moderna” de las europeas.
Cabe preguntarse qué consecuencias está teniendo para la moral social, hay signos de anomia en nuestra sociedad. Si la moral católica tradicional no es válida para esta sociedad, ¿qué moral social existe? ¿Cuál es el consenso moral? ¿Lo hay? ¿Quién tiene legitimidad o capacidad para establecer un nuevo consenso que nos diga lo que está bien y lo que está mal? ¿O soportaremos vivir sin un orden que nos diga lo que está bien y lo que está mal? Si es así, no podremos educar a nuestros hijos en una ética personal. Sin moral, qué ética. La ética es dinámica y ágil pero la moral tiene que tener consistencia y estabilidad, no se levanta sobre pilares relativos. ¿Podemos tener moral sin fundamento religioso? Es decir, sin fundamento, sin mito fundacional. No creo que las ideologías puedan fundar moral, sólo lo hacen cuando se transforman en mito comunitario, como el comunismo, el fascismo o algunos nacionalismos. Es el mito, la religión, quien da el orden último al mundo. Pero como no parece posible tener una fe religiosa simplemente porque nos convenga quizá debamos afrontar hoy este vivir desmoralizados, pues es nuestra realidad. ¿O sabe alguien una manera de cimentar valores comunes indiscutidos y aceptados?
O eso o repensar la religión, y tendría que ser un pensar distinto, un pensar sintiendo. En ese caso deberíamos mirar hacia atrás, al principio, y volver a preguntarnos por el final, la muerte. La muerte es una fuente de preguntas sobre la vida. ¿Es la vida humana sagrada? Antes de contestar podríamos detenernos para siempre en discutir lo que es “sagrado”, pero también podemos contestar sí o no simplemente. Si no es sagrada es un bien tangible y tasable, si es sagrada quizá podamos sobre eso levantar moral para nuestro vivir. Que es un vivir cada vez más ensanchado, o achicado, por el espacio que crean los mass media, ese mundo vigoroso creado por nosotros pero que parece haberse emancipado y tener vida propia: resultó que nuestra civilización apolínea incubó el huevo del monstruo dionisíaco. Es un mundo nuevo, una nueva dimensión, donde la moral pinta muy poco y manda el deseo.
En este tiempo nuevo las generaciones adultas conservamos, aunque no lo reconozcamos, la moral judeocristiana que nos trasmitió de grado o por fuerza la Iglesia, aunque ella no la siga. Ésas son las nociones que muy malamente intentamos transmitir a los que vienen, ¿pero ellos qué heredarán? ¿Una discoteca, una pantalla?
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